Casi al mismo tiempo han llegado a las librerías dos novelas que pueden ser consideradas clásicas dentro del western, y fuera del género también. Ambas con versión cinematográfica, su fama se debe más a la gran pantalla que a su formato original. Siempre que eso ocurre se cae en una suerte de injustcia, ya que las películas han tenido más difusión que las narraciones. Y en estos dos casos ese eclipse de la literatura duele más porque, tanto en Johnny Guitar como en Los que no perdonan, películas y novelas difieren en puntos fundamentales para hacer una u otra lectura. Así, se puede concluir que los originales, esto es, los libros, dan una visión feminista que el cine oculta.
Roy Chanslor escribió Johnny Guitar en 1953. Joan Crawford, que ya era una estrella de Hollywood, se enamoró de la historia y se empeñó en protagonizar la versión fílmica. Ahí comenzó el mito, un mito desproporcionado, que consiguió esconder el auténtico bosque con unos cuantos árboles en technicolor y cuatro diálogos tan cursis como ridículos. Y eso es lo que ha trascendido de Johnny Guitar, un libro que bajo su aparente sencillez exhibe una rica paleta de distintas y complejas psicologías.
Para empezar, la Crawford tenía 50 años, muy bien llevados, eso sí, para encarnar a una joven como la Vienna que había imaginado Chanslor. El guion se inspiró de una manera muy laxa en la narración original y lo que salió por las pantallas, por obra y gracia de Nicholas Ray, fue otra cosa. Algo así como una historia de amor de maduros inmaduros. Fue la técnica cinematográfica de un director poco familiarizado con el western (solo rodó otro más, La verdadera historia de Jesse James y 55 días en Pekín, que se puede considerar una variación sobre el género) lo que consiguió que una revisión mediocre alcanzase más notoriedad que el original.
La novela guarda unos matices que el filme no puede ofrecer al modificar tanto la idea primigenia. Por ejemplo, la figura de la antagonista, Emma Small, refleja todos los rasgos de una mujer maltratada que ha sabido superar ese estadio e imponerse a su vil consorte a base de odio y rencor. El enfrentamiento con Vienna nada tiene que ver con los celos casi adolescentes que son el motor de la acción en el celuloide. No, la Emma Small verdadera es una mujer fuerte que ha evolucionado desde la inocente recién casada, vejada sexualmente en la misma noche de bodas, hasta la líder de un pelotón de linchamiento. Inflamada por el odio y por un puritanismo perverso, rechaza todo lo que representa, o cree que representa, su oponente. Tenaz, violenta e intransigente es incapaz de soltar a la presa que ha elegido para redimir su amargura y realizar su venganza cuando asesinan a su despreciado marido. En ese sentido Emma Small simboliza la liberación femenina mediante la furia. Es, por decirlo de algún modo, una feminista en negativo. En cualquier caso, un gran personaje que destaca sobre todos los demás.
Aunque Emma Small brille con su oscuro atractivo, la novela relata una conquista amorosa en la que en un punto impreciso se invierten los papeles, y la reticente y joven Vienna, refractaria al amor, comprende que ese misterioso tipo de la guitarra en bandolera no pretende aprovecharse de ella, mientras que el jugador profesional Johnny Guitar vuelve a ser Johnny Pogue, el hombre desinteresado que ha sufrido prisión por la traición de una mujer, y lo apuesta todo otra vez, demostrando que el amor verdadero existe y puede transformar a las personas. El desarrollo de esta conquista está jalonado de episodios violentos, como el ahorcamiento de los empleados de Vienna por parte de los «justicieros» capitaneados por la Small. Pero también suceden escenas de un delicioso costumbrismo, como el viaje en la diligencia donde coinciden los dos protagonistas, el rijoso consorte de Emma, la señorita Latham, regordeta, afable y soñadora que admira en secreto a Vienna, joven independiente y desinhibida, y la señora Bowers, oronda, desabrida y soberbia, que ha condenado al infierno de la depravación por prejuicios a la chica. Una diferencia más y pasamos a otro paisaje. Los forajidos de Ray son románticos y buenos chicos llevados por malos caminos; los de Chanslor son peligrosos ladrones, asesinos, despiadados y traicioneros.
