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Palabra de judío, de Martí Gironell

Palabra de judío, de Martí Gironell

Palabra de judío, del periodista y escritor Martí Gironell, es la continuación de su libro El puente de los judíos, un viaje a un momento de nuestra historia que nos permite entender mejor nuestro presente. 

Este relato, que nos zambulle de lleno en la cotidianidad y las costumbres de la época, consigue hacernos ser testigos de primera mano de cómo se vivía, se sufría, se amaba, se odiaba, se construía o se moría en ciudades como Besalú, Barcelona y Girona, lugares donde por entonces residían diversas comunidades manteniendo sus propias normas y tradiciones, a la vez que afloraban los conflictos.

La novela publicada por Planeta está a la venta a partir del martes 25 de agosto. Zenda reproduce las primeras páginas de este libro.

CAPÍTULO 1

Como si se tratara de un hormiguero, los obreros se repartían arriba y abajo, en los andamios, y a lo largo del lecho del río. Tres grupos de albañiles, entre los que había algunos frailes del monasterio, preparaban morteros de cal con gran rapidez mientras Guerau Subirós dirigía las operaciones sin quitarles los ojos de encima. Medio encorvado a causa de las horas que se había pasado de pie en las obras, llevaba un jubón de color azul oscuro que le quedaba grande y que se ceñía con un cinturón por debajo de la barriga. Las botas, como las caras que mostraban la mayoría de los hombres, estaban cubiertas por la fina capa de polvo blanco que se desprendía de las obras. Ahora les pedía que se concentraran en reforzar el encofrado de las arcadas con argamasa.

A pie de obra, Pere Baró hablaba con un grupo de hombres que cincelaban unas piedras.

—Para que adquiera la forma adecuada y encaje como debe hacerlo en el encofrado, tenéis que fijaros siempre en la piedra a la que apoya. —Y el maestro de obras acompañaba las indicaciones señalando el sillar en cuestión—. Debe ajustarse al milímetro. Es una tarea de precisión. Debe ensamblarse, debe encajar, y, si es necesario rebajar la base para que se acople, no tengáis miedo, ¡hacedlo! Debe cuadrar con la base, ¿me entendéis?

Cuando no supervisaba las obras en los propios cimientos o en lo alto de un andamio, Baró seguía los trabajos de los operarios desde debajo de un toldo, un trozo de tela instalado a unos metros del agua donde se levantaba el puente. Desde allí tenía la perspectiva necesaria de la obra mientras iba contrastándola con los planos, extendidos encima de una mesa, que no dejaba de consultar en ningún momento. El capataz, Guerau Subirós, repartía su atención entre las líneas proyectadas y trazadas con precisión sobre el papel y la atenta mirada que dispensaba a los sufridos obreros. El capataz de la obra se acercó hasta esa especie de porche improvisado en la orilla del río para echar un trago de agua fresca de uno de los cántaros.

Las obras habían empezado después de las fiestas de Navidad, durante la primera semana del nuevo año del Señor de 1337. Había muy poco personal especializado, y el número de braceros y jornaleros era más bien pobre. La mano de obra cualificada era escasa: media docena de picapedreros en la cantera de Juïnyà, no muy lejos de Besalú, y unos oficiales con gavetas y paletines en lo alto del andamiaje que habían erigido sobre el viejo puente de
Besalú. La última crecida del Fluvià se lo había llevado por delante y ahora no solo lo reconstruirían, sino que, a las órdenes de Pere Baró, lo harían más grande, más alto y más fuerte. Besalú se lo merecía.

A pesar de su poca profesionalidad, todos aquellos hombres eran muy receptivos a los mandatos del maestro Pere
Baró y estaban bastante bien organizados. Al cabo de unos días encaramados en los andamios ya se veían unos agujeros en las paredes, los mechinales, que servían para colocar los tablones que sostenían el andamiaje. Lo elevaban a medida que el pilar crecía. Cuando ya lo habían levantado, le daban forma de falso arco, montaban la cintra de madera y la llenaban de argamasa. Se construía sobre los pilares del río, una técnica que, según oyó explicar a uno de los oficiales, pretendía garantizar la estabilidad de la obra. Aquella era la consigna que Baró les había inculcado. Y a pesar de las condiciones precarias, tanto de material como de personal, las obras seguían su curso a buen ritmo.

