Hace algunos años, José Manuel López de Abiada, que fue catedrático de Literatura Española en la Universidad de Berna —sucesor en el cargo de don Eugenio García de Nora— durante casi cuatro décadas, al margen de reputado hispanista de fama internacional, cuando me relataba algunos de los más suculentos sucesos acaecidos en su tierra montañesa, cercana a la descrita por José María Pereda en Peñas arriba, durante su infancia, me contó una de las historias más entrañables y mágicas que yo haya escuchado jamás.
José Manuel murió hace unas semanas. Fue una de las personas en las que más fielmente vi reflejadas las ansias de superación. Un ejemplo para todos por su extraordinaria solidaridad y su buen corazón. Su padre, cuando apenas había cumplido los diez años, decidió sacarlo de la escuela y ponerlo a trabajar en el campo, al cuidado del ganado, que eran unas cuantas vacas que apenas daban para comer. Después, cuando ya era casi un hombre, retomó sus estudios, acabó su carrera y se marchó a Suiza como emigrante, en donde, para poder concluir su formación, ejerció los oficios más diversos, incluso el de taxista.
Una vez instalado en Berna, donde llegó a ser un personaje conocido y admirado incluso entre los políticos, se dedicó, en sus ratos de ocio, a ayudar a los emigrantes españoles que llegaban a Suiza sin conocer la lengua ni las costumbres del país. Se integró por completo en aquella sociedad, consiguió su cátedra de Literatura Española, realizó estudios de Derecho, se casó con una lugareña y tuvo dos hijos. Pero nunca renunció a sus orígenes ni a España. Los fines de semana dejaba atrás Berna, se reunía con su familia, instalada en el sur de Suiza, en la frontera con tierras italianas, y se empleaba a fondo en la agricultura ecológica y se entretenía con sus dos o tres vacas. Sus manos, aún las recuerdo, estaban marcadas por las huellas del trabajo, como una geografía de secano, repleta de surcos y de abismos.
En un ambiente poco propicio para ello por la influencia de la cultura alemana, López de Abiada consiguió que la lengua y la literatura española adquirieran una gran importancia fuera, incluso, de los ambientes universitarios. Conocí a muchos de sus entusiastas discípulos —como Pedro Lenz, uno de los mejores escritores suizos actuales— y participé en seminarios y cursos en donde era frecuente escuchar los nombres de Cervantes, Quevedo, Cela, Delibes, Javier Marías, Luis Landero y Pérez-Reverte, del que fue uno de los mayores especialistas en todo el mundo y su más firme propulsor entre los lectores en lengua alemana.
En el que vino a ser nuestro último encuentro, unos años antes de la pandemia, acudimos juntos a uno de los cementerios de Zúrich para visitar la tumba de James Joyce, al que le rendimos merecidos honores. Era un lugar bellísimo repleto de flores y rodeado de árboles en medio de unas montañas que, probablemente, a Jose Manuel le recordarían las de su propia tierra. Cerca ya de cumplir los ochenta, tenía la idea de regresar al lugar de sus ancestros y, como en el celebrado poema de Gil de Biedma, vivir como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Como se refleja en la novela de Juan Carlos Onetti, Para una tumba sin nombre, aspiraba a cambiar en victoria algunas de sus derrotas cotidianas.
Pero José Manuel ha muerto, sin darle tiempo a despedirse de los amigos. Y una parte de sus restos han quedado esparcidos en el Bosque de las Cenizas de la ciudad de Zúrich, su última morada. Lo que aún queda será transportado a su pueblo natal, a Abiada, donde están enterrados sus padres; en donde aún habitan osos descendientes de aquel hermoso y noble ejemplar que, dejando a un lado sus instintos primarios, supo seguir su camino sin molestar ni hacer daño a nadie.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: