Otro tres de julio, el de 1971, hace hoy 53 años, en el tercer piso de la rue Beautrillis, en el barrio parisino de Le Marais, ya avanzada la mañana, Pamela Courson se despierta con mal cuerpo. Es lo que queda de la ebriedad —acaso estupefacción— de la noche anterior. Pero hay alguien en casa que tiene el cuerpo peor aún: al entrar en el baño se encuentra a su chico muerto en la bañera. Pamela es una conocida heroinómana. Tanto es así que hay quien dice que está dedicada a ella “The Needle and the Damage Done” (La aguja y el daño causado), la canción alusiva a la toxicomanía que Neil Young grabó en directo el pasado mes de enero. Cuando el tema en cuestión se incluya en Harvest, el álbum de Young del año que viene, el novio de Pamela será un mito del rock, de la contracultura y de ese afán por la autodestrucción que a veces turba al ser humano. El chico de Pamela Courson, ahora ese cadáver bonito que yace en el baño, no era otro que Jim Morrison.
Antes de que acabe el verano del 71 algunos de los primeros fanáticos de la formación ya bailarán sobre la tumba de su singular vocalista. Pamela lo dispondrá todo para que Jim sea enterrado en el cementerio del Père-Lachaise. Ella mejor que nadie sabe que la primera y más genuina vocación de su chico fue la poesía. Antes que uno de los cantantes de rock más arrebatadores de la historia —y eso que el ritmo del diablo ha dado unos cuantos—, Jim Morrison quiso ser poeta. Pero no uno de esos poetas de premios y subvenciones. Quiso ser un poeta maldito como Paul Verlaine, Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. Pamela lo sabe y nada mejor, ante este afán de ser un poeta maldito en lengua francesa, que dar tierra a los restos de Jim en el más legendario de los cementerios parisinos: el del Père-Lachaise, la necrópolis más literaria del mundo.
La joven viuda —aunque él declaró estar soltero parece ser que se casaron por algún extraño rito— no muestra, ante el cadáver de su chico, esa indolencia de otros yonquis ante los que ven morir tras chutarse por última vez junto a ellos. Pamela recuerda los más encendidos versos que el ya difunto le dedicó en vida, aquellos incluidos en L. A. Woman (1971): “Veo que tu cabello arde, / las colinas se incendian. / Si te dicen que nunca te amé sabrás que mienten”.
Y también sabe que para Jim siempre fue mayor la atracción del abismo que los goces de esa vida desahogada y tranquila que a quienes saben apreciarla puede proporcionar el éxito. Morrison, estudiante de cine, letraherido y biblioencandilado desde que se le recuerda, letrista, por tanto, antes que vocalista, fundó la banda para musicalizar sus versos. Mientras la formación funcionó publicó un par de libros de poemas: Las nuevas criaturas: Notas sobre la visión (1968) y Los señores (1969).
“El nacimiento del rock and roll coincidió con mi adolescencia, mi entrada en la conciencia. Fue una verdadera conexión en ese momento y después” —declaró en una célebre entrevista, ya convertido en un mito—. “Aunque no pude permitirme fantasear racionalmente para hacer ese vínculo yo mismo. Supongo que todo ese tiempo estaba inconscientemente acumulando información y escuchando. Así que cuando por fin sucedió, mi subconsciente lo había preparado todo”.
Desde luego, para lo que estaba preparado su subconsciente era para traspasar esas puertas de la percepción a las que aludía el nombre de The Doors, en referencia a un célebre ensayo de Aldous Huxley sobre la mezcalina. Los alucinógenos, como esta última, fueron su droga más frecuente. Aunque, desde luego, no fueron la causa de que hace 53 años su vida se extinguiera.
No acaba de estar claro qué fue lo que llevó al hoyo a Jim Morrison. Sí sabemos que el origen de sus escándalos en el escenario hay que buscarlo en su poesía, que modificaba sobre la marcha dependiendo de su estado de embriaguez. Topó con la policía por primera vez en el Whisky a Go Go, otro club de rock de Sunset Strip. Esa noche parafraseaba a Sófocles, su Edipo rey. Para escarnio de los defensores del orden público se refirió al parricidio de su progenitor y al incesto con su madre. Aquellos fueron los primeros problemas que tuvo con la ley. Los últimos, imaginando que acabarían por llevarle a la cárcel, le llevaron al exilio parisino, la ciudad de los poetas malditos.
Tres años después, Pamela Courson iría al encuentro de Jim Morrison merced a su último pico. Desde entonces los dos cabalgan junto a los jinetes en la tormenta, que no son otros que los jinetes del Apocalipsis. Los dos murieron con 27 años, lo que mucho tiempo después, cuando Kurt Cobain se quitó la vida a esa misma edad, llevó a su madre a hablar por primera vez un singular club de muertos prematuros que, por una u otra razón, dejaron el mundo de los vivos en su vigésimo séptimo año. Así se escribe la historia.
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