El 5 de junio se celebró el Día Mundial del Medio Ambiente y, desde hace años, el sello PEFC (la asociación más importante del mundo para la sostenibilidad forestal) realiza un hermoso acto en la Feria del Libro de Madrid reivindicando el libro en papel como el objeto más antiguo y el menos contaminante de los que el hombre ha inventado.
El libro elegido este año para su lectura pública ha sido El diamante de Moonfleet, pues, en palabras de los organizadores, “sus descripciones de los paisajes del sur de Inglaterra con sus recortadas costas, el mar embravecido, los acantilados siniestros o las canteras milenarias, componen una reivindicación hermosísima de la naturaleza como parte indisoluble de la memoria del hombre y de la literatura”.
Para esta lectura, Zenda Aventuras contó con la inestimable participación de distintos autores que esa tarde casi mágica nos prestaron su voz y su compañía. A todos ellos queremos reiterar nuestro sincero agradecimiento: a Paloma González Rubio por su ternura, su talento y su mirada sabia de mar; a Alfredo Gómez Cerdá por su experiencia de escritor valiente y generoso, a Rosa Huertas por su hermosa voz capaz de transportarnos, como un hada madrina, a cualquier lugar de los libros; a Javier Santamarta por su humor inteligente y tierno del País de Nunca Jamás y a Jesús Fernández Úbeda por sus poemas como cócteles trasnochados y agitados (no mezclados) con gotas de Quevedo, aromas de José Alfredo y un buen puñado de rock and roll.
Aquí presentamos los trece fragmentos casi perfectos de esta novela donde la naturaleza, como un personaje más, irrumpe con poderío en la descripción, transformando la lectura en una ventana abierta a los vientos, las tempestades, las minas húmedas, misteriosas como heridas en el suelo, de Purbeck y el crujir de los guijarros a las orillas de las playas de Moonfleet.
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La aldea de Moonfleet está situada a ochocientos metros del mar, en el lado derecho o margen occidental, de un arroyo del Fleet. Cuando este pequeño curso de agua pasa por entre las casas es muy angosto, y yo sé de un saltarín ágil que lo ha cruzado de un solo brinco sin la ayuda de una pértiga. Luego, pero, el riachuelo se ensancha y se desparrama en las marismas que hay más abajo del pueblo, hasta que por fin desemboca en un lago de agua salobre. Esta extensión de agua conforma uno de esos lugares que en las Indias denominan laguna y no tiene ninguna utilidad salvo como refugio de aves marinas, garzas y ostras. La laguna está cercada por una playa enorme y monstruosa, un dique de guijarros que la separa de los mares abiertos del Canal de la Mancha, más tarde hablaré extensamente de ella. Cuando yo era un niño creía que el pueblo se llamaba Moonfleet porque durante las noches serenas, ya fueran de verano o de invierno helado, la luna brillaba de modo deslumbrante sobre la laguna (2). Sin embargo, más tarde supe que el nombre era una contracción de Mohune-Fleet, debía su origen a los Mohunes, una familia de gran relevancia que antiguamente había sido la propietaria de todas esas tierras.
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Nuestro pueblo está situado cerca del centro de la Bahía de Moonfleet, una gran ensenada de 25 kilómetros de largo, también una trampa mortal para los marineros que pretenden atravesar el Canal de la Mancha cuando la galerna sopla desde el suroeste. Pues si el viento sopla con fuerza del Sur y el barco no consigue doblar el Snout (península estrecha que constituye el extremo meridional de la isla de Portland, en Dorset) lo más seguro es que acabe encallando. Más de un buen navío, incapaz de sobrepasar este cabo, se ha pasado el día a la deriva, dando tumbos de un lado a otro de la bahía, sin poder alcanzar la costa hasta el anochecer. Y por si esto fuera poco, una vez en la playa el mar se muestra muy poco compasivo con él; en esa zona el agua es profunda, las olas se enroscan y alcanzan una gran altura, y llevan una carga de guijarros tan pesada que no hay quilla capaz de soportar su golpe. Entonces los pobres diablos que hay a bordo tratan de ponerse a salvo saltando a tierra, pero la resaca que provoca el oleaje al retirarse resulta letal; aprisiona sus piernas y los succiona, arrastrándolos de nuevo hacia las olas embravecidas. El remolino creado por estos guijarros, suerte de embudo, hace un ruido que se alcanza a oír en muchos kilómetros tierra adentro. Es un rugido que persiste por largo tiempo, incluso después de que viento causante de la galerna haya amainado. En noches serenas se escucha en lugares tan lejanos como Dorchester y, cuando esto sucede, la gente que duerme da vueltas y mas vueltas en la cama, y en medio de su desasosiego agradece a Dios hallarse al abrigo de su hogar y no batallando contra el mar en la playa de Moonfleet.
