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Para futuros periodistas, a propósito del oficio y del vespertino diario Pueblo

Para futuros periodistas, a propósito del oficio y del vespertino diario Pueblo

Más allá de la vocación, que hoy pocos son los que saben el significado que entraña semejante palabra y saben a ciencia cierta de qué va la vaina, lo cierto es que el periodismo es un oficio que exige —o exigía— nervio, rabia y adrenalina, y no precisamente en ese orden. Adrenalina, nervio y rabia e incluso jeta, cara dura y disfraz como los que portaron Carmen Rigalt, Felipe «Yale» Navarro, Tico Medina o incluso Raúl Cancio, entre otros. Hoy, como dijo Raúl del Pozo en su día y a quien cita Jesús Fernández Úbeda en su Nido de piratas: La fascinante historia del diario Pueblo (1965-1984), ya no es que la oruga no termine de hacerse mariposa, es que da por hecho que su sino es permanecer, de por vida, como oruga y, en consecuencia, no perder el tiempo soñando o visualizando la transformación —transfiguración también— que, en principio y por ley natural, ha de desarrollar. Es decir, ser realista. Vamos, objetivo en ese sentido, cuando lo que impera en estos días es la subjetividad, la corriente a seguir y la corrección política, por lo que resulta ya no difícil, sino imposible, desempeñar un oficio como se hacía antaño. Sin embargo, no se debe caer en la demagogia ni el populismo, como tampoco en el romanticismo que despierta un oficio como es el llamado Periodismo. Y a pesar de ello, resulta inevitable no añorar, cuando se lee e investiga la historia de semejante profesión. Lo escribí en su momento, pero eso es a lo que el tándem GistauGarci, Garci-Gistau, denominaron sabiamente “nostalgia de lo no vivido”, aunque Jesús Fernández Úbeda, parafraseando de nuevo esta vez a Sabina, afirme que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca más se vivió». Y posiblemente sean estos los peores sentimientos, si no emociones, que un profesional-periodista puede padecer, sobre todo en sus inicios. Cae en el error el joven novato, becario, reportero o redactor, cuando, nada más llegar, poner pie en la redacción, piensa que va a ser recibido con vítores y laureles como dios o mortal elegido en el Olimpo periodístico, pues la realidad y el mundo en que vivimos le conduce a lo contrario: encorvarse, agachar la cabeza y arrastrar los pies. Imaginar un sueldo considerable para optar, para acariciar siquiera, la anhelada e inefable “vida digna”. Pero no todo va a ser negativo pese a la resistencia de la balanza de sacarle partido a esta profesión que hoy, aunque denostada, puede ser tan digna y apasionante como la vida misma.

"Estar en primera línea de fuego, del suceso, de la realidad vibrante es lo que le da la vida"

“Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista”, le espeta Walter Burns (Walter Matthau) a Peggy Grant (una jovencísima Susan Sarandon), quien pretende casarse con el mejor reportero que conoce tanto el director del Examiner —Burns— así como el resto de la redacción o toda la competencia: Hildy Johnson (interpretado por el inigualable Jack Lemmon). Para quienes hayan visto Primera plana (1974), de Billy Wilder, una película sobre el reporterismo de entonces, recordarán pues la respuesta que le da Peggy al sagaz Burns: “Por eso le hago dejar la profesión”. Lo que desconoce y no puede comprender Peggy, porque sólo aquel o aquella que se dedique al periodismo es consciente de ello, es que este oficio es una droga y un veneno que ni siquiera requiere de alucinógenos, brebajes e inyecciones. Una vez caes en su red, te atrapa de tal manera que no hay escapatoria, y la fórmula de la que está elaborada su ponzoña parece ir impregnada en el genotipo de quien se decanta y responde con vocación a la llamada de este oficio que a veces es trampa, cebo y sacrificio, pero otras gloria, salvación y prestigio. Respeto incluido, aunque dicha apreciación no se dé todos los días; aunque no todos los días se esté en portada. Y aun así, uno se dedica a esta profesión para odiarla y amarla. Como el fumador que intenta dejar de fumar y odia el tabaco por todo el bien y todo el mal que le provoca, pero en cuanto le ofrecen un cigarrillo es incapaz de rechazarlo y se lo acaba fumando. Lo mismo le pasa a Hildy, pero su obsesión —inherente a su pasión— le impide hacerlo, pues esa es su única forma de sentir que vive por y para algo: un titular, una entrevista, un reportaje, una información que nadie más posee ni conoce salvo él. Estar en primera línea de fuego, del suceso, de la realidad vibrante es lo que le da la vida, tal y como le sucedía a Julio Camarero, José María García, Pilar Narvión, Conchita Guerrero, Paco Cercadillo o Manolo Marlasca. Protagonistas con nombre propio y apellidos. Reales, no ficticios. Y todo por una cuestión de salvajismo, de gallardía, de instinto y frenesí profesional difícil de controlar. De emoción y excitación al teclear; de sentirse artífice y compositor de una melodía particular creada por la característica pulsión de unas teclas que conforman signos y letras y poco a poco elaboran un cuerpo, el único por el que se desviven y sueñan, con su tipografía y su estructura concreta. Bien saben los periodistas que el mayor y peor amante que han tenido —tienen todavía— ha sido la noticia. Su noticia. Con ella han compartido sus mejores momentos, los más felices y los más penosos de su vida, en los que sólo les apetecía mandarlo todo a tomar viento, a uno mismo y a la profesión. Olvidarse de ella, dedicarse a otra cosa. Pero al final, como en todo matrimonio, o relación lo suficientemente estable, uno repara en que el compromiso (sea del tipo que sea), si algo exige es permanencia. No queda más remedio que seguir adelante y, al igual que el picapedrero o el cantero, tratar de extraer lo mejor de cada piedra que con vehemencia y paciencia acaba derivando en la más perfecta expresión, en la más adecuada palabra. Sólo así llega uno a firmar como lo hizo en su día, además de ya los citados, Jesús Hermida, Julio Merino, Luciano García Egido (Copérnico), Miguel Ors o Elvira Daudet; o como lo hacen hoy Pérez-Reverte, Julia Navarro, Mercedes Jansa, Cristina Losada, Manu Marlasca o Javier Ors.

