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Paris sera toujours Paris, de Màxim Huerta

Paris sera toujours Paris, de Màxim Huerta

A través de los personajes, lugares y aromas de la París de los años veinte, epicentro de la cultura y la diversión, Màxim Huerta y María Herreros nos proponen en Paris sera toujours Paris (Lunwerg Editoresun paseo por los elementos inspiradores de aquella capital francesa: la famosa librería Shakespeare and Company, el desafío de las garçonnes, las bandas de jazz, las manifestaciones surrealistas, la deslenguada Kiki de Montparnasse… Zenda te trae las primeras páginas del libro.

LA PLUS BELLE VILLE DU MONDE

París en invierno es lluviosa, fría y hermosa. París en primavera es bulliciosa, colorista y hermosa. París en otoño es ajetreada, gris y hermosa. París en verano es soleada, imprevisible y hermosa. París es hermosa. Ayer y hoy.

París es ese lugar donde sabes que van a sucederte historias, el entorno en el que cambias de nombre y de forma de andar. París es la calle en la que te paras, la silla en la que te sientas y la chimenea hacia la que miras. ¿Ves la buhardilla con la pizarra negra y el canalón donde descansan los pájaros? La ventana está abierta de par en par. Intuyes dentro un hogar, algo estrecho, donde te gustaría vivir. Suspiras de envidia. Vuelves la mirada a la calle.

París es el charco y las flores. París es el café crème y el vino caliente. París es el escaparate donde te reflejas y el Sena donde quieres verte reflejado.

París es la sofisticación de lo normal, el chico despeinado y la muchacha que lee. París es la parte trasera de Montmartre, el Moulin por la noche, el niño que empuja el barquito en el jardín de Luxemburgo en domingo, el croissant en Buci, la bulla en el bar oscuro donde vibra el jazz manouche, el disco viejo de Gainsbourg en Saint Paul, el tarareo involuntario en Pigalle, las mesas pequeñas donde evitar miradas, o jugarlas, el pícnic en el Campo de Marte, el corcho de champagne que flota en Saint Martin, las cañas lentas en Le Marais, las camisetas de rayas, las tablas de salchichón y queso, las zapatillas rotas de ese chico que pasea y el hombre apoyado en la barra de Le Balto que duerme la mona de ayer. París es la gorra torcida, la callejuela tras el Panteón llena de frutas, los pies colgando en la isla al atardecer, el kebab de Barbès de madrugada, el beso en los besos de Abbesses, la foto imposible desde lo alto del Arco de Triunfo, el precio del café, el jaleo tras Odéon, la cola en los cines, los museos, las paradas de metro que posan como maniquís de Saint Laurent, la pirámide del Louvre, la placa verde y azul donde pone «boulevard» y el adoquín donde se ha quedado pegada tu foto. Esa que acabas de hacerte en el fotomatón queriendo ser Amélie Poulain. Allí se queda. Como tú quisieras. Pegada.

París es siempre París, la plus belle ville du monde. Atrás quedan los días de Hemingway y Modigliani, de Foujita y de Kiki, de Atget y Cocteau, de Coco y de Mistinguett. Pero todos se aparecen como fantasmas en tu paseo, en la sombra de lo que pisas y en el espíritu de lo que hoy es la ciudad. Es un París muy distinto al de antaño, sí, pero sigue vivo en la postal que da vueltas en el puesto de Saint-Germain como un carrusel —esa que dice: «Il faut toujours un coup de folie pour bâtir un destin», de Yourcenar—, se levanta de nuevo cada vez que te apoyas en el muro del Sena y oyes de lejos el acordeón, y todas esas revistas y libros gastados de los bouquinistes vuelven a la vida a tu espalda sin que tú los veas: las modelos, los pintores, los canallas, las garçonnes, la bohemia y el viejo París recuperan su pasión. Esa que nos hace imitar a Édith Piaf mientras miramos el cielo que anuncia tormenta. Parece que va a llover. Tout ça m’est bien égal.

Placas de las calles

«4e Arr t. Rue de Rivoli.» «8e Arr t. Avenue des Champs-Élysées.» «7e Arr t. Rue du Bac.» «6 e Arr t. Place Saint-Germain des Prés.» Miramos el esquinazo de la calle y no solo nos encontramos con la localización de nuestro lugar en el mundo. Esa plaquita que vemos es más. Es una pequeña porción de arte. Dirás: «Arrête ton cinéma!, ¡eso sucede en cualquier extremo de las vías de una ciudad!». Puede ser. Pero en París las placas de las calles tienen un plus de estilo. C’est la vie parisienne.

El diseño fue ordenado por el conde de Rambuteau en 1847. La capital francesa se estaba transformando y aspiraba a ser la metrópoli más moderna de Europa. La más bella. La más mirada. La más coqueta. Los parisinos querían demostrar que eran distintos, que las suyas no eran unas calles más, que pasear en busca de una dirección debía tener el acento francés.