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Con la marea de primavera y el mar saltando limpiamente sobre la enorme playa exterior de guijarros, algo que no había sucedido en cincuenta años, en la laguna se acumuló tal cantidad de agua que los márgenes se desbordaron e inundaron las marismas llegando hasta la parte baja de la calle del pueblo. Al romper el alba, tanto el cementerio como la Iglesia estaban anegados pese a hallarse en un promontorio algo elevado, la Iglesia surgía del agua como si fuera una pequeña isla erguida.
El agua también llegó a la taberna y hasta cruzó el umbral de su puerta. Elzevir Block, el tabernero, sin embargo no se movió un milímetro; según dijo le daba absolutamente igual que el mar se lo llevara por delante. Fue una incertidumbre que duró nueve horas, tras las cuales el viento se aplacó de súbito, las aguas comenzaron a retroceder, el sol brilló y relució, y antes de mediodía la gente pudo salir a la puerta de casa para contemplar la crecida y charlar sobre la tormenta.
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En media nos aproximamos al Cabo de Anvil (en la actual Costa Jurásica. Forma parte del Parque Natural de Durlston, en la isla de Purbeck, a unas dos millas del centro de la ciudad de Swanage). Habíamos llegado a la tierra de las canteras de mármol.
Yo lo ignoraba casi todo sobre estas canteras y en aquel momento no estaba en la mejor posición como para poder fijarme mucho en lo que había a mi alrededor. Pero más tarde sí que aprendí mucho sobre ellas. De estas pedreras sale el mármol negro de Purbeck que vemos en las iglesias antiguas de nuestra región, me han dicho que también en las de otras partes de Inglaterra. Para hacer una cantera de mármol primero se debe excavar un túnel oblicuo y muy profundo dentro de la tierra, es como si fuera un pozo sesgado y debe alcanzar una profundidad de 15, 21, a veces de hasta 100 metros. A partir de este primer túnel se abren entonces una serie de estrechos pasajes, o túneles mas pequeños, en los que se extrae el mármol. Son pasajes que se extienden en radial y suelen tener techos de unos 1’80 metros aunque también mucho más bajos, algunos no sobrepasan los 90 o 120 centímetros. Estas canteras de mármol tienen siglos de antigüedad, hay quien dice que fueron construidas por los mismísimos romanos. En cualquier caso, aunque en otras zonas de Purbeck aun queden algunas en funcionamiento, las que se hallan detrás del Cabo de Anvil llevan muchos años en desuso, tantos que su memoria se pierde en la noche de los tiempos.
Página 189
Habíamos dejado atrás los sembrados y muros bajos cercanos a los pueblos. El terreno estaba de nuevo cubierto por una hierba espesa que recién comenzaba a verdear y relucir gracias a la primavera. Pese a la gruesa capa de musgo el suelo no era blando sino duro y lleno de irregularidades pues por debajo estaba lleno de piedras rotas y fragmentos de mármol extraído de las canteras largo tiempo atrás. En su mayoría habían quedado cubiertos por un manto verde aunque aquí y allí asomaban parches de cascotes rotos coronando pequeñas pilas. Había muchos muros y gabletes derruidos, restos de las cabañas de los antiguos trabajadores de la cantera. Algunas ondulaciones, también cubiertas de musgo, indicaban el lugar de viejos corrales y jardines. Y de vez en cuando aparecía algún frutal asilvestrado, un grosellero, un ciruelo o un manzano con las ramas totalmente deformadas, vueltas hacia el Este, debido a los fuertes vientos que soplan desde el Canal de la Mancha.
