No creo en Dios. Nunca me he preguntado de dónde vengo ni dónde iré cuando fallezca. Jamás he sentido la necesidad de creer y, a mí, recurrir al Altísimo cuando van mal dadas me parece una superstición, algo deshonesto. He respetado siempre al creyente pero nunca lo he entendido. Hasta el día que enterramos a mi prima Belén en el convento de San Calixto. Sentado en el banco de la iglesia, triste por el fallecimiento de una persona joven, por una enfermedad que no le concedió ni una esperanza y sobrecogido por la imagen de tristeza y entereza de las monjas de clausura que custodiaban su féretro durante la homilía, hubo un momento que algo me hizo click en la cabeza. El obispo de Córdoba interpeló a los allí congregados. Dijo: «¿Para qué sirve una monja de clausura?». Instintivamente me giré para mirar hacia los bancos atestados. Había gente muy joven, compañeros de la universidad que probablemente nunca volvieron a verla desde que ingresó en la orden, en un pequeño convento de la sierra cordobesa de Hornachuelos. Había gente mayor, gente muy entera, con semblante serio pero no roto. El obispo nos miró y contestó a la pregunta que había lanzado segundos antes: «Para esto, aquí estáis todos vosotros, para congregarnos en el entierro de una monja de clausura».
Es verdad que mentiría si dijera que hoy, cinco años después de su muerte víctima del cáncer, haya prendido en mí la llama de la fe católica. Pero también lo haría si no reconociera que, desde aquel día, pienso que hay muchas cosas en las que Belén me está ayudando. Su fortaleza, su bondad, su entrega, su compasión y, por encima de todo, su capacidad de sonreír porque has renunciado a todas las cosas materiales para consagrarte a todos nosotros. Me conmovió entonces y me sigue interpelando hoy.
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