La senda de las nubes (Siruela), de Catherine François, es un libro sobre las sutiles relaciones que existen entre las tres grandes escuelas del pensamiento chino, que se suelen presentar como corrientes opuestas: el confucianismo, el taoísmo y el budismo chan. Santiago Auserón escribe sobre esta obra que ha traducido junto a Jenaro Talens.
1.- Un pensamiento que iguala arte y política.
La antigua sabiduría china combinaba la reflexión sobre la organización política y las artes —principalmente poesía, música y pintura del paisaje— de un modo que interesa al pensamiento contemporáneo. Los chinos antiguos percibían una conexión entre disciplinas que la tradición occidental desdice. Platón consideraba las artes del monarca o del estratega militar entre las demás tékhnai, pero con vistas a establecer la jerarquía que había de culminar en el arte regio de la filosofía. Por la misma época, en la tradición de Extremo Oriente se percibían las cosas de otro modo: desde la disposición del territorio amenazado por los desbordamientos fluviales o por las invasiones nómadas hasta el ordenamiento de la ciudad y de los rituales cortesanos; desde la reflexión sobre el movimiento de los astros hasta la pulsación de las cuerdas de la cítara o el trazo del pincel sobre el pergamino, el sabio experimentaba una necesidad de equilibrio que debía ser compartida por el gobernante.
Ya en su libro sobre las leyendas en torno al río Amarillo (Caminos bajo el agua, Pre-Textos, 1999), Catherine François dejaba entender que la unidad entre asuntos humanos y fuerzas naturales era la clave de un estilo de pensamiento que se alzó sobre el animismo primitivo sin despegar de la materia ni requerir una idea de la psique gobernada por los modelos de la razón técnica. Con ello resituaba el interés por la antigüedad china más allá de las modas orientalistas popularizadas a partir de los años sesenta. Viene ahora La senda de las nubes a profundizar en las corrientes espirituales del confucianismo, el taoísmo y el budismo chan, llevando a cabo una tarea de síntesis que, sin renunciar al rigor, las pone al alcance del lector no especializado y reencarna las figuras de sus protagonistas —difuminadas por el paso del tiempo y casi desconocidas en Occidente— devolviéndoles emotiva cercanía.
2.- Reconstrucción de una biografía legendaria.
La Vida de Confucio recupera para el género de la biografía del héroe cultural los datos escasos acerca del emblemático sabio e integra la sustancia de sus Analectas, despojada de gravedad sentenciosa, para esbozar el perfil de un personaje palpitante, gracias a un fino instinto para el diálogo y la recreación de caracteres que proporciona a la historia de las ideas el tono de la poesía inmemorial. Esta reconstrucción hace pensar en las Vidas de Plutarco o en las páginas de Porfirio sobre Pitágoras, contemporáneo griego del sabio chino. Su fuente principal es la obra del gran historiador Sima Qian, pero la Vida de Confucio de Catherine François aporta no sólo una visión sintética, sino nuevo aliento a la tradición. Da la impresión de estar escrita al estilo de los antiguos, no tanto por la cuidadosa fidelidad a las fuentes, como por el modo de reencarnar sus voces haciendo uso de diversas técnicas narrativas. Sin pretensión de originalidad, la autora se impregna de la visión ingenua de los tiempos arcaicos, apenas distanciados del mito, y asume su lenguaje despojado. La claridad de la expresión traslada a nuestros días los problemas de los soberanos del antiguo imperio y de sus consejeros cual si se tratase de asuntos intemporales que persisten con poca variación. El tono cordial en el que hace hablar a los personajes intensifica esa impresión de hallarnos en una extraña vecindad, pese al alejamiento temporal, cultural y geográfico, y alcanza a devolver cuerpo al pasado remoto en medio de una actualidad que se devora a sí misma. No es habitual que esa sensación se produzca cuando leemos —con suerte— una traducción aceptable de las Analectas o los comentarios de los sinólogos más relevantes. Habituada al trato con ellos, Catherine François lleva a cabo una reelaboración que permite otro tipo de comprensión, una conexión directa que no está destinada a sustituir a la reflexión, sino tal vez a favorecerla.
