Nombre: Carmen (Jean-Luc Godard, 1983)
Querido Adrián:
Algunas de las imágenes más terroríficas —y también más eróticas— de la celebrada etapa de los ochenta están relacionadas con el tacto. En esa década se forjó todo un imaginario colectivo que no me atrevo a cuestionar y que ha configurado un legado visual imbatible: Grease, Indiana Jones, E.T., Blade Runner, Gremlins… Si hay algo malo en esas escenas míticas y aisladas —Kim Basinger y Mickey Rourke jugando con un hielo, o una niña rubia despertándose en medio de la noche y acercándose a una televisión averiada— es que ya no sabemos cómo mirarlas, porque, al menos para mí, se muestran lejanas y difusas, pero a la vez concretas y exactas; no puedo expresar nada sobre ellas, comentar nada ni añadir nada. Bastan por sí mismas, y por eso han sobrevivido. Forman parte de productos culturales hegemónicos y de gran público, pero se han desvinculado de su narrativa y han construido una historia interior, externalizada y fortuita. No sé qué lugar ocupan, incluso puede que esté siendo exagerado y que ya nadie se acuerde de ellas, pero hoy, que pienso tanto en el tacto, he recordado esa imagen de Poltergeist en la que la pantalla ilumina la noche y he caído en la cuenta de que no sé si he visto la película. Tampoco sé si he visto Nueve semanas y media, aunque recuerdo el hielo. Desde la calma del observador tardío te confieso que me gustaría haber sido el espectador privilegiado de aquellas imágenes; no logro imaginar cómo sería mi relación con ellas de haber asistido al shock que supusieron en su día. Quizás me acercaría a ellas con la misma desgana actual, sabiéndolas arcaicas y anticuadas.
Establezco conexiones. He dejado reposar este texto unos días y ahora te lo aseguro: no he visto Poltergeist y ahí está la sensación de déjà vu; a pesar de todo considero que esa película ya tiene un espacio inquebrantable en mi cabeza que el visionado no ampliaría. No veré Poltergeist porque no lo necesito y, ya que esa imagen me basta, y que por suerte no la considero mía, podría hablarte del tacto y decirte que la próxima vez que veas una película centres toda tu atención en cómo los personajes se tocan; privilegia esa parte del plano sobre otras, prescinde por una vez de las miradas, los espacios y los ritmos y rechaza las distancias: observa cómo dos manos se juntan mientras recogen patatas en las primeras escenas de A Hidden Life o entierra toda asimilación directa con lo mostrado e imagina una caricia en un corte de plano o en un ámbito espacial delimitado, supón que allí donde no vemos hay un espacio para el beso entre Deborah Kerr y Cary Grant.
Así he funcionado yo durante estos meses en los que el cine no ha podido darme nada, ni siquiera una ligera compañía. La he encontrado en otras imágenes más llanas y elusivas que me han aportado solidez y sosiego, y esas las he tocado, y si bien sé que tocar la pantalla no es tocar la imagen, las he abierto con los dedos una y otra vez, el índice y el pulgar alejándose para permitirme observar la imagen con detalle. Luego se han autodestruido sin más. Por eso las toco. Ignoro cómo sería acariciar una pantalla de las que ya no se fabrican, una de los ochenta, de plasma, dura, fría y algo convexa, tal y como hace el amante de la Carmen de Godard. Pero él, como la niña de Poltergeist, no tocaba imágenes. Ni Godard ni Hooper se anticiparon a la pantalla táctil. Con extraordinaria prudencia, solo exploraron el tacto de la imagen desde su imposibilidad, porque por aquel entonces las imágenes eran capaces de existir con independencia de las pantallas. Ahora debemos ponerlo en duda: si hoy la apago pierdo vuestra imagen, y sé que no la volveré a encontrar, y precisamente porque es una imagen fundida con la pantalla, y a la pantalla debe su accesibilidad y su despliegue, puedo decir que la toco. Sí: la toco. Si hay algún sitio adonde el cine no llega es a esta dimensión háptica. Yo te propongo este homenaje al tacto ahora que nos falta. No celebro la pantalla averiada, pero sí la impermanencia del selfie.
Con cariño,
Pablo.
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