Páginas 189-190
Las viejas canteras también tenían sus bocas forradas de musgo, se descendía a su interior por unos escalones estrechos excavados en la roca. Un tobogán de esteatita (29) discurría paralelo a estos escalones, muchos años atrás había servido para que subieran los bloques de mármol a la superficie mediante tornos elevadores de madera. Pero todo esto era cosa del pasado, hacía ya tiempo que nadie osaba poner los pies en aquel camino de bajada, la gente decía que emanaban gases venenosos del fondo de la mina.
[…]
El sol había bajado mucho y la luz ponía de relieve las pequeñas irregularidades del terreno forrado de verde. La vegetación había traspasado también la misma boca de la mina, el musgo se aferraba a todas las grietas y fisuras de los escalones, y el tobogán del costado verdeaba, pletórico de helechos. Los helechos también amortajaban las paredes del pozo y en los escalones crecían por doquier vigorosos zarzales. Toda esta maraña de vegetación continuaba pozo abajo hasta perderse en la sombría oscuridad que flotaba en el fondo de aquella sima.
Páginas 196-197
Esta cornisa sobre el mar no resultaba inusual o extraordinaria. La cueva estaba excavada directamente en las laderas de ese acantilado ferruginoso que existe entre el Cabo de San Alban y Swanage. Los acantilados de esta parte no son como los del otro lado del Head, tienen menos altura que los de Hoar Head y paredes diferentes; aquellas son de piedra caliza y éstas, en cambio, superficies compactas de roca sólida. Son muros que sólo emergen unos 30 o 40 metros por encima del agua pero, en cambio, tienen una parte sumergida que puede alcanzar una gran longitud, con lo cual la totalidad del acantilado llegar fácilmente a los 90 metros. Es una costa engañosa que se presta a un mal cálculo; en días de niebla muy espesa o noches especialmente tenebrosas, más de un buen navío se ha estrellado de pleno contra estas murallas inhóspitas. El barco se ha ido a pique y su tripulación en pleno ha perecido sin que en las cercanías hubiera un alma para escuchar sus gritos de auxilio.
Cierto que estos acantilados tienen un aspecto tan duro como impenetrable, pero el eterno choque de las olas los ha erosionado creando unas cavernas en su parte más baja. Basta una pequeña agitación del oleaje para que se oiga un retumbar apagado y distante procedente de estas profundidades. Y cuando el viento sopla con fuerza, las olas golpean su interior con tanta potencia que toda la pared de roca sólida se estremece y retumba con el fragor de un trueno.
Página 200
Un viento fuerte del sudoeste había estado soplando durante toda la mañana y, después, aumentó en violencia hasta convertirse en borrasca.[…]
Me senté con la espalda apoyada en la roca, de tal manera que podía ver todo el Canal de la Mancha al tiempo que quedaba a resguardo de las fuertes ráfagas de viento. Las nubes cubrían el cielo, el enorme muro gris del acantilado estaba salpicado de manchas color naranja tostado y en su parte baja las algas dibujaban una línea más oscura, parecida a la traca (32) de un barco; la marea apenas si comenzaba a subir. Había una bruma, medio niebla medio calima, que flotaba viento en popa, tras su velo yo veía las olas ribeteadas de espuma blanca encaramándose sobre el Cabo Peveril. Y en las paredes del acantilado las aves marinas se apretujaban en cornisas y salientes, formando líneas blancas como la nieve, y allí se quedaban quietas y acurrucadas; se sabían al dedillo las diabluras que les preparaban los elementos.
Era una visión melancólica, y me llenó el corazón de pesadumbre. Al ponerse el sol el viento cambió de rumbo, soplando unos dos grados más en dirección Sur. Entonces el oleaje rompió más de lleno en el acantilado, y las nubes de espuma que levantaba volaron tan alto que alcanzaron la cornisa y me obligaron a regresar al interior de la cueva. La noche cayó antes de lo acostumbrado, muy pronto me encontré tumbado en mi lecho de paja, sumido en las mas completa oscuridad. La dirección del viento había seguido virando más hacia el Sur, las ráfagas aullaban en la entrada de la cueva, bajo mis pies las cavernas mugían y retumbaban. De vez en cuando una ola gigantesca colisionaba contra la pared del acantilado y el choque era tan violento que toda la cueva temblaba, y luego, un segundo mas tarde, se desplomaba y su impacto levantaba grandes chorros de agua que salpicaban la cornisa en la que yo había estado sentado un rato antes.