Las líneas maestras de la biografía y del pensamiento de Confucio adquieren de esta suerte relieve palpable: aquella vocación suya de servir al buen gobierno se vio reiteradamente frustrada, ya fuera por la desconfianza de los príncipes que veían en él una amenaza para la expansión de sus ínfulas de dominio, ya por la insidia de los rivales que temían que el sabio acrecentase con sus consejos el poder del enemigo. Ni las dudas o aparentes contradicciones de su doctrina ni el fracaso en sus aplicaciones políticas impidieron que la figura de Confucio se agigantase hasta convertirse en leyenda fundacional. Reescrita por Catherine François, la leyenda devuelve a primer plano aquella «virtud de la humanidad» que, según el sabio chino, reside en cada uno de nosotros y sin embargo no acabamos de alcanzar nunca por completo. Tal paradoja excede los límites de lo que en Occidente entendemos por «humanismo», generalmente orientado hacia una finalidad redentora.
3.- Los ejes que gobiernan la historia.
En la Historia del Gran Secretario Sima Qian, la leyenda arcaica da paso a una prosa reflexiva puesta en boca del padre de la historiografía china. Catherine François cuida las variaciones de estilo para ajustarse al paso de los siglos y al carácter de los documentos. En sus Memorias del historiador, el Gran Secretario y astrólogo encargado del calendario Sima Qian se propuso en el último tramo del siglo II a. C. abarcar el inmenso pasado de China, heredando la tarea iniciada por su padre, Sima Tan. Catherine François adopta la primera persona para narrar esta aventura intelectual y transmitirnos las inquietudes del historiógrafo acerca del legado del tiempo, su visión de las leyes que gobiernan el ascenso y caída de los reinos, su aspiración a interpretar el sentido de los hechos remotos, siguiendo la enseñanza de su maestro Confucio. Algunas imágenes reelaboradas por la autora aclaran sus intenciones: «Los acontecimientos son como campanas, el contemplarlas y describirlas no indica nada acerca de su sonoridad». El son que congrega a los humanos se compara con el alcance del texto histórico que se propone decantar una verdad durable. Las «campanas del pasado» incitan a pensar en la repercusión a distancia de las causas ínfimas que, como ondas sonoras invisibles, provocan los acontecimientos que acaban modificando el curso de la historia.
Sima Qian se remonta a las dinastías míticas que gobernaron sin esfuerzo según los dictámenes del Cielo, y señala el momento en que las ambiciones desmedidas comenzaron a provocar la decadencia, haciendo predominar la injusticia y el uso de la fuerza. En paralelo con las figuras de reyes y emperadores, hacen aparición en el relato histórico los sabios cuyo rastro se preserva, como es el caso de Confucio, o bien se desdibuja misteriosamente, como sucede con los taoístas Laozi y Zhuangzi, proporcionando el primer testimonio comparativo de las diversas escuelas del pensamiento chino. El historiador experimenta la necesidad de incluir en su obra las vidas de los capitanes rebeldes de menor rango, que frente a la debilidad de los reyes supieron hacerse con el poder, e incluso de algunos bandidos cuyo comportamiento dejó ejemplos para la posteridad. Catherine François puntúa la exposición sintética de los escritos de Sima Qian imaginando momentos de incertidumbre en los que el historiador posa el pincel para reflexionar y comunicarnos sus emociones. Finalmente, reproduce el drama personal con el que Sima Qian quiso concluir sus Memorias, explicando las razones que le llevaron a aceptar el deshonor, con tal de terminar la redacción de su obra y cumplir el encargo recibido junto al lecho de muerte paterno.
