Si tuviéramos que buscar un puente que sirviera para entrelazar las teorías de T.H. Huxley, partidario de una educación primordialmente científica, y las de Matthew Arnold, activo defensor de una educación humanística y especialmente clásica, sería la necesidad, reconocida por ambos, de que sus postulados contengan un punto de atemperación: una dosis de historia, sociología, literatura inglesa y lenguas extranjeras en el primero de ellos, y la ración necesaria de ciencia para comprender el mundo que nos ha tocado vivir por lo que respecta al segundo. Lo que demuestra, por fortuna, que hasta los duelos más encarnizados pueden resolverse sin necesidad de sacar los revólveres, o lo que es lo mismo, que la pugna entre ciencia y humanidades es estéril, pues ambas formas de pensamiento muestran bien a las claras que son esencialmente humanas y que se han influido constantemente, y más aún a partir del siglo XX.
Serían innumerables los ejemplos que se podrían citar acerca de esa interacción entre la ciencia y la esfera cultural a lo largo de la historia. Baste con recordar, por lo que a la literatura se refiere, entre tantísimos otros ejemplos, a Sherlock Holmes, cuyos métodos de investigación se basan en el pensamiento científico positivista, o esa isla Laputa, que en el tercero de los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, se sostiene magnéticamente en el aire, habitada por hombres dedicados totalmente a las matemáticas y a la música.
Y dado que de viajes hablamos, debo referirme al que realicé hace unos meses al sur, más en concreto a Trigueros, un hermoso pueblo de Huelva, donde por fortuna tuve la suerte de oír hablar de una novela, La rana de Shakespeare, a la que fui convocado de inmediato para su lectura. Y si en ocasiones escuchamos decir que hay viajes sorprendentes por el goce que nos producen, lo que me sucedió al internarme en las páginas de esta novela fue, sobre todo, la indubitable certeza de saber que existen viajes que serán ya imposibles de olvidar, al igual que hay amores que nunca se arrancarán de nuestra piel.
Dejando a un lado algunas consideraciones que se pueden leer en las reseñas de la misma: voz reconocible; tono lírico; maestría para moverse entre lo abstracto y lo real; prosa cuidada y diáfana… todas muy acertadas, sin duda, lo que más me sorprendió fue su acierto en la elección del punto de vista, que dota a la novela de una estructura singular, y también la capacidad de Ricardo Reques, el autor cordobés, para describir lugares, reflexiones, estados de ánimo…. de una forma tan admirable como pocas veces he visto.
El autor ha dibujado a la perfección una suerte de universo propio donde se reflejan las preocupaciones de un investigador por el efecto del cambio climático sobre los anfibios (el cambio climático es el mal de nuestro tiempo y sus consecuencias pueden llegar a ser devastadoras). Y todo ello con una escritura certera y esmeradamente pulida, más lírica o irónica y hasta surrealista según convenga a la trama, y con ecos de autores como Bolaño, Vila-Matas, Sebald o Houellebecq, entre otros.
Si la buena literatura es la que nos hace descansar de su lectura para obligarnos a reflexionar, el autor cumple con creces esta función. Consigue con facilidad que el lector se convierta en destinatario de los sucesos que se van desarrollando: “Miras un mapa”, “Sales a ver el día”, “En algún momento del trayecto has anotado…”. Y de este modo, no solo atrapa nuestra atención, convirtiéndonos a la vez en cómplices y testigos privilegiados de la historia, sino que además nos hace crecer en la medida en que nos obliga a mirar el mundo de otra manera. Gran culpa de ello la tiene “Vogli”, un personaje central de la obra, y que espero que ustedes degusten con el mismo placer que yo.
No se la pierdan, pues, los amantes de Darwin y de Shakespeare. O de la vida, que da lo mismo.
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Autor: Ricardo Reques. Título: La rana de Shakespeare. Editorial: Baile del Sol. Venta: Amazon
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