Nadie que busque a Machado lo encontrará en Soria, como tampoco encontrará la Castilla ideal y transfigurada de los noventayochistas.
Tú me levantas, tierra de Castilla,
en la rugosa palma de tu mano,
al cielo que te enciende y te refresca,
al cielo, tu amo.
Así cantó el buen don Miguel, un día que se levantó caliente, cierta idea de Castilla. Una idea que, por mucha tierra que se le ponga, resulta difícil de encontrar sobre el terreno.
Tierra nervuda, enjuta, despejada,
madre de corazones y de brazos,
toma el presente en ti viejos colores
del noble antaño.
¿A qué “nervuda, enjuta, despejada” tierra, “madre de corazones y de brazos”, se refirió el airado rector de la Universidad de Salamanca? ¿A la montaña palentina, tan leonesa y asturiana? ¿A la segoviana serranía de Ayllón? ¿A las Merindades burgalesas? Yo no calificaría esos agrestes parajes de “nervudos”, “enjutos” ni mucho menos “despejados”. Son, al contrario, carnosos, generosos y erizados de cimas, prados y bosques hasta donde alcanza la vista.
Azorín, Unamuno, el propio Machado y otros asumieron esta idea de una Castilla severa y adusta; después los vencedores del 39 la hicieron suya y la manosearon hasta el aburrimiento. En 1945, Laín Entralgo publicaba La generación del Noventa y Ocho, libro que se inicia con un viaje en automóvil a una Castilla idealizada hasta el expresionismo. Una Castilla decididamente amanerada que ha sido la perdición de la Castilla histórica, geográfica y administrativa.
Sesenta años después de aquel impostado viaje, el personal sigue acudiendo a Castilla con muchos pájaros en la cabeza. Cierto que ya no busca sueños de sequedad, sino una Castilla amable llena de “hotelitos con encanto” y nombres aún más encantadores: La Casa del Cura, El Pajar de Tío Pedro o El Lagar de la Trashumancia. Y es que en todo este tiempo, los intelectuales castellanos más bienintencionados, modernos y progresistas han contribuido al embrollo. En los albores de la Transición, Avelino Hernández, soriano que fue, reescribió el estereotipo noventayochista en su Donde la vieja Castilla se acaba y lo que acabó fue de liarla. Con don Avelino, Castilla deja su seca altivez y se nos pone llorona, pero no es esto lo malo. Lo malo es que sigue siendo una proyección del alma torturada de quien mira. A servidor le chifla la subjetividad… siempre que no pretenda ser otra cosa. No puedo dejar de señalar que al escritor leonés Julio Llamazares, buen conocedor de la cuenca del Duero, le encanta el libro de Avelino Hernández. El hecho me preocupa. Llamazares sabe ver sin anteojeras la cuenca del Duero, es decir, Castilla y León, como Delibes antes de él, aunque sean miradas bien diferentes. Delibes sale del asfalto, llega al campo, mira, escucha y cuenta. Llamazares sale de la tierra, de una tierra hoy sumergida, y su pluma tiene la agreste verdad de una azada. El año pasado parió unas Distintas formas de mirar el agua con las raíces bastante mejor plantadas que la mirada de Avelino Hernández. Gran novelista, el hijo del embalse del Porma levantó unos personajes que miran directamente y sin tamices culturales. Ahí, en la superficie quieta del agua, agua que en el Duero es incierta, el arte nada místico de Llamazares sabe ver las verdades sumergidas de esa tierra “triste y noble, la de los altos llanos, yermos y roquedas” machadianos.
