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Pandora: la primera mujer

Desde que llegaste a mi vida, la culpa, ese mal que desde hace poco vuela ligero a través del etéreo cielo por lo anchuroso del orbe terrestre, atacando los tiernos corazones de los sufridos mortales, se ha posado con sus pesadas y negras alas sobre mí, aplastando mis férreos hombros. Cada vez que el tierno verdor de tus ojos impacta con el fuego volcánico de los míos me estremezco y me aflijo, mientras esa ave cruel descarga sobre mí sus pensamientos recurrentes, que se cuelan a través de la fina capa metálica, con la que el ingenioso Hefesto, al crearme, cubrió mis fangosos huesos inertes y carentes de vida, empapando lo que, hasta que no te tuve entre mis brazos por primera vez, pensaba que no tenía: mi alma.

Yo soy la culpable de los males que te azotarán en el futuro, no sólo a ti, sino también a tus hijos y a los hijos de tus hijos y a todas las estirpes venideras de los perecederos hombres que pueblan la tierra. Sí, hija mía, tu madre, que fue el fruto maduro de una venganza antigua, de una traición altruista, de un engaño solidario, es la causante de las penas con las que ahora veo lidiar al linaje de las Hojas.

Esta es mi historia, tengo la imperante necesidad de contarte qué es lo que me llevó a abrir aquel ánfora repleta de huracanados males. Necesito que aprendas de mí a respetar a los sempiternos y no llevarles más la contraria, para así algún día expiar las culpas que pesan sobre nuestra familia y el mortal linaje. Sé que eres apenas un bebé y no me entiendes y que mientras mamas de mis pechos colmados de hiel vas tragando el icor de nuestra maldición.

"Tú, hija mía, eres la primera mujer completamente mortal, la primera humana en nacer de la unión de dos seres"

Se podría decir que la tuya es una familia de traidores, de impíos, de mentirosos, desconfiados y curiosos, pero en nuestra defensa diré que nuestras miras siempre estuvieron por encima de nuestro propio interés. Tú, hija mía, eres la primera mujer completamente mortal, la primera humana en nacer de la unión de dos seres, no creada de tierra y agua, sino fruto de la simiente de un dios y una, cómo podría yo definirme, es difícil, tal vez una autómata a la que los dioses concedieron la gracia de la vida.

Aún me maravilla ver esas pequeñas manos arrugadas, esos largos dedos, coronados por diminutas uñas transparentes, el vellón rojizo que es tu cabello, que como una cascada enroscada serpentea desde tu frente hacia tu blanca nuca, un distintivo muy particular, por lo que tu padre, Epimeteo, te llamó Pirra, la roja. Esos ojos del color de los campos de trigo a punto de germinar, tu boca sonrosada y risueña y esa manera de llorar cuando te enfadas. ¿Sabes? Los dioses no suelen llorar, ni siquiera al nacer, y tú cuando llegaste a este mundo a través de mí lo hiciste llorando y berreando a pleno pulmón. Yo me asusté muchísimo, pues no sabía qué era aquel sonido atronador y que profería ese ser tan pequeño e indefenso que acaba de salir de mi ser. Desde el primer momento que te vi me enamoré de ti y entendí dentro de mí lo que es ese sentimiento, y fue ahí cuando me sentí culpable por primera vez. Tal vez ese amor incondicional fue uno de los males que liberé de aquella pérfida ánfora aquel día aciago, no lo sé, pues antes tampoco había conocido esa sensación y no he preguntado al resto de mortales con los que convivo.

Ellos son todos hombres, la raza a la que tu tío, Prometeo, con desinteresado amor de padre, ha consentido y mimado, hasta el punto de granjearse el odio y la ira del todopoderoso Zeus. Hija mía, debes saber que todos los seres que pueblan la tierra fueron modelados con las pacientes manos del propio dios Zeus y a él debemos dar las gracias. Los dioses acordaron fabricarlos porque estaban cansados de campar por el mundo arrastrando su soledad y necesitaban algún divertimento que los sacara de su cotidianidad. Así Zeus trajo a la luz a toda clase de especies animales y al ser humano, al que en un principio concibió sin una forma definida. Cuando la tarea de modelado estuvo terminada, Zeus ordenó a tu tío que les diera las facultades necesarias para su subsistencia. Pero tu padre, que siempre ha querido emular a su bien ingenioso hermano, le insistió para que le dejara a él ese trabajo, diciéndole que más tarde podría revisarlo. De esta manera tu padre distribuyó todas las capacidades disponibles entre los animales, olvidándose de aquel amasijo informe que por entonces eran los seres humanos. Al llegar tu tío y darse cuenta de que ya no quedaban facultades para repartir, decidió esculpir aquella masa humana a imagen y semejanza del propio Zeus.

"Zeus, que consideraba que la ausencia de fuego no era castigo suficiente para los engañosos hombres, urdió una venganza aún mayor: a mí, a tu madre"

Creó un ejército de hombres deiformes, pero sin capacidad de subsistencia, pues no tenían el pelaje de los animales para protegerse del frío, ni el tamaño de algunas fieras, ni la resistencia o velocidad de otras, en realidad estaban indefensos. Zeus, para equilibrar esta circunstancia, les había otorgado el fuego, que manaba espontáneamente de la panza de la tierra. Con él se calentaban en los crueles inviernos y cocinaban a los animales que cazaban, pero, a cambio, en señal de agradecimiento los obligó a ofrecerle el primer sacrificio solemne.

