En los últimos años hemos podido constatar en España un creciente interés por la época de la contracultura previa a los años ochenta. Libros, tesis, entrevistas y exposiciones se han ido reproduciendo con el empeño de reconstruir un período de nuestra historia reciente. Muchas de estas obras se han centrado en aspectos determinados de la contracultura, y en general han mostrado una vocación de objetividad, pero coincidiendo todas en la riqueza de la experiencia vivida en aquellos años por parte de una generación.
El libro Música dispersa pretende ser tanto un balance provisional de lo ya escrito y relatado como la reflexión puramente personal de alguien que durante mucho tiempo vivió en la sospecha de que la explosión underground y contracultural de los sesenta no podía haber desaparecido de la memoria colectiva sin dejar algunos indicios valiosos.
A continuación, reproducimos el prólogo de Javier Memba a Música dispersa: La contracultura de los años setenta en España como si realmente importara (Postmetrópolis editorial), de José Ardillo.
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Antes que nada, antes incluso que las palabras preliminares a Música dispersa que me dispongo a escribir, quiero dejar constancia de mi gratitud a José Ardillo por su entusiasta reivindicación de un texto que, hace ya treinta y cuatro años -el curso del tiempo es implacable, y se va acelerando en progresión subjetiva a medida que se acerca el fin de cada uno- escribimos el profesor José Luis Velázquez y yo: La generación de la democracia (Historia de un desencanto). Llegado a las librerías en la primavera de 1995 con el sello de Temas de Hoy, aquel trabajo a cuatro manos obedeció a un encargo de Javier Sádaba, director de la colección en la que vio la luz. Se trataba de aproximarnos a nuestra generación, la siguiente a la del 68 -la progre-, que nosotros datamos en el año de las primeras elecciones democráticas celebradas en España, es decir: en 1977. Incluimos en ella a los nacidos en la segunda mitad de los años 50 y la primera mitad de la década siguiente: los del underground, los hermanos menores de los ya entonces manidos progres.
Alzados ante el temor de no poder ir a la universidad por la carestía de sus tasas y los rigores de los exámenes de selectividad, eran jóvenes de entre 14 y 17 años insatisfechos con la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE). La puso en marcha uno de los padres del socialismo español anterior a Zapatero, José María Maravall. Aquella de los bachilleres fue una de las revueltas que sacudieron más intensamente la tercera legislatura de la todavía joven democracia española. Y eso que, esos mismos meses, veníamos de las manifestaciones en contra de la OTAN, en contra de la reconversión industrial -especialmente dramática en Reinosa- e incluso del rechazo a la presa de Riaño. Sin embargo -y así lo ha confirmado el paso del tiempo, cuya retribución consiste en disponer en la memoria, para cada uno y para cada cosa, el sitio que nos corresponde según nuestros merecimientos pretéritos-, de todas las revueltas que conoció aquella tercera legislatura de la aún incipiente democracia española, la única que hizo historia fue esa de los bachilleres referida.
El levantamiento estudiantil cobró más fuerza el 16 de enero del 87. La Coordinadora de Estudiantes de Enseñanzas Medias y Universidad convocó una manifestación a la que asistieron 40.000 jóvenes, que se hicieron notar en las principales avenidas de Madrid. Ya en la calle de Alcalá, durante una hora y media, estuvieron lanzando objetos contra la fachada del Ministerio, entonces de Educación y Ciencia. Hasta que un joven de la organización estudiantil se interpuso para recordar que ellos eran estudiantes y no maleantes. Los antisistema, prácticamente desconocidos hasta entonces, se habían infiltrado entre los estudiantes y también se hicieron notar. Un comentarista de Diario 16, un periódico de la época ya desaparecido, como casi todo lo de aquel invierno, los definió como un conglomerado de “punkis, macarras y forofos de los Ultra Sur”.