El capítulo dedicado a Sima Qian permite hacerse cargo de algunas constantes del pensamiento chino: la historia parece responder a una ley semejante a «un eje en torno al cual gira el mundo», por la que al ascenso de una dinastía sigue indefectiblemente la desgracia. Más allá de esta ley, comparable a los sinuosos movimientos del dragón, las razones por las que un mal gobernante obtiene el triunfo o un hombre bondadoso se ve abocado al fracaso resultan impenetrables para la mirada estupefacta del historiador, quien en última instancia recuerda el lema de Laozi: «No te entretengas allá donde tengas suerte». Solo el sabio es capaz de asimilar el sentido profundo de la paradoja que consiste en adaptarse a los cambios manteniéndose fiel a sus principios, que responden a la naturaleza individual de cada ser humano. Para Sima Qian, el principio rector —su manera de hacer efectiva la «virtud de la humanidad»— fue transmitir el legado de la tradición y perfeccionar su obra, haciendo frente al castigo y a la infamia a ojos de sus contemporáneos.
La metáfora musical viene a hacer comprensible lo que la lógica no alcanza a explicar: la música tiene sus reglas, pero no reside en ellas ni en las cuerdas del instrumento, sino en el corazón de quien las pulsa. Sima Qian llevó a cabo el giro intelectual más atrevido haciendo converger el edificio monumental de la historia con su destino personal. No quiso afirmar frente a ella un punto de vista subjetivo, sino señalar el eslabón que une lo genérico y lo particular. Trató su propio caso como ejemplo de la historia, poniéndose a la cola —por así decir— de los hombres ilustres del pasado. De acuerdo con la moral confuciana, su ejercicio de la virtud proyecta prestigio sobre los antepasados y actúa sobre las generaciones venideras, pero de un modo literal y casi mágico. El castigo de castración, la negativa a quitarse la vida como exigía el honor en semejante caso, convierten a Sima Qian en figura simbólica, no como mero sujeto de psicoanálisis, sino por haber alzado la historia —y su reconstrucción poética— a un estatuto situado más allá de la vida y de la muerte.
4.- La libertad espiritual del taoísmo.
Con Los Siete Sabios de Bosque de Bambú entramos en un círculo de letrados que debaten acerca de la implicación del sabio en la vida pública, dejando constancia del conflicto político entre confucianismo y taoísmo hacia mediados del siglo III, cuando ya las principales escuelas de pensamiento se habían convertido en partidos rivales en lucha por el poder. Catherine François cede la voz a cada uno de los Siete Sabios en los debates que sostienen sobre el compromiso público, el desapego, la virtud o la naturaleza del Tao, sin dejar de entregarse a los placeres de la música y del vino, hasta que el grupo acaba disuelto por las asechanzas cortesanas. La prosa se torna colorista, de acuerdo con la variedad de los temas, los puntos de vista y las situaciones relatadas. La herencia clásica del diálogo intelectual, que en capítulos anteriores hacía recordar el estilo platónico, se renueva en estas páginas con un sentido del humor que vuelve la lectura apasionante. En la historia de los Siete Sabios no faltan elementos de intriga novelesca, pero la autora sujeta las riendas de la ficción para ponerla al servicio de la finalidad principal, que es hacer perceptible la vocación espiritual del taoísmo, empeño en el que logra pasajes de alto nivel poético.
