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Para no estar solo

El desierto rojo (Michelangelo Antonioni, 1964)

Querido Pablo:

No querría que te diluyeses en mi mirada. He releído algunas de nuestras cartas y pienso que, en ocasiones, las películas nos acaban pisando. Te escribo a ti, no a las imágenes. Congelo las imágenes para hablar contigo; para no estar solo.

***

Hace un par de semanas que vi El desierto rojo, una película extrañamente calificable que Michelangelo Antonioni filmó en los años que transcurrieron entre su espléndida trilogía sobre la incomunicación y aquella boutade que fue Blow-Up. La película sucede en una especie de irrealidad devastada, como si Antonioni diese la vuelta a la piel del personaje de Monica Vitti y vistiese al mundo exterior con la soledad que invade su interior. Después de un accidente que sucede en fuera de campo y sobre el que nadie nos ofrece demasiadas explicaciones, ella trata de seguir adelante con su vida, de cuidar de su hijo y sostener su relación con su marido, quien muestra hacia ella una combinación entre indiferencia y afecto paternal.

Más allá de todo esto, lo que más me fascinó la película fue la manera que tiene el personaje interpretado por Richard Harris de mirar a la protagonista. Es curioso: Harris está torpemente doblado al italiano, el sonido de sus palabras difícilmente encaja con el movimiento de sus labios —casi podemos escuchar su inglés abigarrado, el idioma del hombre irlandés que fue—; sin embargo, todo el lenguaje necesario está en su mirada. En tu última carta me pedías que, por un momento, dejase de fijarme en las miradas y me centrase en el tacto, pero tranquilo: quiero ir más allá de todo esto. El caso, para concluir mi referencia a El desierto rojo, es que Richard Harris mira a Monica Vitti con los ojos absolutamente vencidos, con la devoción sacramental de un enamorado, y yo suspendo ahí toda la película. Me da igual que finalmente su personaje suponga una decepción, que no esté a la altura de sus propios ojos; no me importa demasiado que la soledad vuelva a vencer. Yo congelo esa mirada; la repito, la repito, la repito en mi mente.

La mirada devota de Richard Harris.

Salto por la carta, engarzando ideas: el otro día leía, preparando un examen de filosofía, acerca de la idea del eterno retorno planteada por Nietzsche en Así habló Zaratustra. No se trata de una cuestión de carácter metafísico, sino más bien ético —no deja de sorprenderme el volumen de ideas que han sido leídas y difundidas de maneras equivocadas a lo largo de la historia, la cantidad de asuntos erróneos asimilados por nuestra cultura como verdaderos—. El caso es que Nietzsche plantea el eterno retorno como una suerte de utopía, como un ideal: no es más que la alegoría de una vida, de un día, de un instante al que a una persona no le importase regresar eternamente. Así resuelve él el tránsito ético hacia la felicidad como fin: el hombre debe aspirar a vivir una vida a la que poder volver sin miedo al sufrimiento. Congelo la mirada de Richard Harris un poco por este motivo, por la misma razón por la que congelo en mi memoria algunos momentos que querría que no muriesen nunca, algunos momentos a los que regresaría siempre: para no estar solo.

***

Sé que el tiempo camina hacia adelante y que nosotros no podemos relatarnos, al menos fuera del texto, de maneras no-lineales. Esto me hace daño, pero supongo que lo asumo. No puedo congelar el presente porque siempre es algo diferente, porque no tendría sentido hacerlo. Pienso mucho en las maneras en que mi memoria interactúa con el presente, en la tensión imposible que se materializa todo el tiempo entre ellos. Si estoy viviendo ahora, ¿cuál es el sentido verdadero del recuerdo? Si mi mente estuviese vacía, si se renovase a cada segundo que vivo, no podría apenas bracear: necesito mi colección de imágenes congeladas para avanzar. Necesito, igual que Monica Vitti, filtrar mi mirada por las rendijas del pasado, hacia ese mundo extraño de mi memoria.

El año pasado escribía, a propósito de O que arde, de Óliver Laxe, que para mí la película concluye su propósito a la mitad de su metraje, concretamente en la escena en la que Amador desatasca una pequeña fuente natural con sus propias manos, retirando la tierra que la tapona, haciendo así que el agua vuelva a brotar. Aquella era sin duda una película sobre el fuego, pero esa escena así dispuesta, esa imagen colocada en su mismo centro, me hace recordarla como una posibilidad siempre abierta a que el agua vuelva a nacer. Esa es la imagen que yo he congelado, y no otra; apenas recuerdo los árboles quemados, Pablo, apenas los recuerdo.

El abrazo congelado entre Jean Gabin y Dita Parlo en ‘La gran ilusión’.

Esta misma noche he visto La gran ilusión, de Jean Renoir. Te escribo todavía con la película latiendo en mí —me parece interesante contraponer esta forma de leer imágenes recientes con la solidez de lo que ya colecciono desde hace más de un año—. Hacia el final de la misma, cuando el protagonista y su compañero —dos soldados franceses de la Primera Guerra Mundial que logran escapar de una fortaleza establecida por el ejército alemán a modo de cárcel bélica— encuentran refugio en la solitaria casa de una mujer local, la nieve cae detrás de la ventana y uno sabe que se acerca la Navidad. Renoir filma la escena más tierna de la película a una distancia prudencial: el protagonista, interpretado por Jean Gabin, se dispone a acostarse tras una pequeña celebración en común. Es Nochebuena, o eso creo. Al girarse desde su habitación, contempla a la mujer que lo acoge, quieta en el centro de la sala de estar, pegada a la mesa que acaban de compartir. La cámara se mantiene inmóvil dentro de la habitación pero él se mueve hacia ella, se acerca despacio, se detiene a su lado. Justo en el momento en que sus cuerpos comienzan a fundirse en un suave abrazo, Renoir corta el plano y hace avanzar la narración. Esta imagen, sin embargo, se prolonga en mi imaginación; el abrazo se congela, se queda grabado aunque las imágenes se sigan moviendo, aunque el mundo gire, aunque los días pasen.

***

Al escribirte todas estas cartas, Pablo, pienso que el cine nos servirá siempre para hablar, para discutir, para pensar en común. Para estar juntos. Recuerdo el día que nos conocimos, el día que te vi por última vez antes de todo esto. Recuerdo cómo me abrazaste una noche que no pude evitar llorar, nos recuerdo mirando libros en La Central. Te recuerdo riendo la mayor parte del tiempo, aunque al final tengamos la sensación de que todo acaba siendo inevitablemente triste —sé que no lo es, de hecho, por lo sencillo que me resulta recordar tu risa—. Recuerdo la mirada de Richard Harris, las manos de Amador desatascando la fuente, el abrazo de Jean Gabin.

Te recuerdo riendo y quiero regresar a ese momento, quiero regresar eternamente. Para no estar solo.

Con el cariño intacto,

Adrián.

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