Ya entonces, respecto a la manifestación del 16 de enero, la prensa más ponderada se refirió a esos “grupos de incontrolados que pretendieron desviar el curso de los acontecimientos”. Pero aquella revuelta estudiantil alcanzó su punto álgido el 23 de enero. Lo que, en principio, debió ser una manifestación pacífica más, acabó siendo una batalla campal como las que se vieron en Reinosa. Los antisistema arramblaron con el mobiliario urbano y la policía empezó a dar cera. Lo de entonces no fue muy diferente de lo visto en el tardofranquismo y en la Transición: un disparo al aire rebotó, hiriendo a una joven en un glúteo. En la misma refriega, no muy lejos de allí, vivió su minuto de gloria un punk vagabundo al que le faltaba la pierna entera. Era Jon Manteca -el Cojo Manteca para la Historia- cuya minusvalía no fue óbice para que la emprendiese, con una de sus muletas, contra el rótulo que anunciaba la boca del metro de Banco de España. Desde la portara del Herald Tribune, el rotativo estadounidense, hasta los informativos de la BBC, la prensa internacional hizo de Manteca algo así como el Daniel Cohn-Bendit de aquellas revueltas madrileñas.
El nacimiento de una cohorte demográfica
A decir de Ardillo, la del 68, la del 77 y la del 86 fueron tres generaciones surgidas en el magma de un mismo volcán. Sin duda alguna es cierto. Ese fulgor no fue otro que la sedición juvenil, que sacudió la segunda mitad del amado siglo XX. Mucho más a menudo de lo que parece, la historia de estas tres cohortes demográficas se entrelaza y mientras el tiempo les perteneció, su historia siempre discurrió en paralelo y en la mayor de las proximidades. Hoy los del 68 y los del 77 no somos más que ancianos que tienen muy poco que decir sobre ningún asunto. Si acaso los del 86. Aunque a los cincuenta y tantos años que tendrán, se empieza a tener muy poca tela que cortar en cualquier parte. Pero bien puede apuntarse que ese 23 de enero del 87, las tres generaciones que desfilan por estas páginas estaban vigentes en el debate social.
Ese día en que el levantamiento en contra de la LODE alcanzó el paroxismo, la generación del 86 comulgó por primera vez con la del 68 en la revuelta estudiantil, tan parecida a la cadena de protestas parisinas del 68, y con la del 77 en la aportación punk de Jon Manteca. Aunque aquel joven vagabundo estaba más cerca de ese submundo de criminales sin techo, que brutalizan a los más débiles en las novelas de Jean Genet, que de ningún otro sitio, los punks y su No future fueron una de las primeras señas de identidad de la generación del 77. Más aún, puede que la primera referencia de mi cohorte demográfica fuera esa catarsis punk, que sacudió a aquel rock aburrido -según los punks- que se expresaba en suites que, perfectamente, podían ocupar toda una cara del elepé. Una catarsis a escupitajos -entre otros pintoresquismos- de la que aquí en España supimos en las páginas de la revista Star, primera referencia de la prensa y el cómic underground y marginal, que Ardillo buscaba con avidez mucho tiempo después de su desaparición, y yo, con la misma premura, siempre temiendo que la hubieran secuestrado, adquiría mensualmente en los quioscos. Sí señor, antes que con la Nueva Ola -al fin y al cabo una versión edulcorada, vía pop-rock de finales de los años 70 y comienzos de los 80- del fulgor punk del 77, las primeras noticias del punk que tuvimos en España, cuando los lectores del Star aún éramos freaks fue en las páginas de aquella publicación que se jactaba de su marginalidad. En verdad que sorprenden esas concomitancias, esas similitudes, esas coincidencias, entre la educación sentimental del autor de Música dispersa y mi experiencia personal.
En la demografía al uso, esa que nos habla de las generaciones sociales de Occidente en base a diez grandes grupos que abarcan los últimos ciento veinte años[3], José Ardillo estaría integrado en la Generación X. Pero por todas esas referencias a su educación sentimental por las que discurre una buena parte de Música dispersa, bien podría integrase dentro de una tercera cohorte demográfica, dentro los baby bommers, de la que -según la demografía al uso- serían dos microgeneraciones tanto la del 68 como la del 77. Si cuentan más esos afanes que esos rasgos comunes a todos sus integrantes, que en opinión de Ardillo sería imposible encontrar, y esos afanes son el magma de la revuelta, de la contestación, esa generación del 86, a quienes van dedicadas estas páginas por las que el lector se dispone a transitar, son llamas del mismo fuego en el que ardieron las dos cohortes demográficas que la precedieron en el tiempo. Como el autor propone, son la lava de un mismo volcán.