La libertad del pensamiento taoísta se hace patente en su indiferencia con respecto a los asuntos públicos, de los que no cabe esperar sino servidumbre, injusticia y desdicha, como la que termina cayendo sobre Xi Kang, figura ejemplar en torno a la que gira el universo de los Siete Sabios. Según este pensador, el fin más elevado al que puede aspirar el individuo es el de preservar su aliento vital, manteniéndose en contacto con las fuerzas de la naturaleza antes que con las intrigas del poder. Con ello se opone a la creencia confuciana de que las capacidades del sabio deben estar al servicio del bien común. El enfrentamiento de la Escuela de los Misterios con la Escuela de los Nombres —taoístas y confucianos, respectivamente– llegó en aquella época a ser cruento, pero en las reuniones de los Siete Sabios adeptos de ambas escuelas convivieron durante un tiempo, haciendo de la amistad un principio supremo que les permitió compartir, además del debate y el gusto por la poesía, las expansiones de la embriaguez y de la música. El uso del vino como fuente de iluminación y manera de anudar afectos era en alguno de ellos extremado, como en el caso de Liu Ling, quien prefería beber en silencio hasta el aturdimiento antes que enzarzarse en el intercambio de ideas, sin privarse de aportar de cuando en cuando alguna réplica fulminante. Todos reconocían en el gran bebedor Liu Ling al «sabio de primera clase», según la jerarquía establecida por Confucio: «El que, obedeciendo a su naturaleza, actúa correctamente sin saberlo».
El ejercicio de la música era en el seno del grupo el medio más adecuado para superar enfrentamientos. Catherine François emplea unas veces expresiones cercanas a la física del sonido, otras se sirve de metáforas descarnadas para describir los efectos de la música y plantear la discusión acerca de los sentimientos que produce. La tradición occidental, desde los tiempos de Grecia antigua, no ha dejado de polemizar en torno al ethos (el carácter, más o menos severo o lúdico) y al pathos emocional de la música. Xi Kang, autor de un tratado sobre la cítara (incluido en la edición de Luis Racionero de los Textos de estética taoísta) y partícipe en una famosa polémica sobre el cuidado de sí (editada por Jean Levi y traducida al español como Elogio de la anarquía), era terminante en este punto: la música no obedece a la facilidad del sentimiento, sino «a la expresión de lo que no tiene forma». Cuando Xi Kang tocaba, «se concentraba en la parte más silenciosa de sí mismo, y cuando escuchaba, su mente no conocía límites». La música nos acerca al Tao mejor que las palabras.
El joven y ambicioso Wang Rong defiende las canciones alegres frente a las melodías antiguas y aburridas, pero Xi Kang rechaza buscar en la música un «beneficio sin esfuerzo», tanto como a los que «quieren cautivar los oídos tocando muchas notas y llegar al corazón con palabras alegres o lascivas». Catherine François pone en labios del pensador taoísta su propia visión crítica: «Las melodías vulgares producen la misma impresión en todos los que las aprecian, pero la verdadera música te devuelve a tu propia naturaleza. Transmite más de lo que muestra, en tanto que las piezas ordinarias son fáciles de recordar, pero el efecto que producen se desvanece con ellas». Músico notable y acaso el mejor poeta chino de su tiempo fue otro miembro del grupo, Ruan Ji, que mantuvo una posición intermedia entre la Escuela de los Misterios y la de los Nombres. Haciéndose pasar por borracho y loco, rechazaba cargos importantes optando a otros medianos para preservar su libertad y su dedicación literaria. Catherine François trata las figuras de los Siete Sabios como un espectro de caracteres que recuerda a una escala musical en la que alternan consonancias y disonancias. Con el mismo sentido de la continuidad, relata sus encuentros en el Bosque de Bambú mientras van transcurriendo las estaciones hasta completar el ciclo del año.
Las discusiones acerca del Tao obligan a alternar entre imágenes concretas y el mayor grado de abstracción. La tensión del discurso se eleva al abordar las ideas de Xi Kang acerca de como «alimentar la propia vida» hasta alcanzar la armonía con el Tao, concebida como una suerte de inmortalidad. Catherine François da cuenta con elegante sencillez de la perplejidad que provoca la posibilidad de ir más allá de la inmortalidad del alma entendida al modo de la tradición platónica; o bien al modo materialista, como huella que dejamos en la memoria de los otros. Xi Kang estaba convencido de que el cuerpo debe alcanzar a «fundirse con la vitalidad», volviéndose tan sutil como la mente, que al vaciarse alcanza la plenitud. La libertad espiritual del taoísta asume sin embargo dos riesgos: uno es el abrazar la ilusión hasta buscar —como hizo el delirante emperador Shi Huangdi— la droga que prolonga la vida; otro, el de provocar el rencor de quienes se atienen a fines más inmediatos. La obsesión por apartarse de ellos para «alimentar su vida» fue la razón paradójica que provocó la desaparición prematura del legendario taoísta. ¿Significa eso que haya que renunciar a buscar en uno mismo la libertad suprema?