Los escenarios de Los que no perdonan se visten, o se desvisten mejor dicho, con otros colores, pues son las vastas praderas de la frontera de Texas donde pastan miles de reses en estado semisalvaje, que son el medio de vida de ganaderos esforzados, como los Zachary, una familia que espera año tras año que éste sea el que les saque de la subsistencia y les haga un poco ricos. Parece que eso se va a cumplir durante la temporada que se describe. Alan Le May, autor también de la inolvidable Centauros del desierto (en la misma colección Frontera de Los que no perdonan de la Editorial Valdemar), pone toda su destreza narrativa para impartir una serie de lecciones magistrales sobre lo que era gestionar un rancho abierto. Diversos fogonazos documentales insertados hábilmente en la trama nos informan de las difíciles condiciones a la hora de reunir las reses dispersas por territorios demasiado extensos, del agotador trabajo del marcado y después el largo traslado de la manada hasta las terminales ferroviarias. Sabemos, gracias a Le May, que el longhorn no era una raza especialmente suculenta, pero era la única capacitada para resistir las prolongadas y lentas marchas y sabemos además que cada vaquero de la partida tenía que disponer de, por lo menos, media docena de caballos, porque el intenso esfuerzo los desfondaba.
Sin embargo, Los que no perdonan (1957) trasciende el contenido documental para entrar dentro de los parámetros del western épico. Como en el caso anterior, también el cine se apropió de la historia en 1960 y, aunque la confrontación con el texto no es tan traumática como en Johnny Guitar, lo que se vio en las salas desvirtuaba el mensaje que, creo, quiso transmitir Le May. La arrolladora presencia de Rachel Zachary a lo largo de toda la narración se convirtió en el filme en un papel casi secundario. Había que preservar el protagonismo al galán de turno, ésta vez a un solvente Burt Lancaster, así que John Huston, el director, le otorgó una preponderancia heroica que diluía el estrellato de Audrey Hepburn en su magistral interpretación de la pequeña de los Zachary.
A Alan Le May le interesaba más hacer el retrato de esa chica de diecisiete años que va a madurar de una forma brutal en poco tiempo, y de paso entonar un canto a la familia, pero a la familia de verdad, a la familia del amor y de la entrega. Una familia que tiene poco que ver con la consanguinidad y todo con los demás valores positivos de esa organización humana.
Cuando Abe Kelsey aparece como una sombra funesta del pasado, el universo de certezas de la joven empieza a resquebrajarse. Kelsey conoce secretos de los Zachary por los que han tenido que abandonar otras tierras. Hay mucho odio en ese vagabundo de dudosa reputación, un odio venenoso que nace de un malentendido enquistado en un alma turbia. El secreto de los Zachary es que la única hermana no es blanca. Solo ella lo ignora porque todos, desde que el patriarca la incluyó en el seno de su familia, se volcaron en su protección y en hacerla sentir uno de ellos. Pero la insidia de Kelsey hace aparecer a los que no perdonan. Él es el primero, y cuando los otros colonos señalen a los Zachary como amigos de los indios, la guerra contra la intransigencia ha estallado. Porque Rachel es una india que ha crecido como blanca, provocando el dilema que confunde a una joven hasta entonces segura de su lugar en el mundo. Un dilema que amenaza con desequilibrar su felicidad cuando los kiowas quieren recuperarla para integrarla en la tribu como si fuera una propiedad perdida hace tiempo y vuelta a encontrar.
A partir de entonces el relato adquiere una cadencia endiablada, y en un final dilatado durante varios capítulos Alan Le May nos brinda una apoteosis épica donde el héroe no es el hermano mayor de la saga, como en el filme, sino tres personajes a cual más indefensos. El largo asedio de los kiowas a la casa excavada en la colina a orillas del Dancing Bird lo soportan la madre, Mathilda, capaz de dar la vida en una lenta agonía durante los asaltos; Andy, el menor de los varones, con solo un año más que su hermana y malherido, y Rachel, la auténtica protagonista de la dramática y sangrienta resistencia y que resurgirá transformada habiendo demostrado que su apellido no es un mero préstamo.
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Autor: Roy Chanslor. Título: Johnny Guitar. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Amazon
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Autor: Alan Le May. Título: Los que no perdonan. Editorial: Valdemar. Venta: Amazon
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