Ya que estamos con Machado, que creyó ver Castilla entera en Soria, no me resisto a citar dos libritos con mucha verdad sobre Soria, no en vano viven año a año, edición tras edición, en el corazón de los sorianos. Tan estupendos como escasamente conocidos fuera de la machadiana “barbacana hacia Aragón en castellana tierra”, comparten otra envidiable cualidad: es imposible leerlos sin una sonrisa ni sin estallar de vez en cuando en carcajadas. El primero, El santero de San Saturio, es una genialidad llena de amable ironía publicada en 1951 por un soriano exiliado de Soria, el historiador del arte Juan Antonio Gaya Nuño, poca broma. Más serio que un ocho, Gaya levantó la ficción de que volvía a Soria como santero de la ermita del santo patrón, San Saturio (todos los sorianos, por cierto, se llaman Saturio: Fernando Saturio, Luis Saturio y Jaime Saturio, aunque lo lleven en secreto). Encerrado en su santería, concentrado en la redacción de su libro sobre Picasso, Gaya enseña la ermita a los visitantes, deja volar la imaginación y cuenta chascarrillos sobre Soria y Castilla. Una delicia que parece escrita por un británico y no por un castellano viejo. El otro libro lo escribió el periodista gallego Luis Pita y se titula El sauce llorón, maravillosa ambigüedad. Se refiere al gran sauce del parque de la ciudad, que en su infancia el autor divisaba desde la ventana de su casa, pero muy probablemente también a sí mismo. Hijo de un funcionario, Pita vivió de niño en Soria y no volvió nunca más. El original de su libro apareció entre sus cosas a su muerte y la edición se beneficia de dos elogiosos prólogos first level. Uno del escritor Manolo Rivas, autor de El lápiz del carpintero, que si no conoce Soria, conoció a Pita. “En sus dedos danzaba la reina libertad”, dice. Y añade: “No la traicionó nunca”. El libro le da la razón. El otro prólogo es de uno de los novelistas españoles más traducidos, Javier Marías, que si jamás en su vida supo de Pita, conoció bien la Soria que evoca ese libro encantador (véase su artículo Heliodoro silba y fuma en pipa, otra maravilla). Marías asegura que la Soria “evocada en estas páginas (…) semeja un lugar de ficción. Y ya se sabe que es en estos (…) donde puede uno instalarse, quedarse a vivir una temporada y, desde luego, descansar y ser más libre”.
Machado, que ocultaba mucha más Literatura en su “cartera” que Azorín, Unamuno y Laín juntos, siempre a mi juicio y perdonen la heterodoxia, tuvo la humorada de llamar Campos de Castilla a su mejor libro, como pudo haberlo titulado simplemente La Tierra de Alvargonzález u Horizontes azules, si le hubiera dado por ahí, títulos mucho más acordes con las fantasías que esconde esa cumbre de la Literatura Española. En su aparente sencillez, Campos de Castilla libera la poesía del yugo romántico y del yugo modernista, con el que Rubén había tocado techo, le abre caminos y le da unas alas sin las que la Generación del 27, probablemente, nunca hubiera levantado el vuelo. O sí, no sé.
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
Ese es el verdadero tema del libro, el ojo sobre el paisaje: Machado era muy listo. Cierto que Machado se inspiró en las tierras altas del Duero, con las que tropezó a los treinta y pocos años, dueño de una madurez técnica y una sensibilidad que traspasaba las piedras. Pero es que allí arriba, en el Alto Duero, se había enamorado como un tordo de una chiquilla veinte años más joven que él, que encima le correspondió. Machado no era entonces el viejo dejado que inmortalizó la iconografía de los años treinta, sino un culto señorito sevillano, un “moreno de verde luna”, dicho sea a la manera de Lorca, educado y con modales, que descompuso a la sobria jovencita castellana. Aquel conjunto de circunstancias despertó en el poeta unos poderes telúricos que ni él mismo, pienso yo a veces, sospechaba que llevaba dentro.
Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
Ritmo, precisión y expresividad embridadas por una maestría técnica que asombra. Machado sabía mucho y supo ver Soria como nadie la había visto ni la ha vuelto a ver jamás. Aun así, nadie encontrará Soria en Machado ni a Machado en Soria. La relación que la Soria geográfica y administrativa mantiene con la celebérrima Soria machadiana, subproducto de un alma en estado de gracia, es nula. Y hasta aquí por hoy. Muy pronto, más: una nueva y apasionante Circunvolución, la segunda entrega de El país de la Literatura, superproducción de Zenda Libros que llevará por titulo Una entelequia a mil metros sobre el nivel del mar.
Foto de portada: El joven Machado de principios del siglo XX en una imagen inédita aparecida recientemente en una colección privada de Soria
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