Fue en Mecona —pues así me lo ha relatado tu padre en varias ocasiones, ya que yo aún no había sido creada, sino que precisamente fue aquella afrenta la que dio como resultado este castigo que es mi existencia—. Allí los hombres sacrificaron un buey al todopoderoso Zeus, pero a instancias de tu tío Prometeo dispusieron dos partes para sacrificio: una, la más bella, estaba compuesta de los huesos del albo animal, recubiertos con lustrosa grasa; la otra era de apariencia horrible, pues cubrieron las entrañas y la carne con enrojecido vientre del buey. Una vez presentadas las partes, Prometeo pidió a Zeus que eligiera la que más le convencía, y eligió pues la más bella y lustrosa. Al descubrir que ésta solo contenía los huesos del animal, descargó toda su ira con el linaje grato a Prometeo, arrebatándoles el fuego, tan necesario para su subsistencia. Zeus, que consideraba que la ausencia de fuego no era castigo suficiente para los engañosos hombres, urdió una venganza aún mayor: a mí, a tu madre.

"Pandora, sí, todos los regalos, porque cada uno de los dioses me entregó un don, una capacidad, un talento, y yo soy la suma de todos ellos"

De aquel día unas cosas me las han contado y otras las recuerdo vívidamente. Me esculpió Hefesto, mezclando tierra y agua, conforme había hecho Zeus con los hombres, pero en vez de darme la apariencia del dios, como hizo Prometeo, Hefesto se fijó en la perfecta imagen de las inmortales diosas. Una vez terminada su obra de terracota, Atenea se acercó a mis labios e insufló en mí su aliento vital. Hermes me regaló esta voz, con la que te hablo, pero inoculó en mi corazón el veneno de la mentira y la falacia. También me otorgó el nombre con el que seré conocida por toda la eternidad, Pandora. Pandora, sí, todos los regalos, porque cada uno de los dioses me entregó un don, una capacidad, un talento y yo soy la suma de todos ellos. Algunos son virtudes, otros muchos defectos, pero no olvides, hija mía, que el propósito de mi creación no era otro que la venganza. Por eso me dieron las facultades que los dioses consideraron más propicias para desestabilizar a los mortales. Aparte, me entregaron un ánfora como regalo de bodas, pues yo sería la esposa de Epimeteo, el hermano de Prometeo.

Prometeo, que desconfiaba de los regalos de los dioses y de sus buenas maneras, ya había advertido a tu padre que no aceptara nada que viniera de ellos, pues podía ser una dádiva envenenada, pero al verme no se resistió. Aún recuerdo cómo Hermes me trajo aquí, a la entrada de esta casa, cómo yo con timidez de doncella toqué esa puerta y cómo un ser de cabello rojizo y facciones apuestas apareció tras ella. Ese es el principio de nuestra historia: una puerta que se abre y dos desconocidos empujados a casarse. Él se enamoró de mí nada más verme —eso me dice cada día: que soy su mal más querido. Yo llegué aquí vestida de boda y con aquel regalo entre mis manos. Los dioses me advirtieron que no lo abriera, tu padre me advirtió que no lo abriera, pero yo creí erróneamente que era un regalo oculto, un bien escondido.

"Yo pasaré a la historia como la responsable de los males que acechan a la humanidad, las mujeres seremos estigmatizadas por mi descuido"

Tu padre me enseñó a respetar a los animales y a los hombres. Amar no los amaba, pues aún desconocía los sentimientos mortales. Quería ofrecer algo a cambio de toda la atención que tu padre derramaba sobre mí, no fue solo la curiosidad la que me empujó, fue una falsa creencia. ¡Ay, inocente de mí! Creí que allí dentro se escondía el fuego prohibido y solo quería devolvérselo a los perecederos hombres, que por aquel entonces morían de frío y hambre. Pensé, hija mía, que hacía un bien y, sin embargo, desaté la calamidad para ellos y para nosotras. Yo pasaré a la historia como la responsable de los males que acechan a la humanidad, las mujeres seremos estigmatizadas por mi descuido, seremos las víctimas de los hombres que ahora se fagocitan entre sí, llevados por los males que escaparon volando de mi ánfora. Éste es mi funesto legado y tu herencia y la herencia de las mujeres a partir de ahora.

Pero fue tu tío, que siempre se ha caracterizado por su rebeldía, su ausencia de miedo y su desmesurado amor hacia los mortales, el que consiguió robar las semillas del fuego, penetrando en las sagradas moradas de Hefesto y tomándolas de su fragua, y el que después de la propia Atenea arrancó las artes de su uso, por lo que ahora los humanos son capaces de fabricar cualquier objeto de metal y nosotras sentimos el calor de este pedernal. Él será recordado por la humanidad como su benefactor y su salvador, pues a causa de esta segunda afrenta permanece encadenado con cables de acero en el Cáucaso, mientras un águila devora sus entrañas durante el día, regenerándose éstas por la noche. Sin embargo, yo seré recordada por mi imprudencia y cada vez que se nombre a la ESPERANZA, pues ése fue el único mal que dejé encerrado. Hija mía, tú heredarás este ánfora y tal vez ése sea tu designio y el designio de las mujeres por los siglos de los siglos: CONSERVAR LA ESPERANZA PARA EL RESTO DE LA HUMANIDAD.

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