Página 238
Al fin arribamos a ese extraño desfiladero que la gente llama las Puertas de Purbeck. Se trata de un camino natural hendido en la parte más elevada de la colina, a un lado y a otro lo lo delimitan unos muros tan bien cincelados que parecen haber sido cortados por la mano del hombre. Esta es una región muy solitaria y los viajeros que han utilizado esta ruta a lo largo del tiempo han sido pocos; algunos campesinos y marineros, soldados y recaudadores de impuestos. Supongo que hace siglos no pasa ningún carro por el camino, aún así la roca caliza conserva unos surcos anchos y profundos; parecen huellas hechas por carros de gigantes de otros tiempos.
Debían ser las tres cuando llegué a Culliford Tree, un gran montículo cubierto de musgo que señala la antigua tumba de algún guerrero importante. Me senté un rato a descansar en su cima, ahí hay un pequeño bosque cuyos árboles se perfilan contra el cielo. No me quedé mucho rato, pero, pues cuando miré hacia atrás, en dirección a Purbeck, vi que apuntaba el alba tras el cabo de San Alban; su luz tenue comenzaba ya a dibujarse sobre la línea que separa el mar del cielo. Retomé mi camino y apreté el paso, aun me faltaban por cubrir diez millas me camino.
[…]
Mi viaje siguió, y pronto tuve indicios de que me acercaba a lugares habitados; más en concreto, vi un rebaño de corderos comiendo rábanos en un barbecho de verano. Para entonces el sol ya estaba bastante alto, irradiaba una luz de color sonrosado, tanto corderos como tubérculos eran siluetas blancas dibujadas contra la tierra de color castaño. Más no vi señal de su pastor, ni tan siquiera del perro y, como a las siete de la tarde, llegué, sano y salvo, a la colina de Weatherbeech que da sobre Moonfleet.
Página 239
A mis pies yacían la vieja mansión y los bosques que la rodeaban. Más allá, aún más abajo, la cinta blanca del camino y las chozas campesinas desparramadas, y aun mas allá la taberna llamada ¿Por qué no? , y el cristalino arroyuelo Fleet y ya luego el mar abierto.
El sol ya calentaba mucho, descendí de la colina sin demorar más, tratando de mantenerme oculto entre las matas de aliaga (34) y clavando los talones en la hierba quemada de color tostado. Pronto llegué al bosque, me dirigí al conocido hoyo desde el que podía ver la casa y me tumbé allí a esperar, medio enterrado entre ruibarbos salvajes y bardanas […]
Todo estaba lleno de vida; los pájaros cantaban y desde mi puesto escuché el llamado del cuco y de la paloma torcaz. En el suelo del bosque se alternaban los pedazos de sombra verde con otros bañados por la luz dorada del sol; los pétalos de los lirios lanzaban destellos blancos, y un trémulo mar azul de hiedra rastrera se desplegaba por todas partes como una gran alfombra. Dieron las diez, apretó más el calor, los pájaros trinaron menos y entonces el zumbido de las abejas devino más perceptible. Y al fin me puse en pie, me sacudí de encima hierbas y hojas, alisé mi sobretodo y enfilé el camino que llevaba hasta la mansión.
