Hace ahora una década que Álvaro del Olmo publicó Hombre sobre una escultura, una primera novela que asombró a una parte de la crítica. Ahora regresa con una novela que podría ser tanto un cuento como una fábula o incluso una historia fantástica en la que se reflexiona sobre el vínculo —o, mejor dicho, la separación— existente entre un autor y su obra.
En Zenda reproducimos el arranque de Parece una fábula (Rayo Verde), de Álvaro del Olmo.
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Sentada junto al aljibe, ¿qué imagina Muladí que escucha? ¿Qué es lo que está imaginando que aleja del edificio el sonido del viento, de los árboles donde tiene los ojos en? Recuerda Múa un sonido violonchelo, una voz poromorfina, que regalaba órdenes con tanta ternura que versos, con tal temple dormida.
—Sueñen, soñad por favor los zapatos. La camiseta quien no tenga frío. Únicamente, si acaso, dejaría despierto el pantalón. Vamos ahora a la comodidad en silencio primero. Bien. En primera posición. Pero la auténtica; es decir, sentados. Vamos a pensar sentarse, vamos a pensar respirar. Eso es. Voy a dejar de hablar en cinco, cuatro, tres.
Literalmente, es posible, Val Niranyana no diría tal cosa. Ocurre que devenir Muladí dormida junto al aljibe y el recuerdo de su madre, su voz sugerir dictando, le despierta una aparición.
—¡Si piensan en bailar, entonces eso es lo que terminarán haciendo! Bailar no consiste en bailar. Como escribir un poema no consiste en escribir un poema. Tomen el hilo de donde cuelga lo que han aprendido, mírenlo largamente y después desenhebran todo, lo echan al agua y lo miran nadar como patos de papel aprendiz de brujo. Y en un momento de esa contemplación se arrancan a bailar si quieren. Si quieren, pero quiéranlo.
Hay que considerar que, por aquel entonces, Muladí metro veinte escuchaba desde una esquina del edificio, pegada al suelo del vestíbulo principal en silencio reptil, cuando no distraída. Su madre daba todas las órdenes a los estudiantes con exactitud prismática y todos los estudiantes la trataban tan bien y la querían tanto. Medio dormida frente a su libro amarillo verde esmeralda auténtico, Muladí la escuchaba decir:
—Será de esta manera.
Decía. Y después lo explicaba. Si quieren, pero quiéranlo.
Quien decidiera abandonar el edificio no debía apurarse. Val Niranyana lo ayudaría incluso a hacer el equipaje y, al día siguiente, muy temprano, eso sí, pero con enorme solicitud y sonrisa, lo acompañaría por el sendero que comienza tras el aljibe y, al cabo de una hora de marcha a punto de salir el sol, cuando todos los peligros estuvieran ya superados, entonces y solo entonces, cuando la ciudad se divisara claramente y, digámoslo de una vez, cuando la distancia hasta la ciudad fuera tal que solo un tonto se extraviaría, Val Niranyana le daría al desertor estudiante un abrazo, las gracias, un presente que podría ser un muñeco de madera tallado la noche anterior y, ahora sí, ya está, tras el último abrazo por fin para siempre, volvía a paso ligero para estar lista en el edificio a primera hora. Los alumnos sufren muchísimo mientras esperan. Terminan peleándose o volviéndose locos. Se sienten solos, se derrumban o se dan importancia.
Por ejemplo: una vez, Muladí estaba despierta leyendo su libro amarillo que desprende color verde esmeralda auténtico, cuando advirtió a una alumna escurrirse en silencio hacia el claro donde el edificio descansa. Entonces, Val Niranyana, que nunca abandonaba el sueño por una tormenta pero que saltaba de la cama si escuchaba un goteo de pies descalzos atravesando el vestíbulo ¿principal?, dijo:
—Hija, ¿qué ha pasado? ¿Se ha marchado alguien?
Muladí dormiría esa noche con su madre en la misma cama. Ambas lloraron despacio, sin apenas envejecer. En particular, ¿quién se había marchado?
Todos eran en particular.
Val Niranyana decía:
—Será de esta manera.
Esa frase la recuerda, la desea muy bien. A su madre explicando que el resultado sería una danza que nadie vería nunca.
—Pero ¿lo decía antes de comenzar? Si no, los alumnos podrían sentirse traicionados, ¿no? —le podrán preguntar a Múa en algún momento.
Pero Múa no sabe. Solo que era así. Muladí era muy pequeña y así eran las cosas.
—Y dígame, Muladí, ¿era su madre quien lo financiaba todo? ¿O pagaban los estudiantes, como un curso de verano? ¿Durante cuánto tiempo se preparaban? ¿Cómo conseguían llegar hasta un edificio escondido en medio del bosque? ¿Qué hacían cuando todo acababa?
Preguntas que habrán de hacerle muy razonables: las económicas, las espaciotemporales, las causas y los efectos. Así requerida, Muladí Niranyana podría tener en algún momento que dar algunas explicaciones, respuestas probables, casi inventadas, que en todo caso no hablan el mismo idioma que los recuerdos. Muladí sabe cosas sencillas. Que nunca presenció transacción económica alguna; dos años por decir algo porque Muladí no tiene la memoria dividida, digamos, en estaciones. ¿Cómo llegaban los estudiantes hasta la loma donde el edificio descansa? Quién sabe. Por aquel entonces los cuatro por cuatro parecían exclusividad de los militares. La idea de su madre, la espléndida Val Niranyana, era danzas sin público, aunque podría no terminar siendo exactamente de esa manera.
—Todo aquello… Esos años en el edificio… Todo parece una historia inventada por alguien —le dirían a Muladí.
Después de tanto tiempo, Múa toca el violonchelo. Le gusta porque suena como una voz, pero no lo es. Esto le resulta muy importante: solamente se le parece.
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Autor: Álvaro del Olmo. Título: Parece una fábula. Editorial: Rayo Verde. Venta: Todos tus libros.
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