5.-La senda del despojamiento.
El retrato del poeta y ermitaño budista Han Shan, que vivió en el siglo VII de nuestra era, se inicia con una reflexión acerca de las formas del paisaje y el valor revelador de la pintura, para conducirnos hasta la Montaña Fría de la que el poeta toma su nombre. ¿Por qué esa preocupación de la autora por los pintores budistas? Las apariencias sensibles, nos dice, no son menos ilusorias que su representación en imágenes. Al contrario, la pintura puede dar cuenta de una realidad que escapa a los sentidos, pero habla directamente al espíritu. Hay un uso revelador del arte que equivale al distanciamiento del asceta o del místico, quienes tras la iluminación pueden volver al trato con las apariencias mundanas: ‹‹La realidad parece escapar al hombre, huir y distanciarse sin fin, pero una vez que alcanza el infinito retorna hacia el hombre››.
Han Shan deja atrás su vida hogareña de campesino y el destino de un letrado sin éxito para habitar las nubes que se detienen en la cima de la Montaña Fría, trepar por sus laderas y meditar en la neblina sentado al borde de un precipicio («es extraño cómo le gustan los precipicios a la gente sabia», hace decir la autora a uno de sus personajes). El poeta aprende a soportar la soledad y la mordedura del hielo con la impasibilidad de la roca, a admirar el centelleo matinal del paisaje nevado, las sombras que dibuja el rayo de luna y la fragilidad de la floración tardía. Su gruta se halla cerca del templo budista de Guoqing, de cuyos monjes —que absurdamente se afanan en el «no-hacer›› como si fuera su contrario— se burla el solitario Han Shan, pues el «cuerpo de Buda» no está al alcance de la reflexión. Ya en la vejez, su mente oscila entre el temor a la muerte y la alegría de la unión con la naturaleza salvaje.
Sin limitarse a hacer una interpretación idílica del camino escogido por el poeta ermitaño, Catherine François emplea un lenguaje desnudo para imaginar y transmitir la agudeza de sus sensaciones e inquietudes, la penetración de sus convicciones extremas, una impresión de belleza luminosa nada complaciente. El libro dibuja un recorrido en cierto modo circular: desde la leyenda arcaica nacida en tiempos de Confucio a la sombra del Taishan, el Monte Soberano, hasta la descripción del retiro agreste de Han Shan en el macizo del Tiantai, donde se halla la Montaña Fría, han transcurrido doce siglos.
La progresión del estilo narrativo culmina en una prosa que vuelve a ser despojada, pero difiere del tono arcaizante inicial y adquiere talante contemporáneo. Catherine François ha llevado a cabo un logro mayor: la identificación —mímesis en su sentido original— con un pasado que la China actual apenas reconoce, su traslado a la actualidad sin traicionarlo, haciéndolo confluir con otras tradiciones literarias de Occidente (la descripción romántica de la pobreza o el despojamiento enajenado de la narrativa del absurdo). Su lealtad de humilde copista —a imitación del historiador Sima Qian— se convierte así en experimentación rebelde —a imitación del héroe taoísta Xi Kang o de Han Shan, el budista esquivo—. El libro termina con una declaración puesta en boca de este último tan lúcida como inquietante: «Quizá haya llegado el día en que el maestro no tenga nada que enseñar ni quede nadie a quien instruir».
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