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Paraja, de Gopinath Mohanty

En Paraja, Gopinath Mohanty anticipa con una nitidez sorprendente el desorden del mundo contemporáneo a través del microcosmos de un poblado indígena. Nos hace partícipes de la opresión y desaparición de los pueblos aborígenes en manos de intereses corporativos. Tema que hoy, lamentablemente, continúa siendo tan preocupante como lo fue en 1945, cuando se publicó por primera vez.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Paraja (Punto de Vista Editores).

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1

Contemplada desde el camino serpenteante del temible puerto de montaña conocido como el Dharam-Dooar —«la puerta de la verdad»—, la escena ofrece una contienda violenta: el paisaje dibuja un sinfín de montañas que se vigilan en dos bandos enfrentados, cuarenta de un lado y cincuenta del otro, afanándose por hacerse un hueco donde agarrarse. A lo lejos, cerca de cinco kilómetros al norte, se vislumbra, agazapada en la cintura en pendiente de uno de los cerros, una minúscula aldea. Es Sarsupadar, uno de los incontables poblados de los Ghats orientales. El camino une los pueblos de Koraput y Rayagada y asciende el puerto de montaña, antes de tropezarse con la aldea de Lacchimpur, a otros cinco kilómetros de distancia.

Sarsupadar se conforma por dos racimos de cabañas con techos de paja que se hacinan a la sombra de unos cuantos árboles. Tiene dos «calles» separadas. En una vive la tribu de los parajas y en la otra residen los dombs. Las chozas de estos poblados se alinean en hileras opuestas, flanqueadas por pedacitos de tierra cultivable, diminutos huertos sembrados de maíz, chile o tabaco, y separados por matas de lobelia silvestre. Al otro lado de los setos, se extienden campos de mijo, colza y quinchoncho, diferentes cultivos que forman la dieta básica de estas tribus.

Solo veintidós familias habitan la aldea. La vida de Sukru Jani transcurre en paz. Vive en una choza de su propiedad en la «calle de los parajas» con su pequeña familia. Sus necesidades son muy sencillas: un cuenco de gachas de mijo cada mañana, otro al anochecer y un trozo de tela de cuatros palmos de ancho con el que cubrirse. De alimento y vestido nunca le ha faltado nada. Ya hace tres años que su esposa Sombari salió temprano por la mañana a recolectar hojas comestibles en el «barranco del oso» y nunca regresó. Un enorme tigre rayado de la especie mahabala, temida por su propensión a devorar hombres, que andaba días acechando en la densa maleza de la garganta, saltó sobre ella y se la llevó selva adentro. Desde entonces Sukru Jani vive solo con sus hijos: dos varones, Mandia y Trikra, y dos hembras, Jili y Bili.

Al atardecer, en la estrecha veranda de la choza, arde la lumbre donde Jili prepara la cena. Vierte un poco de harina de mijo o de polvo de semilla de mango en una olla de barro, y añade agua y hojas comestibles antes de ponerla a hervir sobre el fogón. Justo entonces se sienta en la veranda con las piernas totalmente estiradas. Lleva recogido a un lado, en un moño en el que ha clavado una flor roja, su cabello negro azabache, untado en aceite. Su hermana, que también luce otra flor, se acurruca a su vera. Ambas esperan a que hierva el agua. El padre y los hermanos vuelven a casa, hacha al hombro y azadón en la mano, tras faenar en las montañas. Todos juntos se sientan en la veranda.

Tras enrollarse una hoja de tabaco, Sukru Jani comienza a fumar, satisfecho y relajado. Le llena de orgullo pensar que estos cuatro hijos, ya crecidos, son suyos, como suya es también la choza, aunque diminuta y de techumbre baja. Si mira alrededor, se topa con una masa desconcertante de montañas y bosques, y sobre ellos un cielo tan amplio que no alcanza a ver dónde empieza o termina, pero, en ningún momento, se siente perdido en esa extensión sin límites, sino que sabe, en todo momento, dónde está y se siente vivo. Su cabaña consta de una sola habitación dividida en tres espacios. Dentro está totalmente oscuro. El tabuco central es el más importante porque se usa como sala de estar y granero, mientras que los restantes, a los costados, son minúsculas celdas. En un rincón hay un montículo de semillas de mango que habrá que moler antes de ponerlas a cocer para la comida. En otro rincón se amontonan las bayas silvestres de sibidigua de cuya prensa se extrae aceite. El granero contiene unas diez medidas de mijo, una cantidad del cual se guarda en fardos hechos de hojas cosidas, y el resto se esparce sobre el suelo de barro. Hay también tres o cuatro ollas de arcilla. Desde el cañizo del techo cuelgan los taparrabos con que se visten los hombres y los saris de algodón de las dos muchachas, así como docenas de calabazas vinateras que se emplean como vasijas para llevar las gachas de mijo a los campos. Aquí y allá, pueden verse también sombrillas hechas de hojas de palma seca.

