“Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
entra la noche.
Entra la noche como un trueno
por las rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozos,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.
Entra la noche como un vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más tristes,
repta detrás de los cobardes,
ciega la cal y los cuchillos,
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.
Entra la noche como un grito
entre el silencio de los muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las piedras,
abre sus últimos boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche”.
Hoy (y ayer y mañana), jueves 22 de septiembre, se le homenajea a Caballero Bonald. A este hombre también se le puede abrazar la próxima semana y dentro de un año. Leyéndole. Y escuchándole. Con la luz naranja he copiado este poema, Versículo del Génesis. Letra a letra. Y he escuchado su voz en un CD de la Residencia de Estudiantes cuando pasó por allí en enero de 2011. Es un regalo que me he hecho a mí mismo; luego, cuando la luz sea amarilla, qué más dará.
He copiado el poema para hacerlo mío, para aprehenderlo. Para ser yo mismo poema. Ese poema. Para a través de esas palabras adentrarme en Pepe.
A través del tiempo, reptar por la memoria, llegar hasta aquel día, aquellas noches de 1951, en que lo escribió. Y no como si estuviera agazapado viéndolo cómo iba surgiendo en el papel sino para ser parte de su inteligencia y pudiera escribirlo con él. Y en él.
He escuchado otra vez su voz tranquila mientras iba mirando en el libro las palabras del poema. Ha sido como un bálsamo. Agua. Agua en la tarde y agua en la noche.
He dejado que el poema de José Manuel Caballero Bonald se desplegara en mi cuerpo como saboreo el agua en la boca, tal y como se desliza por la garganta y se expande por el estómago, inundándolo todo, refrescándolo todo, contaminando con sus cientos de colores… todo.
Abro ese librito de la Residencia al azar y surge esto.
“La edad me ha ido dejando
sin venenos, malgasté en mala hora
esa fortuna,
¿qué más puedo perder?”
Es como si ya, ahora, todo estuviera dicho. Nada se puede añadir. Es lo que él pretende. “Lo que me preocupa es la búsqueda de esa palabra insustituible que de pronto abra una puerta, rompa un sello y el lector se asome a un mundo desconocido”.
Nada parece delatar por su paso sosegado de hombre al filo de los 90 años que bajo su mirada acuosa y las manos recogidas en la espalda, a menudo mirando al suelo y diciendo lo justo, habite un insumiso. Que se enfada y le desasosiega la falsedad, el engreimiento, la hipocresía. Y así lo tiene escrito en su último libro, que es como el desgarro de un centauro que aúlla en la montaña y ese temblor desciende hasta el valle donde adoramos vellocinos de oro.
A este hombre se le quiere pero también se le respeta. Quizá como a ningún poeta vivo en español. Ese niño que fue de azotea de Jerez mantiene un pulso literario asombroso. Y despliega un repertorio que satisface cualquier paladar: ora un poema, ora unas páginas de sus memorias, quizá mañana algún escrito sobre flamenco, o sobre vinos.
No es importante la edad. Se puede ser un sátrapa muy joven. Lo que cuenta es con qué empaque llega alguien a la vera de un siglo, con qué entereza. Nadie nos acompaña cuando nos miramos en el espejo. Cada uno sabe de sí. Pero de Pepe podemos reconstruir su cartografía a través de lo que nos va regalando en sus libros. Se anuncia otro. Será un plato sabroso, como el festín de los anteriores.
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