En una ciudad ni pequeña ni grande que llamaremos Talencia, capital de una provincia que llamaremos Babierna, vivía un muchacho de nombre Francisco. Paquito —así lo llamaban su familia y amigos— acababa de comunicar a sus padres que no asistiría nunca más a fiestas familiares. Ni siquiera a bodas, ni a cumpleaños, ni a comidas navideñas. A partir de aquel día, cuando se reuniera la familia se encerraría en su cuarto. No debían preocuparse por él, no pensaba molestarles, pero ni en sueños pensaran volver a verle. Toda aquella hipocresía de quererse, reírse, celebrar… le atacaba el sistema nervioso. ¿Por qué debía él mostrar algún tipo de afecto cuando no lo sentía? Todo le parecía falso, artificial, impostado. Podían darse por contentos con que hubiera asistido hasta entonces.
Paquito, en cambio, exultaba frente a su ordenador: su siguiente jugada nadie la esperaba, y gracias a ella terminaría de librarse del yugo familiar. Seguro que después de lo que iba a perpetrar nadie volvería a dirigirle la palabra.
Había leído El misántropo de Molière y Los demonios de Dostoievski. Del francés solo le gustaba de verdad aquella obra, el resto de sus comedias le parecían ligeras, prescindibles. Pero Alcestes, protagonista de El misántropo, lo representaba por completo: un hombre que quería alejarse de la sociedad, dispuesto a no soportar sus mentiras. No obstante, para completar el autorretrato de sí mismo necesitaba a Nikolai Stavroguin, el personaje principal de Los demonios, un aristócrata que decide perpetrar atentados porque odia tanto a la sociedad que necesita destruirla. ¡Justo lo que le sucedía a él! Porque, en efecto, él no solo sentía rechazo, sino también resentimiento, ira, odio. Comprendía que muchos que vieran lo mismo que él se resignaran y decidieran no actuar, aceptar la mentira, la sonrisa falsa, el amor impostado… Pero él no tenía por qué. Además, si no lo hacía, si pasaba a la acción, era muy probable que otros se identificaran con él y lo siguieran. Al pensar de este modo sintió un escalofrío de placer: ser útil a otros, ayudarles a encontrar su verdad, inspirar su violencia, su impulso de destruir todo aquello que no podían tolerar: todas las mentiras que constituían los cimientos de la sociedad talentina, y también de la babiernesa, y de todas las sociedades… Porque hoy internet no conocía límites. Uno podía recitar sus versos y ser escuchado en los cinco continentes. Uno podía ser un aedo, como Homero, y cantar a la guerra, en vez de contra los troyanos contra las autoridades de Talencia, empezando por el Regidor, tan amigo de su padre…
Talencia era una singularidad histórica: no tenía alcalde, ni presidente de la diputación provincial, sino que ambas figuras se fusionaban en una sola, que gobernaba tanto la ciudad como la provincia: el Regidor. Pues bien, como iba contando, el Regidor, perteneciente al Partido Progresista del Pueblo, era íntimo de su padre desde la universidad, donde estudiaron juntos. Él sabía muchas cosas de ambos, que había oído en casa…
No paraba de sonreír frente a su ordenador, en el silencio de la casa vacía. Ahora, sus abuelos, padres, hermanos, tíos y primos estarían en el asador, hincando el cuchillo a un pobre cordero lechal asesinado sin piedad, atiborrándose de patatas a la babiernesa mientras él gozaba solo frente al ordenador, creando las cuentas de “Pakito Stavroguin” en las principales redes sociales. Hasta aquel día apenas había publicado con su nombre verdadero. No encontraba aliciente alguno, no había logrado expresar su descontento, que ahora estallaba como una mina antipersonas, o como una granada de mano. ¡Sí, a partir de hoy publicaría a diario…!
Empezaría contando lo de su padre con el Excelentísimo Señor Regidor. Eso forzaría que lo echaran de casa, y él, como la víctima que en verdad era y había sido siempre, se marcharía a vivir con Nika a la obra abandonada. Ella se lo había ofrecido más de una vez y él se había mostrado tímido. Sobre todo cuando le dijo que en su cuarto —así llamaba al espacio que ocupaba su colchoneta sobre el hormigón— habían puesto un enchufe donde podría cargar el portátil. Se trataba de un empalme a la red eléctrica que le había puesto un colega, para que no pasara frío en invierno ni calor en verano.
Cuando pensaba en su nueva vida, Pakito sentía júbilo y miedo. Se veía con Nika en aquel lugar sin comodidades y, acto seguido, se dibujaba en su imaginación la foto del niño vestido de blanco impoluto, el día que ganó el campeonato de croquet. Pero debía crecer, debía dejar de negarse a sí mismo y seguir sus impulsos, lo que le dictaba su conciencia: romper, marcharse, destruir. Todo lo que fuera necesario para alcanzar la paz, la sinceridad, el bienestar consigo mismo. Hacía tiempo que el mal de la mentira lo aquejaba, no le dejaba dormir. A veces lo peor era que ni siquiera deseaba estar con Nika. Ella se parecía a él, lo alentaba, pero eso de tumbarse en el colchón y abrazarla le producía escalofríos. ¿No era otra de tantos seres humanos, no sería en el fondo tan falsa como el resto…? Él lo que quería de verdad era llamar a la acción, cantar poemas, ser el Homero de Talencia, recitar a los héroes, tocar los clarines del ciberespacio.
Primero contaría lo de su padre con el Regidor; pero eso era solo el comienzo: la esfera familiar, tan provinciana, tan nimia, tan ridícula… El mundo estaba lleno de poderosos como ellos a los que había que destruir. ¿Quién podía denegarle su derecho a componer poemas y escribir en ellos lo que le viniera en gana?
Ahora, los cerditos de sus primos apurarían tarteras de cuajo babiernés con membrillo, con sus camisas de domingo bien planchadas. Su padre y sus tíos fumarían puros habanos. Y él continuaba solo, disfrutando de la casa en silencio. La luz de la pantalla del ordenador le iluminaba la cara.
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