En cada uno de los andamios de los pilares del puente había una veintena de hombres que trabajaban a las órdenes de cuatro oficiales supervisados por Guerau Subirós, el capataz. Los repartía por toda la obra. Unos se situaban sobre el andamio y reforzaban la parte inferior de las arcadas con argamasa y otros transportaban los bloques de travertino que debían colocarse. Aún no se veían las primeras arcadas que, según la idea original, debía tener la primera parte del puente antes de dibujar un ángulo y hacer un giro hacia la derecha para no romper la corriente del agua, tal como las había pensado y diseñado Primo Lombardo. Sin embargo, ya empezaba a intuirse en ellas esa forma tan característica. Entre los trabajadores había monjes, hombres y muchachos del pueblo, tanto judíos como cristianos, que preparaban la argamasa y transportaban los sillares y las dovelas en una carretilla o en brazos.

Kim trabajaba subido a un andamio junto a otros operarios. A lo lejos vio a Abraham Jucef, hijo de Aaró Jucef, el platero, que también trajinaba en los andamios entre oficiales y albañiles. Como todos los hombres de Besalú mayores de dieciséis años, con excepción de los enfermos y los tullidos, Abraham Jucef tenía que contribuir a los trabajos de construcción de aquel puente nuevo que, ensanchando y consolidando la estructura primitiva proyectada por Lombardo y construida hacía más de doscientos años, debía servir de gran puerta de entrada a la villa de Besalú y permitir que la creciente afluencia de mercancías, hombres y animales que llegaban a ella los días
de mercado circulara de manera más ordenada y cómoda. El puente sería un gran avance para la ciudad, además de un símbolo del poder económico y social que tenía y que, por otras comunidades vecinas. Estas veían con envidia cómo Besalú se imponía como núcleo cada vez más poderoso en la comarca.

Besalú crecía. Las dos comunidades que convivían en la villa compartían el mismo objetivo: la prosperidad de la ciudad sería también la de todos sus habitantes, y cristianos y judíos trabajaban juntos para conseguirlo. Por eso, juntos habían emprendido la edificación del puente, primero aportando dinero a las arcas comunes, luego buscando el mejor maestro de obras que pudiera proyectar y dirigir las labores del puente que la ciudad se merecía y ahora colaborando en los trabajos de construcción.

Kim y Abraham se saludaron, pero este último lo hizo con cierta desgana, sin demasiada efusividad.

—¡Muchacho! ¡Pensaba que estarías más contento! ¡Casarse es una buena noticia!

La voz de que el hijo del platero se casaba con Regina, la hija de los Maimó de la carnicería, se había difundido por todos los rincones de la aljama. Cuando había una boda a la vista, todo el mundo hablaba de ella, pero de esta hablaban incluso más. Era un enlace que había necesitado del concurso de un casamentero, de un shadjan, porque la pareja no acababa de aclararse, de modo que los padres decidieron intervenir.

—¡Pues claro que estoy contento! —dijo Abraham arqueando la boca para intentar sonreír—. Lo que pasa es que estoy inquieto. No sé si sabré… —agachó la cabeza avergonzado.

—No te preocupes, Abraham —le animó Kim—. Eso es como estas obras: cuatro instrucciones y el resto sale solo. Escucha lo que te diga el corazón, los consejos que te dé tu padre y el shadjan, y ya está. No debes angustiarte por nada —y le dio una palmada en la espalda para animarle.

—¡Gracias, Kim! —respondió agradecido el futuro novio—. ¿Vendrás a la ceremonia?

—¡Si me invitas no os voy a hacer un feo!

—Entonces, ¡cuenta con ello!

—¿Y cuándo será el día?

—El miércoles de la primera semana de torneos —concretó Abraham—. ¿Sabes que se paran las obras del puente por los torneos en honor al rey?

Kim asintió. La presencia del monarca en Besalú se festejaba de varias maneras. Aparte de los ágapes en palacio, entre las celebraciones populares había torneos y otras demostraciones de habilidades. Se organizaban justas, partidas entre escuderos, lanzamiento de jabalina, de tiro con arco, carreras de caballos y de carros. Actividades muy concurridas porque se permitía tanto la participación de los soldados como de los caballeros errantes, que intentaban lucirse por si les surgía algún trabajo. En total, cuatro semanas en que la villa real detenía su latido habitual y se veía sometida a un ritmo diferente.

—Y, por cierto, ¿podrías decirle a tu bisabuela si querría venir a leernos el cordero? —le pidió Abraham.

—¡Eso está hecho! Se lo diré hoy mismo —le confirmó Kim.

—¡Muchachos!

El grito del jefe de obra interrumpió la conversación.

—¡Basta de cháchara! —los espoleó Subirós—. Bajad del andamio. ¡Aquí, a pie de obra, necesitamos manos! ¡Llega un cargamento de la cantera! —dijo mientras se deslizaban con ligereza por el entarimado.

Entretanto, los oficiales cincelaban las piedras y les daban forma para que cada una de ellas pudiera formar parte del encofrado y los pilares quedasen bien compactos, sin ningún agujero ni fisura. Era muy importante que se respetara la uniformidad de la construcción para que una riada no pudiera desestabilizar la estructura del puente, como ya había ocurrido años atrás. Si algo había aprendido Pere Baró del maestro de Lombardía era que no repetiría los errores que antaño habían hecho tambalear la estabilidad de este y de otros puentes.

Su vida estaba ligada a los puentes. Después de tantos años no se privaba de mantener una tradición que le había acompañado en todas sus obras: marcaba las piedras con unos símbolos y entre los sillares colocaba unas piedrecillas. Era como una superstición que siempre le había funcionado.

Los albañiles trabajaban en diversos puntos de la construcción. Arriba, tres grupos se repartían las tareas. Unos daban forma a la calzada, el camino o la vía que tenía que cruzar el puente y que debía adentrarse hacia Besalú. Otros se encargaban de realizar el apartadero, un espacio amplio en los lados de la estrecha calzada donde podrían apartarse las caballerías y las personas para dejar el paso libre. Aquí, cuando terminaran su trabajo, debería instalarse el primer punto de vigilancia, justo donde empezaba a levantarse la torre fortificada con la puerta levadiza.

Y aún había otro grupo de hombres que hacía una baranda de piedra situada en los lados del puente para que los viandantes pudieran agarrarse a ella. Alineaban unos pequeños sillares, colocados correctamente unos detrás de otros, según les había enseñado el maestro de obras. Eran piedras pequeñas que podía trabajar un solo operario. Las habían partido con un punzón y, luego, escuadrado, aunque todavía no estaban pulidas. Era una tarea minuciosa y precisa que exigía volcar los cinco sentidos, la máxima atención.

Abajo, a los pies de los pilares ya construidos y que, en cierto modo, sostenían el puente, una cuadrilla de albañiles completamente entregados al trabajo construía un contrafuerte, un saliente del muro de los pilares ya levantados y que estaba destinado a reforzar la estructura. A poca distancia, en la base de otra arcada y rodeados también por un intenso repique, unos operarios perfilaban uno de los tres tajamares, un espolón del puente que cortaría la corriente del agua y protegería los tres pilares que quedaban más expuestos a la virulencia y la fuerza de las aguas embravecidas del río Fluvià. En el intradós, la cara interior del arco del puente, había unos operarios sobre un andamio que se encargaban de la imposta, una hilera de sillares sobre los que se asentaría la bóveda una vez retirada la cintra.

Pero esta operación se pospuso para otro día porque al atardecer no había luz suficiente para trabajar. El encargado de la obra ordenó detener las tareas y mandó a todo el mundo a su casa. A todo el mundo menos a Kim, al que llamó mientras el muchacho se lavaba las manos y se pasaba un poco de agua por la cara.

—¡Eh! ¡Kim! —gritó Subirós, que aún seguía encaramado sobre una piedra acabando de supervisar las obras del día—.Hace días que el señor Pere Baró me dice que quiere verte.

—¿A mí? —respondió Kim preocupado. Trabajaba de lo lindo y no había faltado ni un solo día a la obra. ¿Qué debía querer el maestro de obras de él?—. ¿Estáis seguro de que es a mí a quien quiere ver?

—¡Por supuesto! Ha insistido varias veces. El domingo por la mañana pásate por su casa. Te estará esperando.

—Bueno, así lo haré —le aseguró Kim—. Pero ¿sabéis de qué se trata? ¿Tenéis alguna queja de mi comportamiento? —añadió esperando lo peor.

—¡Qué va! Todo lo contrario, puedes estar tranquilo. Creo que el señor Baró quiere darte una pequeña sorpresa. No sufras, pero no le hagas esperar. Es un hombre muy ocupado y deberías sentirte muy honrado de que te dedique un rato de su tiempo.

—Bueno, bueno… No faltaré —añadió Kim mientras se alejaba y enfilaba el camino hacia su casa.

Las últimas palabras del encargado de la obra le habían dejado un poco más tranquilo, pero aún seguía pensando y, sinceramente, no veía que en su comportamiento pudiera haber ningún motivo de queja. Baró era un hombre hermético y solitario que se mantenía siempre alejado de los obreros y solo hablaba con Subirós, a través del cual sus órdenes llegaban a los grupos que trabajaban a pie de obra. A Kim aquel hombre le daba un poco de miedo, si bien también le admiraba por sus conocimientos. Quizás el hecho de que le hubiera mandado llamar sí era un privilegio. Quitándose las preocupaciones de la cabeza, respiró el aire fresco del atardecer y se apresuró a
volver a casa.

Cuando ya no quedaba nadie en la obra, Baró se sentó a orillas del río. Vio el reflejo de la construcción en el agua, como si fuera un boceto en el papel. Solo se intuía lo que podría llegar a ser. Con la mano removía el agua y, como si la hubiera hundido en la cómoda de la memoria, movía los dedos como si fuera en busca de algún recuerdo.

Cuando tenía quince años había visto cómo se derrumbaba el puente que cruzaba cada semana para ir al mercado de Perpignà con su padre y su hermano pequeño. Iban a vender las verduras que cultivaban en el huerto de su casa, en uno de los dos pequeños arrabales de la parroquia de Sant Joan, fuera de las murallas de la gran ciudad. El barrio de Sant Joan era el más antiguo de la villa vieja de Perpignà. Era el barrio de los comerciantes y de los artesanos. Y las calles reflejaban esta actividad: de los Marxants, de la Argenteria, de los Abreuradors, de las
Pelaires Grans, de los Orfebres, del Temple y de la Fusteria, entre otras. Y, para entrar a vender o a comprar, todo el mundo tenía que cruzar el puente. Y no era un puente cualquiera. Ni tampoco era una sencilla pasadera sobre el río Têt. Era un puente de madera noble que no soportó el paso de los años y el trajín diario de centenares de personas. Nunca había imaginado que pudiera ceder.

Recordaba cómo desaparecieron ante sí la multitud de mujeres, hombres, niños y animales que hacía solo unos instantes reían o hablaban, ajenos a la desgracia que se estaba fraguando. Llevados por la desesperación, la incertidumbre y el horror de no poder agarrarse a ninguna parte. Los gritos y los chillidos se mezclaban con los crujidos y los gemidos de las maderas, las vigas y los tablones de una estructura que se tambaleaba y se
descoyuntaba. La baranda no era ninguna garantía de salvación porque se desmontaba y propiciaba que tanto animales como personas resbalaran y cayeran al río.

Los caballos relinchaban, piafaban y se encabritaban. Daban coces al aire y, cuando golpeaban el suelo, los tablones de madera se hacían astillas, y caballo y caballero se precipitaban al agua. Algunos se trababan con los estribos. Otros decidían saltar al agua pensando que salvaban su vida, pero morían ahogados por el peso de la espada o porque les caía un carro encima. Su padre y su hermano iban en el pescante y él estaba sentado detrás, entre cajas y sacos. Saltaron al agua. Pere Baró llegó a la orilla a nado, resoplando, a pesar del agobiante peso
de la ropa mojada y la acumulación de desechos humanos, animales y materiales en que se había convertido el río y que se arracimaban en la orilla, tiñendo de muerte las aguas del río Têt. Temblaba de frío y de miedo. Barrió lo que le rodeaba con la mirada y no consiguió ver las cabezas de su padre ni de su hermano flotando. Se habían ahogado.