Esto es todo lo que la vivienda de Sukru Jani contiene. No hay nada más. Todo se amontona o se abandona en completo desorden pero este caos le resulta familiar y le complace, como el humo del fuego del hogar que se pega, obstinado, al techo y le sofoca a la hora de hacer la comida, porque no hay ventanas ni rendijas en las paredes. Es su casa y le gusta porque todo lo que hay en ella es suyo.

Cuando se pone el sol, Sukru Jani, en cuclillas en la veranda, descubre las montañas bañadas de una lluvia multicolor. Las crestas se convierten en lenguas de fuego, del mismo color del polvo de la fiesta de Holi. Como si las hubiesen rociado de una fina capa de cúrcuma, las laderas se pintan de un amarillo intenso. Bajo las montañas, en los profundos valles cubiertos de espesos bosques, el color muda en un azul marino. Mientras contempla, absorto, la escena, a Sukru Jani le invade un profundo sentimiento de admiración y misterio. Comparte, con el resto de los miembros de la tribu, la creencia de que todo ha sido creado por espíritus invisibles; y, ahora, lleno de sosiego y feliz abandono, se pregunta quiénes son esas fuerzas mágicas, y cuáles de ellas crearon el firmamento, los bosques, el atardecer y la noche; qué espíritu confiere dicha o buena fortuna, y cuál trae tormentas, desgracias y días aciagos.

Frente a él se alza, en el horizonte, una montaña. Desde la cima hasta el pie, se han esculpido, por toda la ladera, bancales que descienden hasta el barranco del fondo. Los campos rebosan de cosechas. Un riachuelo se apresura colina abajo hasta perderse en el abismo, y, aunque no la ve, puede imaginarse la escena: el agua danza sobre las rocas y gorgotea, mientras fluye cada vez más profunda. Vuelve la cabeza y se topa con la otra cara de la montaña, donde se extiende una llanura, bajo la que se desliza ondulante una estrecha franja como una culebra verde. Estos son los arrozales del pueblo de Sarsupadar. Tras la llanura, se asoman antiguas montañas, con sus bosques impenetrables y crestas de varias alturas, hilera tras hilera, por todo el valle en un anillo ininterrumpido, que impiden ver el resto del mundo. Sukru Jani asiste, extasiado, al festín de la estampa. Poco a poco, su mirada se detiene en un cerro bajo que, alguna vez, estuvo densamente poblado de vegetación, pero que ahora luce ralo, pues el bosque fue reemplazado por parcelas cultivadas. Sukru Jani es propietario de una de estas. Recuerda cómo, cuando la lluvia caía a raudales y formaba torrentes, en compañía de un hombre llamado Lobo, de la tribu de los kondhs, talaron, armados con hachas, la jungla hasta arañarle el primer claro al monte.