Todos fuimos sediciosos. Pero, como nos recuerda José Ardillo, el profesor Velázquez y yo concebimos nuestra generación, la de la Democracia o del 77, como un contrapunto a la progre. Aunque nos advierte sobre lo perniciosa que puede llegar a ser la nostalgia en ese diálogo que -acaso en comunión con tan antiguo género literario, que tuvo en Platón a su mejor cultivador- abre este conjunto de ensayos que reúne en Música dispersa, yo, convencido como estoy con Jacques Demy -desde que lo descubrí en mi juventud uno de mis cineastas favoritos- de que la verdadera dicha de las cosas está en su recuerdo, tengo en la nostalgia mi primera materia literaria.
Leyendo a José Ardillo –pleno de referencias a nuestra retórica específica- recuerdo aquel periodo del final de mi adolescencia, principio de mi juventud, como un tiempo en que fui consciente de la existencia de una España que empezaba a ser verdad. La del tardofranquismo, que consagraba asuntos que poco o nada tenían que ver con la España real -verbigracia, la vigencia de la moral imperante en los años del nacionalcatolicismo y la autarquía- básicamente, fue una gran mentira. Una trufa que calificaba los primeros festivales de rock como invasiones de la cochambre[4]. Y en aquella España del tardofranquismo, incierta aunque real, tremendamente real, recuerdo a los progres llamándome reaccionario por escuchar a Pink Floyd y beber cubalibres. El rock y la Coca Cola, para ellos -que llamaban “gusanos” a los infelices que conseguían escapar del estalinismo cubano- sólo era una muestra más del imperialismo estadounidense.
Irrevocablemente inadaptados
Con todo, los freaks –hippies urbanos- del 77 y los progres del 68 tenían una misma raíz: unos y otros surgieron en esa cultura de la revuelta y la contestación, común a todas las nuevas generaciones de baby boomers nacidas tras 1945, imbuidas por ese sueño de posguerra -el buen rollo, el pacifismo- del que nos hablaban los Pink Floyd, vendidos al mainstream, de The Final Cut (1983). De cuando entonces recuerdo un libro del gallego Xaime Noguerol -otro de los autores traídos por Ardillo a colación. En aquellos días (1978), Noguerol era el responsable de una editorial, La Banda de Moebius, que operaba desde un piso en la madrileña calle Pizarro. Recuerdo haberle visitado, con motivo de unas posibles publicaciones, en una ocasión. Pero lo que más recuerdo es el título de su primer libro: Irrevocablemente inadaptados (Crónica de una generación crucificada) (1978). Encontré aquel título -el título en sí, desgraciadamente no he podido leer aquellos versos- apesadumbrado como ningún otro de los que había tenido noticia hasta entonces. Bien es cierto que a mis 18 años había sabido de muchos menos títulos que los que yo imaginaba, quizás porque gustaba de aprendérmelos todos. Pero también es verdad que no experimenté ningún rechazo ante esa pesadumbre. Antes al contrario, aquella aflicción me magnetizó. Todos los elementos negativos, de nuestra retórica especifica, nos complacían -recuérdense los imperdibles que los punks se prendían en las mejillas para escándalo de las ancianas-, eran un arma arrojadiza contra el establishment, que llamaban a lo establecido en el Star y en el común de la prensa marginal. Obrábamos así, tanto por criticar al Sistema, en su concepción más amplia, como por molestar a la generación del 68, todo el día con Paco Ibáñez, el soldadito de Bolivia y la boina del Che Guevara.
Empero ese nuevo entendimiento, que el sedimento de sus revoluciones fallidas puso en marcha, el desencanto, al que también se refiere Ardillo, fue algo común a las tres generaciones que transitan por las siguientes páginas. Los de mi quinta y mi condición de irrevocablemente inadaptados éramos perdedores natos. Siempre lo fuimos: perdedores y sospechosos. Cuando la policía tomaba la filiación a la gente, los primeros éramos nosotros. Los del 68 se desengañaron después, cuando comprendieron la imposibilidad de su revolución. La contracultura y su máxima expresión, el underground, no eran retóricas esperanzadas; todo lo contrario: eran retóricas, culturas, complacientes con los vencidos. El 68, imbuido por su marxismo, hablaba de la revolución; el 77, de la utopía. “La droga mata lentamente, no tenemos prisa”. Todo era parsimonia, indolencia. El 68 estaba en la construcción de un mundo nuevo; el 77, en mantenerse en la disipación del presente. Ese magma común, ese volcán en el que surgieron las tres generaciones contestatarias, hoy no es más que el consabido desencanto en el que acaban todos los sueños -o ideales- colectivos. La esperanza, si es que alguna vez existió se quedó en la generación del 68.