Después de aquella desgracia, Pere Baró se prometió que construiría puentes lo bastante sólidos y estables para que nunca más se repitiera lo que tuvieron que padecer él y su familia. Haría puentes de piedra. El que comunicaba Perpignà con el nuevo pequeño barrio de los tintoreros y de las tenerías sería determinante. Aquellos negocios eran una molestia para la población por los malos olores que desprendían, y las autoridades los obligaron a situarse al otro lado del río Têt. A la larga, sin embargo, el barrio había crecido porque en él se habían establecido muchas familias.

En la zona, el trajín aumentaba y se necesitaba mano de obra. Por ello el puente se convirtió en una sólida vía de comunicación hacia el camino de Salses, Narbona y Montpellier, y espoleó aún más la actividad comercial. El flujo seguro y ordenado de personas y mercancías que el puente de piedra facilitó fue la base de la prosperidad económica de la que Perpignà disfrutó durante muchos años, y ahora Besalú se reflejaba en aquel hecho y había conseguido incluso que las dos comunidades de la villa se hubiesen puesto de acuerdo para aunar esfuerzos y afrontar la construcción de un puente similar. Fue gracias a las gestiones de Joan de Roure, un reputado pañero y comerciante de tejidos besaluense que solía mercadear en Perpignà, que Baró recibió y aceptó el encargo para construir otro puente de piedra veinte años después de aquella tragedia que continuaba persiguiéndole.

Las gestiones venían de lejos. De hecho, hacía ya muchos años que Jaime II había permitido oficialmente que la villa de Besalú cobrara un derecho de paso a todos los que utilizaran el puente. Era un dinero del que la ciudad no se beneficiaría de inmediato, sino que debía servir para la reconstrucción y ampliación del primitivo puente proyectado y construido por Primo Lombardo. Entonces, el puente fue una gran obra, pero ahora, doscientos años después, dañado por terremotos y algunas espectaculares crecidas del río, ya no era útil, y para continuar  rosperando, Besalú se merecía hacer un nuevo esfuerzo y erigir un puente nuevo. El dinero derivado del derecho de paso y las aportaciones de los habitantes de la villa lo harían posible, y Pere Baró sería su artífice si, como era de esperar, aceptaba las condiciones que establecía el documento que Joan de Roure llevó a la primera reunión con el constructor.

Años de negociaciones y de visitas cruzadas —Joan de Roure aprovechaba las frecuentes idas a Perpignà para visitar a Pere, y este, de vez en cuando, se dejaba caer por Besalú para reunirse con los miembros del Consejo Municipal— culminaron con el encargo definitivo del proyecto. Durante todo ese tiempo, las autoridades besaluenses habían ido afianzando su confianza en el maestro de obras, y en agradecimiento a la paciencia que había tenido y a las frecuentes visitas que les había hecho, cargado de planos y dibujos, le habían regalado el manuscrito de Ítram Lombardo, hijo de Primo, el constructor del puente condal, que siempre había quedado preservado en el monasterio de Sant Pere, en Besalú.

Baró había dedicado muchas horas a proyectar el puente, incluso cuando todavía era un proyecto incipiente de realización dudosa porque hacían falta mucho dinero y esfuerzos conjuntos para llevarlo a cabo. Sin embargo, Baró tenía las ideas muy claras y un profundo conocimiento de lo que debía hacerse, fruto de su vivencia con el puente de Perpignà y de los estudios y lecturas posteriores que había hecho. El manuscrito de Ítram Lombardo dedicaba muchos fragmentos a comentar las ideas constructivas de su padre y reproducía las conversaciones y las encendidas discusiones con fray Florenci, el aliado del perverso conde Hug de Empúries, en las que, en contra del parecer del fraile, Lombardo defendía cimentar el puente sobre las piedras que el río, de manera natural, había ido depositando en el recodo del caudal, a los pies de la villa de Besalú. Al igual que Lombardo, Baró entendía que, respetando esta base natural, el puente tendría más posibilidades de mantenerse firme y aguantar las avenidas y crecidas que, a menudo, amenazaban su estructura. Baró intuía que no se podía ir en contra de la naturaleza y que cualquier obra que pretendiera domesticarla debería hacerse con el respeto necesario para no enojarla.

Después de estudiar el manuscrito de Ítram, la intuición se convirtió en convencimiento.

—El nuevo puente debe aprovechar todo lo que la naturaleza nos proporciona, Roure. No debe ser un muro de contención de las aguas, sino, por el contrario, un paso amable para que el agua fluya con naturalidad. Y sobre estos cimientos naturales estará el paso, también natural, de las personas, los animales y las mercancías —había anunciado Pere Baró en una de las muchas reuniones que había mantenido con Joan de Roure cuando el puente era solo un proyecto ilusionante.

—Todo esto lo dejamos en vuestras manos —había contestado el pañero—. Vos sois el experto, Baró. Yo no entiendo nada de piedras ni de obras, pero lo que sí os puedo decir es que el Consejo de Besalú está entusiasmado con los primeros bocetos y no pondrá ninguna objeción a vuestras ideas constructivas. Ellos se ocupan del dinero y, Dios es testigo de ello, también lo están haciendo muy bien. Parece que dentro de
muy poco tiempo ya se podrá hacer el encargo en firme y quizás en mi próxima ida a Perpignà ya podremos firmar los documentos para formalizarlo —había añadido Roure, que ya quería verlo todo firmado y cerrar el trato. ¡Sus asuntos, la compra y la venta de tejidos y paños, eran más rápidos y no hacían falta
tantas reuniones ni tanta paciencia!

 

Una vez hecho y aceptado el encargo, Baró había empezado a trabajar en los planos definitivos del puente de Besalú:
tres arcos de piedra formarían la base del puente y estarían
construidos sobre las mismas piedras del lecho del río. Baró
quería que aquellas rocas sólidas, que siempre habían soportado las crecidas del Fluvià, fueran la base natural del puente, la
más segura que había para sustentar toda la estructura de piedra, que formarían un pasillo para la circulación de personas,
carros y animales, y una torre de vigilancia, ya que la construcción sería parte de la muralla defensiva que rodeaba la ciudad.

Se trataba de facilitar el paso de las mercancías, pero también de no olvidar las funciones de vigilancia y defensa que el puente proyectado por Primo Lombardo había tenido y debería seguir teniendo en el futuro. Además, Baró había tenido que resolver otros problemas, como la formación de los equipos de trabajo, una mezcla de hombres con poca experiencia, todos los besaluenses que tenía disponibles y obreros más especializados llegados de todas partes. Sin olvidar, más importante aún, el suministro de toda la piedra que se necesitaría.

En las conversaciones con Joan de Roure, abrumado como se sentía por la enorme carga de trabajo, Baró había planteado un reparto de tareas que las autoridades de Besalú habían aceptado de buen grado, siempre con el objetivo de alcanzar el éxito del proyecto.

—No habrá ningún problema al respecto. No os preocupéis, maestro Baró —le había asegurado Roure en la última
reunión en Perpignà—. Las comunidades, la cristiana y la judía, estamos unidas en esta noble empresa y tenemos el permiso del rey Pere para llevarla adelante. Lo resolveremos todo como a vos os plazca, estoy seguro —añadió Roure con voz firme para tranquilizar a Baró.

Ahora, tres meses después de aquel encuentro, Roure estaba de nuevo en Perpignà para comunicar a Baró las últimas decisiones que las autoridades de Besalú habían tomado para resolver todo lo que preocupaba a Baró con relación a la organización y el comienzo de las obras. Si todo iba bien, como Roure, optimista por naturaleza, no podía dejar de pensar, aquella sería la última reunión que celebrarían en Perpignà. En cuanto fuera posible, Baró se trasladaría a Besalú, donde sería el invitado del barón de Sales y donde viviría mientras duraran las obras.

—¿Queréis echar un vistazo a los planos y dibujos definitivos que ya he terminado? —le había ofrecido Baró mientras servía dos copas de vino que dejó sobre la mesa de trabajo.