Cuando piensa en su vida se siente feliz. Sin duda, algún espíritu amable y bienhechor está de su parte. Y al imaginarse el futuro, no le cabe la menor duda de que todo va a ir a mejor. Puede recrear el porvenir con todo lujo de detalles: no solo una cabaña, sino varias para él, sus hijos y nietos. Sí, todos felices, juntos. Mandia y Tikra, casados y con vástagos. Aún más: sus nietos ya son padres y los pilluelos regordetes, que le rodean a todas horas, son sus bisnietos. Su estirpe se ha multiplicado. Posee también una gran manada de vacas, allí las ve reunidas; puede contar hasta sesenta ejemplares, todos ellos sanos. Y, más allá, delante de la ringla de las casas que le pertenecen, hay un gran corral que también es suyo. Distingue con claridad la fosa donde se arrojan las heces de vaca, y hasta su olfato llega el olor y esto le agrada. Ahora mira alrededor para controlar las tierras que sus hijos y nietos cultivan: las hay por todas las montañas. Se le figura que todos los cerros ya han sido talados y transformados en terrazas de cultivo donde crecen espléndidas cosechas, que también son suyas. Dondequiera que su mirada se pose, solo ve campos. Sentado en el suelo, los ojos abiertos pero la mirada vuelta hacia adentro, adivina el paso de los años: se ve envejecido, arrugado y, en breve, muerto. Pero, incluso en ese momento siniestro, no abandona la escena. Se acuerda entonces de cómo en su tribu se venera a los muertos. Allí, en un rincón, a cielo abierto, en pleno centro de la aldea, donde se celebran danzas y ritos tribales, a la sombra de un antiguo mango, se levanta el memorial de todos los difuntos:7 una piedra plantada verticalmente si el finado es hombre; o dejada a ras del suelo si se trata de una mujer. En ese instante ve a su pueblo colocar una piedra erguida a la sombra del viejo árbol, en su honor. Se le figura que su espíritu ha penetrado en la piedra en la que habita, en la solemne compañía de otras que hasta allí fueron traídas siglos atrás. Y desde la piedra que ahora es su morada, observa su linaje florecer y multiplicarse, y contempla los rostros de sus tataranietos. Sus ojos centellean, rebosantes de dicha. Y, ensimismado con estas ensoñaciones, cae la noche y cubre el paisaje con su sudario.

Sukru Jani sabe de sobra lo fuertes y resistentes que son sus brazos y piernas. Tiene fe en ellos, y de ellos, y nada más, depende su suerte. Cuando taló la jungla del cerro y lo dejó totalmente claro para convertirlo en tierra cultivable, solía trabajar de cinco a seis horas de un tirón, sin descansar el hacha ni un solo segundo. En el pasado solía acarrear el equipaje pesado de los oficiales, en larguísimas travesías, por montañas, junglas y desfiladeros, hasta alcanzar sus bungalós en los campamentos de Kakirigumma o Mankodhjulla. Acostumbrado también está a caminar cargando a hombros un peso de cien libras, en cestos de fibra, colgados del extremo de una vara de bambú, y a ganarse el salario de un ana por cada tres kilómetros recorridos. Su cuerpo es una masa de músculos; sus pantorrillas son tan duras como una roca, y su piel desnuda resiste todas las inclemencias del tiempo. Nunca ha conocido enfermedad o cansancio, y ya rebasa los cincuenta.

Mandia Jani, el primogénito, es clavado a su padre de joven: fuerte, robusto, con el rostro aniñado. Ni el hambre ni la sed interrumpen su trabajo, y ni la fatiga ni el dolor le arrancan nunca la sonrisa. Pero Tikra, el menor, es diferente. De ojos grandes y aturrullado al hablar, le recuerda a su difunta esposa, Sombari.

Por la noche, la familia se reúne en torno a la lumbre. Jili y Bili, que van a por agua del riachuelo, se apresuran cuesta arriba con los cántaros hasta los bordes y vuelven a casa resoplando, salpicando agua al ritmo de sus andares. Conversan, ríen e intercambian bromas y chanzas.

Sukru Jani rescata su cigarro a medio fumar de por encima de la oreja, lo vuelve a encender e inhala el humo. Una atmósfera de honda laxitud emana de las montañas al anochecer y, mientras fuma, se deja invadir por ella.

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Autor: Gopinath Mohanty. Traductor: Mauricio Damián Aguilera Linde. Título: Paraja. Editorial: Punto de Vista Editores. Venta: Todos tus libros, AmazonFnac y Casa del Libro.

BIO

Gopinath Mohanty (1914-1991) fue uno de los más importantes escritores indios de su época. De 1938 a 1969 trabajó en el Servicio Administrativo de Orissa. En Koraput, su primer destino, entabló contacto con las tribus kondh y paraja, interesándose por su cultura y estilo de vida. Esta experiencia fue vertida luego en sus novelas, las cuales escribió en idioma oriya. Publicó veinticuatro novelas, diez colecciones de cuentos y tres obras de teatro. En 1955 ganó el premio Sahitya Akademi por su novela Amrutara Santana; en 1973 se le otorgó el premio Jnanpith por Mati Matala; y en 1981, el Gobierno de la India le concedió la Padma Bhusan como reconocimiento a su contribución a la literatura.

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