Orígenes de dos sediciones
Permítaseme ahora una pequeña digresión para dar noticia de los orígenes de la contestación juvenil antifranquista -la progresía- y la contestación underground en lo que a España se refiere.
A fe mía, los albores de la progresía del 68 hay que buscarlos en el antifranquismo estudiantil, del que siempre receló el movimiento obrero, dicho sea de paso. Ya en 1947 hubo un dato muy significativo: Nicolás Sánchez-Albornoz -hijo del historiador, y ministro del gabinete presidido por Diego Martínez Barrio durante la Segunda República, Claudio Sánchez-Albornoz-, fue detenido y condenado a trabajos forzados en la construcción del Valle de los Caídos por intentar volver a poner en marcha una antigua organización universitaria republicana, la Federación Universitaria Escolar. Su suerte fue la misma, y por el mismo motivo, que la de Manuel Lamana, otro hijo de republicanos exiliados. Uno y otro consiguieron escapar del Valle de los Caídos y encontrar refugio en Francia con la ayuda de dos chicas estadounidenses, Barbara Mailer -hermana de Norman Mailer- y Barbara Probst Solomon. Fuga rocambolesca, auténtico hito en la contestación juvenil al franquismo -aquel franquismo en que eran rigurosamente ciertos la autarquía y el nacionalcatolicismo-, aquella huida bien puede entenderse como una primera referencia de la contestación juvenil a la dictadura. Un hito protoprogre si se me permite la expresión. Después llegó el PCE y, con la consabida excusa de que eran los más organizados, arrambló con todo en su propio interés. Años después, cuando llegó la democracia, con las mismas, el PSOE arrambló con toda la labor en la clandestinidad de los carrillos, que llamábamos en el 77 a los comunistas peceros.
Los orígenes del Underground español, esa cultura -contracultura- del 77, en la que, como tantos y tantos de mis contemporáneos, yo fui joven y feliz, empero mi temprano afán por la autodestrucción, podrían remontarse a la Sevilla de 1967. Más o menos fue en aquel verano cuando empezaron a verse los primeros hippies en la Glorieta de los Lotos, del parque de María Luisa de la capital andaluza, imbuidos por una nueva mística, en gran medida nacida de la experiencia lisérgica.
Varios años antes, en 1953, según lo dispuesto en los Acuerdos de Madrid, firmados entre el Régimen y los Estados Unidos, el 23 de septiembre de aquel año, esa reserva espiritual de Occidente, que había sido España, a decir de sus prebostes, dejaba de ser una autarquía. A cambio de ayudas económicas y militares, la Piel de Toro se comprometía a albergar diferentes bases norteamericanas. Pocos meses después, en 1954, comenzaron a operar las de Zaragoza, Torrejón de Ardoz, Morón de la Frontera y Rota. Fue a través de esas bases como llegaron a España los primeros discos de rock & roll. Y el rock & roll evolucionado, esto es: el rock, fue la piedra angular de toda la sedición juvenil que conoció la segunda mitad del siglo XX: un desencanto, como en una primera apreciación parece la crónica de las distintas generaciones surgidas en su seno -la del 68, la del 77 y esta del 86, cuyos parámetros nos propone Ardillo a continuación-; tres quimeras, sí, como el sueño de posguerra de los Pink Floyd del mainstream.
Tres desilusiones en cuyo sedimento –“Hijos de un volcán que se extinguió muy pronto”, sostiene Ardillo en ese diálogo con un amigo imaginario que mantiene a continuación-, al volver sobre ellas ahora, que de todo hace tanto tiempo, se percibe el germen del nuevo entendimiento de nuestros días ya citado anteriormente -pacifismo, cuestionamiento de la autoridad, tolerancia, respeto al diferente, ecología incluso- respecto a ese Occidente anterior a la sedición juvenil. Habrá que recordar que el rock hizo mucho más, infinitamente más, por poner fin a la guerra de Vietnam que toda la izquierda revolucionaria junta.
Pues bien, algunos de aquellos soldados que combatían en el Sudeste asiático bajo los efectos del LSD, eran los mismos que estaban en las bases españolas, en cuyo interior podía adquirirse lo mismo que en cualquier ciudad estadounidense. Y las de Morón y las de Rota, fueron la puerta de entrada a España del rock ácido californiano en 1968. Diez días después de ponerse a la venta en San Francisco los discos de Jefferson Airplane y Grateful Dead podían comprarse en los sectores civiles de los acuartelamientos estadounidenses en España. Fue así como el Ritmo del Diablo entró en la antigua reserva espiritual de Occidente. Y con él los primeros versos de Allen Ginsberg, aún sin traducir y algún otro de los autores canónicos de la sedición juvenil.
“Cuando la música se acabe, apaga la luz”, recordaba Jim Morrison en When the Music’s Over, una de las canciones más celebradas de Extranger Days, su álbum de 1967. Hasta ese punto marcaba el rock la sedición juvenil. En Sevilla, en San Francisco y en Ámsterdam. Un par de años antes, los afectos a la canción protesta, a los que la electrificación de Dylan les pilló con el paso cambiado, habían tenido una buena oportunidad para descubrir que los tiempos estaban cambiando a raíz de aquel festival de Newport. Ese Dylan de 1965 “que simbolizó justamente eso que Roszak llamaba la desafiliación propia del movimiento contracultural, el gesto drop-out o lo que los franceses llamarían el desengagement, es decir, una postura de alejamiento desdeñoso de todo tipo de organización social opresiva, de renuncia, de dejar de creer en dogmas, catecismos, ideologías”, recuerda Ardillo. El autor vuelve aquel concierto de comienzos del verano del 65 en más de una ocasión porque, en efecto, marcó un punto de inflexión en la sedición juvenil. Aquel veinticinco de junio de 1965, en que Pete Seeger, comunista de toda la vida, estuvo a punto de desenchufar el amplificador del cantautor de Minnesota, marcó un punto y aparte. Una vez más volvió a ponerse de manifiesto la aversión de la izquierda revolucionaria al rock, en la que se mantuvieron, prácticamente, hasta el London Calling (1979) de The Clash. Ese fue el álbum con el que, finalmente, comprendieron que el rock podía llegar a ser tan revolucionario, o más, que aquellas monsergas de Quilapayún y el resto de la nueva canción chilena que, cuando Allende accediera al poder (1970) y la pusiera en marcha, tanto habría de gustar a la gente políticamente organizada. Ellos la construcción, nosotros, sus hermanos pequeños, la disipación.
De momento, en 1967, aquí en España, los de la canción protesta venían entonando Al vent, la más célebre pieza del valenciano Raimon, convertida por la estudiantina organizada políticamente en todo un himno de resistencia antifranquista -mucho más escuchado que La Internacional, que estaba prohibida- desde que en 1962 Raimon fue invitado a cantar en Barcelona junto a Els Setze Jutges y aquel valenciano se convirtió en un mito de la canción comprometida en España entera. Se escuchaba a Raimon en las asambleas, y la policía entraba dando cera.
Pero aún faltaba para que los guardias, la autoridad competente, empezase a enterarse de “qué iba el rollo” -digámoslo como se decía entonces- en la Glorieta de los Lotos. Durante varios meses del año 67, allí, en ese rincón del Parque de María Luisa, se juntaron beatnicks, grifotas, vacilones y hippies tempranos. Tanto fue así que Sevilla no tardó en convertirse en un cenáculo contracultural de primerísimo orden. De hecho, empezaron a llegar melenudos de todas partes del mundo, con la misma frecuencia que empezaba a vérselos por los caminos perdidos de Asia.
A España venían porque, empero la Guardia Civil, la Policía Armada -los grises- y aquellos aldeanos que les cortaban el pelo -tal era el caso del cura y del dueño de la gasolinera, en Formentera- rara era la farmacia en la que un hippie no podía adquirir diversos medicamentos, especialmente dados al uso recreativo, sin necesidad de receta alguna. Ardillo nos recuerda aquello de William Blake: “Los caminos del exceso conducen a los palacios de la sabiduría”. Aunque, poco después, nuestro autor apunta a lo “estrafalarios” que podían llegar a ser los resultados de las búsquedas por los caminos de Asia. Yo aún recuerdo -y con más frecuencia, de un modo obsesivo, a medida que el tiempo se acaba-, a aquellas chicas que, ya entrados los años 70, olían a pachuli, vestían faldas de artesanía, anudaban en sus pulseras piedras de Mauritania y nunca volvieron de los caminos de Asia.
Pero no adelantemos acontecimientos. A la Sevilla de 1967, también se iba por la fusión entre el rock y el flamenco que empezó a llevarse a cabo. El célebre rock andaluz de comienzos de los 70 empezó a gestarse entonces, en aquellas fusiones. Por cierto, Hijos del agobio (1977), el título de uno de los álbumes de Triana, una de las formaciones más representativas de aquel fenómeno, es harto elocuente sobre ese desencanto que gravitó sobre el Underground desde su mismo alumbramiento.
De ese caldo de cultivo Sevillano nació el grupo Smash, una de las primeras referencias del rock psicodélico español, junto con Música Dispersa, esa formación barcelonesa que da título a estas páginas. Veamos un fragmento de uno de sus manifiestos, el de Lo Borde, parece ser que escrito por Gonzalo García Pelayo y Julio Matito. El underground, sevillano, como recuerda Joaquín Salvador -quien gusta definirse como uno de sus ideólogos- fue pródigo en frases paradigmáticas. Estas en concreto están extraídas de una sección del citado manifiesto, Cosmología de la estética de lo borde:
“No se trata de hacer flamenco pop ni blues aflamencados, sino de corromperse por derecho, y solo puede corromperse uno por el palo de la belleza… La diversión no es el cachondeo, sino la bronca que te pega la belleza. Imagínate a Bob Dylan en un cuarto, con una botella de Tío Pepe, Diego del Gastor a la guitarra y la Fernanda y la Bernarda de Utrera haciendo compás. Y dile a Bob Dylan que cante sus canciones. ¿Qué le entraría a Bob Dylan por ese cuerpecito? Pues lo mismo que a Manuel Molina cuando empieza a cantar por bulerías con sonido eléctrico: Aunque digan lo contrario, / yo sé bien que esto es la guerra, / puñalaítas de muerte / me darían si pudieran”.
Nunca seremos lectores de las aventuras de Carvalho, pero parece ser que Manuel Vázquez Montalván -el progre por antonomasia-, que escribía en Triunfo sobre rock progresivo con el seudónimo de Luis Dávila, no escatimó elogio para el trabajó de Smash. Pero aún hay más. Sin dejar la música a un lado –“Cuando la música acabe, apaga la luz”- hay otro ejemplo meridiano para ilustrar al lector sobre lo cercanos en el espacio que discurrían el espíritu de la contestación progre y la contracultura que el Ajoblanco –publicación libertaria- se empeñaba en matar, frente al Star, nihilista, su órgano de expresión.
Además de la Glorieta de los Lotos, el otro cenáculo hispalense que vio nacer el underground español fue un club del barrio de los Remedios: Dom Gonzalo. Abierto a finales de diciembre del 67en el número 32 de la calle Virgen del Valle por Gonzalo García Pelayo, futuro productor de Smash, cineasta independiente y futuro director de la serie Gong para la discográfica Movieplay, Dom Gonzalo fue uno de los primeros establecimientos españoles que entendieron el concepto de la discoteca, entonces nuevo y totalmente ajeno a esos antros para la alienación juvenil que acabarían siendo. Inaugurada en la Nochebuena de aquel año 67, Dom Gonzalo fue el primer establecimiento público de la Piel de Toro donde se escucharon discos de Jimi Hendrix y Pink Floyd. Ni que decir tiene que sufrió una larga serie de cierres gubernativos.
Pero a Dom Gonzalo cumple recordarla por las mixturas de personal que se producían en su interior. En sus veladas se mezclaban los soldados estadounidenses menos inspirados por el ardor guerrero de su país con los nuevos flamencos. Los progres del PSOE sevillano, el que quince años después tomaría el poder y, ya en los albores de la generación del 86, defendería la permanencia de España en la OTAN. De momento, Amparo Rubiales, que ya en épocas más recientes se vería obligada a renunciar a la presidencia del PSOE en Andalucía por unas declaraciones antisemitas anteriores a la guerra de Gaza hubo épocas en que era fácil verla cualquier noche en Dom Gonzalo.
Y Gonzalo García Pelayo, impulsor de aquella discoteca en la que se mezclaban el flamenco y el blues, referencia obligada en la Sevilla contracultural, también fue el director de la serie Gong, de la discográfica Movieplay, donde grabaron desde Víctor Jara hasta Quilapayún, de la nueva canción chilena a Carlos Puebla y los Tradicionales, los cantores al servicio del estalinismo cubano que tanto gustaban a los comprometidos y los organizados, todos se dieron a conocer en el panorama español merced a los discos suyos, que editó aquí el antiguo manager de Smash. En efecto, el 67 y el 77 fueron la lava de un mismo volcán, aunque recelaban entre ellas como dos hermanos que no se llevan bien.
De la revuelta a la posmodernidad
Después el tiempo pasó y, tras la catarsis punk del 77, recorrimos el camino que nos llevó de la revuelta a la posmodernidad. Como anunciaba en su despedida el último número del Star -y Ardillo nos recuerda-, lo común, lo colectivo, la unidad, hasta las comunas de los hippies… Todo eso quedó atrás. La posmodernidad era hedonista, individualista y juvenil. La música no acabó, simplemente se volvió más alegre, menos grave. Siempre estuve más cerca de esa parsimonia, con la que mataba la toxicomanía, que de quienes sostenían que las drogas eran sustancias liberadoras prohibidas por el fascismo en su afán represor, tal era el caso de mi queridísima prensa marginal.
De modo que será mejor correr un tupido velo sobre aquel temprano afán de autodestrucción que me ocupó, como a tanta gente de mi época. Mantengamos en la misma incógnita el número de yonquis españoles que fueron consecuencia directa de Heroin (1967), la célebre canción de Lou Reed, que el de aquellos que siguieron el consejo de Tierno Galván cuando, siendo alcalde madrileño del PSOE, el viejo profesor pronunció en las fiestas de San Isidro de 1984, en la presentación de un concierto de Leño aquello de: “Roqueros: el que no esté colocado que se coloque… Y al loro”.
Yo entonces, en el 84, no era roquero, era rocker -amante del rock & roll seminal desde la catarsis punk-, del freak que fui -amante del rock progresivo y el sinfónico- me quedaba muy poco. Pero lo bastante como para aborrecer las viñetas que publicaba en El País Forges, el más gracioso de los progres. Le recordaba ya antaño, imbuido de esa condescendencia de la ya antigua progresía con quienes, aunque sabe opuestos a su cosmovisión, considera inofensivos. Siempre le recordaré unos años antes, cuando ironizaba en sus viñetas sobre Aleksandr Solzhenitsyn. Yo me encontraba tan distante de los progres como de los del búnker, que se llamaba a los fachas más recalcitrantes, nada que ver ni con Forges ni con Solzhenitsyn. Vaya evocando aquel lema de la portada del número 26, de la revista Star, yo estaba “contra todo y contra todos”. Naturalmente, lo que no hubiera hecho nunca, era coger esa pistola con la que Juan José Fernández -otro de los autores más citados por Ardillo- y un par de amigas, apuntaban a los lectores en aquella ilustración, hoy mítica.
Yo era un freak orgulloso de sus americanismos, esos mismos americanismos de los que nos habla Jaime Rosal en su relato Debo al jazz (1977) para estudiantes de un “Preu sin sentido”. A Rosal -cuya obra admiro tanto como hace Ardillo, quien nos lo descubre, junto a Mariano Antolín Rato y sus acólitos de la Nova Expression, como uno de los grandes de la ciencia ficción autóctona y ésta, como otro tanto en cuanto a la literatura española del undergroundl-, a Rosal -decía-, sus mayores le acusaban de estar americanizado por su amor al jazz. A mí me ocurría otro tanto por mi amor al rock. Americanizarse formaba parte de la liturgia en torno al Ritmo del Diablo. Americanizarse como los personajes de las películas de Wim Wenders, americanizarse como lo estaba aquel realizador alemán. Y el americanismo también dejó de ser censurable con la posmodernidad.
Para mí, el rock, siempre fue ecomo la revolución para los del 68. Siempre me recordaré evitándoles como a una nube de piedra. Aborrecía su comunismo ortodoxo -contra el que también se alzó ese París del 68, maoísta o situacionista, que, sin embargo, en tan alta estima tenían los sesentayochistas españoles-; aborrecía su monomanía con la canción protesta, especialmente con la latinoamericana y con el boom de la literatura de aquellas latitudes. Para ellos, nada era comparable a La cantata de Santa María de Iquique (1970), donde los Quilapayún daban noticia de tres mil seiscientos obreros asesinados. Aún puedo verlos, casi en trance, al escuchar Te recuerdo Amanda, de Víctor Jara, después de haber oído la historia de su calvario. Todo ello había que enmarcarlo dentro de esa cosmovisión concienciada, que, a la postre, no era otra cosa que la vehemencia común a todos los prosélitos de causas. José Ardillo lo llama el “histerismo activista”.