—Por supuesto, Baró. Estoy impaciente, como lo estamos todos en Besalú. Allí todo el mundo habla ya de cómo será este nuevo puente y corren muchos rumores sobre qué forma tendrá, los materiales que se utilizarán, el tiempo que durarán las obras…

Baró había ido desdoblando enormes hojas de papel que, enrolladas en un rincón del estudio, contenían los dibujos del futuro puente de Besalú y las anotaciones técnicas sobre medidas, materiales, fuerzas en juego y técnicas de construcción. Había trabajado duro durante meses de noches en blanco, había tenido dudas, había hecho consultas y había tomado decisiones importantes. Había estudiado a fondo el escrito que se había conservado en el monasterio de Sant Pere en el que Ítram Lombardo explicaba todas las circunstancias que se habían producido antes, durante y después de la construcción del puente condal proyectado por su padre, y lo había hecho con
respeto e incluso una cierta veneración por aquel primer constructor de la obra que ahora él heredaba y que había que mejorar para adaptarla a las nuevas circunstancias de la villa de Besalú. De lo que había proyectado Primo Lombardo, de los problemas que había tenido y de las dificultades con que se había encontrado y que Ítram desgranaba con meticulosidad y precisión, Baró había extraído valiosas lecciones que debían llevarlo ahora a construir un puente más sólido, más grande y mejor preparado para la intensa actividad económica que se
desarrollaba en la Besalú actual.

Roure había mirado los planos y los espléndidos dibujos que Baró, orgulloso, le enseñaba y comentaba. En este terreno, Baró se sentía cómodo y no había escatimado explicaciones y argumentaciones técnicas que Roure escuchaba con interés, aunque sin saber muy bien de qué le hablaba. Él no entendía demasiado de problemas constructivos, equilibrio de fuerzas ydisposición de sillares, pero los dibujos eran maravillosos y el puente lucía majestuoso, tal como Besalú se merecía.

—Será una maravilla, no lo dudéis, Baró. Adelante. Habéis hecho un muy buen trabajo. ¡Ahora solo hay que terminarlo! —había añadido Roure con una gran sonrisa.

—Sí, ahora viene lo más difícil —había contestado Baró con preocupación, y enseguida dio a la conversación la seriedad que exigían los dos temas que aún quería plantear—. ¿Habéis pensado cómo lo haremos para organizar los grupos de trabajo? ¿Sabéis con cuánta mano de obra podemos contar?

—¡Ay, Baró! Por eso no debéis preocuparos en absoluto. Tendremos toda la que podamos necesitar. En primer lugar, no será difícil decretar que mientras duren las obras todo hombre válido deberá dedicar un tiempo a trabajar a vuestras órdenes. Por otra parte, las autoridades de Besalú ya han hecho una oferta pública para la contratación de obreros especializados venidos de todas partes y ya tenemos muchas inscripciones. Yo creo que podremos elegir a los mejores, porque tenemos muchos candidatos. También hemos designado un capataz, Guerau Subirós, un hombre muy acostumbrado a dirigir equipos de obreros y a hacer que trabajen de lo lindo. Él se encargará
de elegirlos y organizará los turnos y los grupos.

Baró había sonreído complacido porque a él lo que de verdad le gustaba era planear, proyectar y ver cómo esa imagen que él había dibujado mentalmente y luego sobre el papel se hacía realidad, pero lidiar con obreros, dar órdenes, luchar contra el cansancio de los equipos y las inclemencias del tiempo eran tareas que le desagradaban. Si alguien acostumbrado a hacerlas y bien capacitado se encargaba de ellas, sería fantástico.

—Gracias, Roure, es una gran noticia. ¡Yo ya tengo muchotrabajo! —había contestado aliviado Baró mientras se rascaba la cabeza para introducir el otro tema que le preocupaba—. Una cosa, Roure… También deberíamos… —había dicho Baró en voz baja y sin saber muy bien cómo afrontar el asunto.

—Sí, sí. Ya sé de qué me queréis hablar —había contestado Roure. Resolutivo y práctico, el comerciante de tejidos estaba acostumbrado a solucionar problemas, a ir al grano y no perder el tiempo—. Las piedras, ¿verdad?