Lo que queda claro, continuando con el símil wilderiano, es que el Examiner es a Burns, lo que el vespertino Pueblo fue a Emilio Romero. El rey Sol, como lo bautiza Úbeda en uno de sus capítulos. Un ser con sus luces y sus sombras, como todos, pero que sabía lo que debía ofrecer su diario, con qué titulares abrir, presentarse, y con qué plantilla impactar, atrapar y maravillar al lector. Decía Bowie que «si te sientes seguro con lo que estás trabajando no estás trabajando en lo correcto. Adéntrate siempre un poco más lejos en el agua de lo que te crees capaz. Avanza hasta que no hagas pie y, cuando notes que ya no tocas fondo, estarás en el lugar perfecto para hacer algo emocionante». Resulta evidente, después de haber realizado el viaje en el tiempo a lo largo de los diecinueve-veinte años en los que estuvo vigente la publicación del diario, que en su redacción tanto el director como los redactores no sólo se adentraban un poco más lejos hasta no tocar fondo, sacando lo imposible, tirando de tabaco, whisky y burle con tal de llevarse el premio y ganar lo apostado: salir en primera plana, sino que, para ello, no dudaban en caminar —o hacer que se caminaba— sobre las aguas, porque eso precisamente hacían los periodistas de Pueblo: tan pronto obraban milagros como se ahogaban. Y el periódico, a veces en consonancia con la Escuela Oficial de Periodistas, ensañaba sobre la vida y la profesión, logrando aunar ambas y desdibujar la línea que, se supone, en ocasiones las separa. Quizá el periodismo sea un oficio exclusivo para gente sin conciencia, capaz de rozar lo punible en su quehacer (recuerden el caso de Felipe «Marlowe» Mellizo, que mandaba sus crónicas de Londres, como corresponsal que era de allí, desde El Escorial, y se hizo pasar por ruso cuando se topó con la que fuera su mujer mientras paseaba del brazo de su amante por la plaza Roja de Moscú), pero su exclusividad también incluye a la gente leal, pues, por muchas relaciones y matrimonios que haya podido dinamitar, paralelamente ha dado lugar a una serie de hermandades y camaraderías como pocas se han visto. La historia de Pueblo, sobra decirlo, es ejemplo de ello. Quizá por eso el periodismo encierre en sí una cuestión de fe. De creer en lo imposible. De saberse jeta, caradura o desvergonzado, pero honesto y fiel hacia uno mismo, una pluma y un gremio; un medio, un espacio o un lugar concreto. Aquel que acoge y brinda una primera oportunidad al zagal entusiasta, con poca idea de nada, mas con ganas y hambre a rabiar, y le ofrece un humilde asiento en el que deberá aprender a curtirse y a madurar. Como rememora Jesús Duva en el ensayo de Úbeda: «En el procedimiento de enseñanza que antes había, Vasco (Cardoso Cortes-Lourinho) me decía: “Vas a venir conmigo, yo te llevo, yo te traigo, luego tú te buscas la vida, pero yo te presento y tú te mueves por aquí y por allá”. (…) Era el sistema: te llevaban de la mano y, poco a poco, te iban soltando y graduando la dificultad conforme ibas madurando. Era un muy buen sistema, la verdad. Es el que he utilizado durante toda mi vida. Todo lo que aprendí en Pueblo lo he utilizado durante toda la vida».

"Aunque nada sea como antes y toque reinventarse, lo que debiera ser obligación, para los pocos que quedan y los que vendrán, es que el espíritu pirata de una estirpe en extinción no decaiga"

Si el periodismo de antes era libre y bohemio, el de ahora no pocas veces peca de endogamia y postureo. Ya no existen escuelas ni redacciones como las de antes, pobladas de humo, póker, whisky en los cajones y Olivettis, ni directores ni visionarios como Romero, un cazatalentos siempre avizor, pendiente del arsenal que podía sonsacar y exprimir a todo el que buscase un trabajo y quisiera formarse y mejorar al lado de grandes leyendas; alguien que poseyera el nervio y coraje suficiente como para, sin cobardía, ser un buscavidas. Tampoco hay correctores de estilo, y los redactores veteranos, bien por fatiga o por cansancio, se hallan recluidos en sus escritorios y bibliotecas. A ellos que ven acercarse el ocaso, apenas les quedan fuerzas para prestar atención a lo que pasa fuera de ellas. Un mundo que ya no es tal, sino un recuerdo. Sin embargo, aunque nada sea como antes y toque reinventarse, lo que debiera ser obligación, para los pocos que quedan y los que vendrán, es que el espíritu pirata de una estirpe en extinción no decaiga. Que se mantenga intacta. Eso es lo que ha de cultivar cada profesional de este oficio de dos caras. Precisamente lo más difícil de sobrellevar.

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