No estuve solo en aquella liturgia surgida en torno al rock, nuestra primera referencia cultural, pilar de nuestra educación sentimental. Seré gregario por una vez, será ésta una de las pocas ocasiones en las que escribiré en primera persona del plural. Éramos muchos los de aquel torpe aliño indumentario que nos identificaba a los freaks. Españoles pero parecidos a los Freaks Brothers de Gilbert Shelton, otro de los grandes historietistas del cómic underground, a quien también descubrimos en las páginas de la revista Star y en toda aquella prensa marginal. Y mientras tanto los progres leían al plúmbeo de don Antonio Machado, en quien nunca quisieron ver a ese pederasta que, de hecho, fue el autor de Campos de Castilla (1912).
Música dispersa fue una banda catalana tan efímera como influyente en el rock progresivo español. Debo confesar que no conté entre las cuatrocientas personas que en 1970 compraron su primer y único álbum, titulado como la formación. Ahora bien, Qualsevol nit pot sortir el Sol (1975), el célebre álbum de Jaume Sisa -alma máter de Música dispersa-, fue una de las piezas principales de mi banda sonora del verano de 1976. La canción que daba título al álbum –Cualquier noche puede salir el Sol- aún me conmueve. Había algo en Sisa, en todo el rock progresivo español, que me recordaba a Kevin Ayers.
En aquella sazón, ya me encontraba entre la acracia más individualista -antes muerto que gregario ha sido siempre uno de mis lemas- y el nihilismo: Ni Dios ni Amo, ni CNT, de Carlos Semprún Maura, fue una de mis lecturas mejor aprovechadas de entonces. Los progres ya estaban con su Cortázar y su Gabriel García Márquez. Yo leía a Kerouac –En el camino, con el título de En la carretera (1957) era el primer número de la colección Star Books, ese “mito” también citado por José Ardillo– y Claro que sí!, los freaks -que nos autodenominábamos- del 77, con nuestro torpe aliño indumentario éramos un contrapunto a la generación del 68.
Sin embargo, se diría que José Ardillo ha sido el único en observarlo. Algunos años después de su publicación, no muchos tres o cuatro, en cualquier caso, la vida editorial de La generación de la democracia fue sensiblemente más breve que la de cualquier otra de mis publicaciones, se olvidó. Descubrí que se conservaba un ejemplar en la biblioteca del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y en otros centros de enjundia. De vez en cuando alguien me decía que se había hablado de él en algún aula. Pero poco más. Con todo mi corazón, deseo mejor suerte a este Música Dispersa de José Ardillo.
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Autor: José Ardillo. Título: Música dispersa: La contracultura de los años setenta en España como si realmente importara. Editorial: Postmetrópolis editorial.
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Las máscaras de la ficción
/marzo 18, 2025/La máscara de Dimitrios nos presenta a un escritor de novelas de misterio, Charles Latimer, famoso en casi toda Europa entre los lectores de ese género literario, que forman una especie de país o cultura aparte. Sus obras despliegan problemas cuya solución no siempre está a la altura de cualquiera, aunque con el tiempo sea fácil descubrir cuáles son sus costuras porque todas obedecen a una misma forma de pensar, un tanto audaz pero en definitiva bastante racional.
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Marian Keyes: “Nunca te tienes que disculpar por lo que te gusta leer”
/marzo 18, 2025/Con más de 25 años de trayectoria y millones de libros vendidos alrededor del mundo, Keyes celebra el poder de las redes sociales para poner a los lectores en el centro del mercado editorial. Ha participado en la segunda edición del Crush Fest, una feria de literatura young adult que se celebra en Barcelona y que reúne a más de cincuenta autores para celebrar presentaciones de libros, firmas, mesas redondas y charlas en torno a la literatura juvenil. En una entrevista con Efe, la autora explica que el fenómeno BookTok, nacido en la red social TikTok, ha hecho que los…
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