—Sí, es eso. Estudiadas todas las posibilidades, creo que la cantera de Juïnyà es el mejor lugar donde ir a buscarlas. El travertino que se extrae, que se conoce como piedra de Banyoles, es de muy buena calidad, y la cantera no está muy lejos de Besalú, aunque habrá que organizar un sistema de transporte desdeBanyoles y unos turnos de extracción del material que nos permitan mantener el ritmo de construcción y no tener parada a la gente que trabaje en el puente.

—Ya hemos hablado con el alcalde de Besalú y está de acuerdo. Él mismo iniciará los tratos con el abad de Banyoles y estoy seguro de que conseguiremos su permiso a cambio de una buena cantidad de dinero para utilizar Juïnyà como fuente de abastecimiento de todo el material que necesitemos. Os informaré una vez que hayamos firmado el contrato —había afirmado con contundencia Roure alzando la copa de vino que tenía delante para remachar con aquel gesto el buen entendimiento con Pere Baró.

—Por el nuevo puente de Besalú. Por que lo veamos muy pronto alzándose majestuoso sobre el río —había dicho Baró de pie y alzando también la copa.

Mientras brindaban, Roure no había dejado de sonreír. Quería transmitir confianza y seguridad a Baró, pero el tema de la cantera le tenía muy preocupado. Juïnyà era propiedad del monasterio de Sant Esteve, es decir, del abad de Banyoles, y Banyoles y Besalú habían tenido algún enfrentamiento fruto de la voluntad manifestada hacía poco por Besalú de abandonar la recolección o colecta de Girona. Los judíos de Besalú y del restode la región eran comunidades pequeñas. No lo bastante numerosos para organizarse jurídicamente como aljama, aunque Besalú tenía la suya, y por eso se integraban en la de Girona, la más importante y cercana. Contribuían a ella y recibían favores. Al hecho de aportar, de ayudar conjuntamente se lo llamaba colecta o recolección, y Besalú quería desvincularse de la de Girona. Esta comunidad contributiva estaba integrada, además de Banyoles, por Camprodon, Figueres, Olot, Blanes, Torroella de Montgrí, Peratallada, la Bisbal y Sant Llorenç de la Muga. En la judería de Besalú vivían y trabajaban más de doscientas personas, y esto se traducía en una gran actividad económica. La comunidad judía de Banyoles era la que se oponía con más firmeza a la marcha de Besalú, porque eso comportaría un descenso de los ingresos de la recolección, y por lo tanto ellos deberían pagar más para
compensar el déficit. Por otro lado, las autoridades de Banyoles,con el abad al frente, veían cada vez con más reticencia la prosperidad económica de la villa vecina, que atraía a comerciantes y negocios que unos años atrás se habrían instalado en Banyoles. Así pues, la reconstrucción del puente de Besalú no era vista con buenos ojos por nadie en la villa del lago, y Roure sabía que no sería tan fácil cerrar el trato para utilizar la cantera como
había asegurado a Baró. Pero, como había dicho, aquel no era su negociado, y confiaba en que el alcalde, el Consejo y un montón de dinero serían unos argumentos lo bastante buenos para superar ese obstáculo.

 

Poco después de aquella reunión en Perpignà, varias comunicaciones entre las autoridades de Besalú y el maestro de obras tranquilizaron a Baró. Todo se iba haciendo según él había solicitado, y aunque no era hombre que creyera en augurios y premoniciones, no podía evitar pensar que aquel encargo empezaba con buen pie y que, con sus conocimientos y experiencia, y la voluntad y el convencimiento de las comunidades de Besalú, la empresa estaba destinada a ser un gran éxito.

Durante los meses que le separaban de su viaje definitivo en Besalú, Pere Baró se había preparado a fondo no solo acabando de perfilar los planos del nuevo puente, sino profundizando en la lectura del legado de Ítram Lombardo. No le motivaba solamente el afán de saber más sobre él, sino, sobre todo, aprender de los errores del pasado y, si era posible, enmendarlos.

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Autor: Martí Gironell. Título: Palabra de judío. Editorial: Planeta. Venta: Todostulibros

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