Página 327
La niebla era espesa y entre sus brumas, el viento, la lluvia y las salpicaduras de las olas, resultaba muy difícil ver nada con claridad. Sin embargo, en un momento en que se abrieron unos cuantos jirones de niebla alcancé a divisar una franja blanca, como un fleco o una cenefa, en el mar. Yo miraba hacia popa, pero luego dirigí mis ojos más allá de la proa y vi la misma línea blanca, y luego miré a estribor y a continuación a babor, y siempre la misma franja blanca. […]
-Estamos en una costa de sotavento- había gritado Elzevir. Dirigí la mirada a tierra y entendí lo que significaban aquellas cenefas blancas sobre el mar, en medio hora nos hallaríamos sobre la cresta de una ola rompiente que nos arrastraría y estrellaría contra la costa. Torbellinos de viento, olas y mar. Torbellinos, también, de ideas y pensamientos, y desatadas conjeturas. ¿Qué tierra sería esa hacia la cual nos llevaba la deriva? ¿Sería un acantilado, con aguas profundas y una pared inexpugnable de hierro? ¿Uno de esos muros contra los cuales cualquier barco, por bueno que sea, queda reducido a fragmentos? ¿Dónde la muerte llega con el retumbar del trueno? ¿O sería una extensión de arena, el lecho en que los barcos encallan para luego sufrir el embate de las olas que aúllan y se desploman sobre él, una tras otra, tonelada tras tonelada, hasta que queda hecho trizas y todo termina para siempre?.
Página 332
Había caído la noche, una noche de Noviembre muy oscura, lo único que alcanzábamos a adivinar era la franja blanca del rompiente en la playa y, conforme nos fuimos aproximando, se hizo más y mas visible. El viento soplaba con una fiereza inaudita, el oleaje se estrellaba en la costa con gran violencia. Se extinguió la luz; el color de las olas, hasta entonces amarillento y dorado, devino más oscuro. Rodaban y nos perseguían, elevándose detrás de nosotros, enormes montañas negras coronadas por unas crestas blancas dispuestas a aplastarnos en cualquier momento. Dos veces nos cayeron directamente encima, dejándonos cubiertos de agua helada hasta la cintura, aún así continuamos agarrados al timón y sosteniendo el rumbo. Nos iba la vida en ello.
La franja blanca del rompiente estaba ya muy cerca. Por encima de la furia del viento y el mar alcancé a escuchar el terrible rugido de la base del oleaje arrastrando y removiendo los guijarros en la playa.
Casi llegábamos ya al rompiente y sus torbellinos de espuma. Las olas, cada vez más altas y encrespadas, nos acosaban y perseguían, una tras otra. Frente a nosotros apareció un leve resplandor pálido que se expandió en el aire, los de la playa estaban haciendo fogatas con llamas azules para guiarnos.
A medida que nos acercábamos a la costa el ruido se volvió más y más ensordecedor, era un estruendo en el que se mezclaban el viento que aullaba en la arboladura del banco, el rugido del mar revuelto; y, lo peor de todo, el espantoso crujido de la resaca cuando al retirarse la ola succionaba los guijarros de la playa.
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Grace y yo jamás salimos de nuestro bienaventurado Moonfleet. Somos felices con lo que tenemos. Paseamos de noche por las marismas y vemos el alba teñir de oro la larga silueta del acantilado; contemplamos el verde que viste las hayas cuando llega la primavera y esperamos que maduren los higos en la higuera del muro que hay al sur de la casa. A nuestros pies se extiende, como un telón, el mar eterno, es siempre el mismo y es siempre otro. Cuando más me gusta es cuando enloquece y se pone bravío durante las tormentas de otoño, entonces los guijarros se revuelven y arrastran en la playa; rugen y lanzan quejidos como un enorme órgano que tocara música durante toda la noche.
Los autores:
Jesús Fernández Úbeda, periodista en Libertad Digital y Zendalibros.com y autor de un poemario titulado Aterrizaje forzoso.
Javier Santamarta, periodista y escritor, acaba de publicar Siempre estuvieron ellas, un libro a modo de galería histórica de mujeres memorables de la Historia de España.
Paloma González Rubio, novelista. Ganadora del XIX Premio de Literatura Juvenil Alandar 2019 del Grupo Edelvives.
Alfredo Gómez Cerdá, novelista. Ganador del XVI Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil 2019 por su novela Ninfa rota.
Rosa Huertas, novelista. Con su primera novela, Mala luna, obtuvo el Premio Hache de Literatura Juvenil 2011, del Grupo Edelvives. Acaba de publicar su primera novela fuera del ámbito juvenil, Mujeres que leían, en la editorial Sílex, un homenaje a todas las madres.
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