Por ello, decidieron romper con la frialdad de las líneas rectas y se inventaron las placas que hoy conocemos. «Algo chic», pidió alguno de los presentes. Y así fue. Chic, original e icónico.

—¿Has dicho chic?

—Sí. Y eterno.

Ahí las tenemos: unas placas de metal esmaltado de azul marino con borde verde y letras en blanco. En la parte superior del nombre de la calle, a fin de darle una chispa de gracia, añadieron un semicírculo para escribir el número del arrondissement o barrio. ¿Cuántos? Del 1 al 20. La famosa espiral que empieza en el Louvre y va recorriendo París en el sentido de las agujas del reloj. Y como ejemplo de que la ciudad amaba la cultura, también decidieron incluir en ocasiones el nombre de lugares o personajes conocidos.

El mercado de las flores

Desde el año 1808, este mercado hace las delicias de los habitantes de París que acuden a la place Louis Lépine para comprar flores. En sus orígenes, llegaban a diario cientos de cajas repletas de flores apiladas unas encima de las otras para que el frío no quemase los pétalos rápidamente. La humedad del Sena generaba una atmósfera acuática que ayudaba a expandir el lenguaje —y el aroma— de las flores atrayendo a los vecinos de la Cité. Allí se reunían todas las mañanas, sobre todo las mujeres, para comprar las flores frescas que después colocarían en los jarrones de casa con el mismo entusiasmo con el que preparaban su receta favorita, disponían la mesa de una comida familiar o esperaban la llegada de unos invitados especiales.

Texturas, formas y colores. La vida se respiraba en el mercado de las Flores. En esas tres casetas grandes y alargadas, de hierro, madera verde y cristal. Un auténtico invernadero urbano que esconde en su interior rosas, peonias, lavandas, lirios, hortensias, muérdago atado con cuerdas, amarilis, jacintos, tulipanes, francesillas, orquídeas.

«Las hortensias más bonitas del mundo, aquí. ¡Compre!»

Nota: El mercado estaba abierto durante todo el año y solo los domingos dejaba su espacio al mercado de los Pájaros, que comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a las siete de la tarde.

La ruta del croissant parisino

Bueno, bueno, bueeeno. Mucho paseo, pero a esta página acaba de llegar el olor de la viennoiserie preferida de los franceses: ¡el croissant! Cada boulanger tiene su truco y cambia ligeramente de un horno a otro. Por eso, desde 1830 se celebra en París el concurso del Meilleur Croissant au Beurre AOC Charentes-Poitou d’Île-de-France. Todo un título. Mordisco a mordisco, eligen el mejor de la ciudad.

Lo curioso del croissant es que su origen se encuentra en la Viena del siglo XVII, cuando las tropas de Mustafá Pachá pusieron cerco a la ciudad austríaca. Hagamos memoria.

La estrategia del militar turco era invadir Viena a través de un túnel que atravesara las murallas de la ciudad. Lo construirían de noche y…

Arrête, arrête, arrête! ¿Qué tiene que ver todo esto con el croissant?

Resulta que los panaderos que trabajaban de noche se percataron de la amenaza por los continuos ruidos a esas horas de sueño y calma. Dieron la voz de alarma y salvaron a la ciudad venciendo al enemigo.

Y, claro, en recompensa, el archiduque Leopoldo I reconoció con honores y privilegios al gremio de panaderos. Fue una fiesta. Los humildes boulangers estaban tan contentos que crearon dos panes como gratitud y recuerdo de la victoria. Uno con el nombre de «emperador » y otro con forma de la media luna de la bandera otomana. Esta medialuna fue el antepasado el croissant. Voilà!

Ahora tenemos que dejar Austria y volver a Francia, y más concretamente a París. Justo al número 92 de la rue de Richelieu. Allí, un oficial austríaco llamado August Zang decidió abrir una panadería vienesa, y tuvo mucho éxito con su dulce bollería. Mezcló dos tipos de harina, puso azúcar, echó mantequilla, añadió levadura y removió con agua. Ahí está. El croissant actual.

Más de un siglo y medio después, París sigue siendo la capital internacional de esta… medialuna.

Mamá me dejó entrar con la condición de no tocar nada.

Bonjour, muchacho. —El señor Rénald hizo un gesto burlón al ver mi cara de sueño—. Eres el primer empleado en cruzar esa puerta.

El saludo del señor Rénald no me hizo gracia y sin darme cuenta me guardé las manos en los bolsillos para no romper mi promesa. «¡No toques nada!» Para mi madre la vida se reducía a la cocina de Au Richelieu; el acontecimiento más heroico era levantarse a las cuatro de la mañana, salir de casa cuando todo el mundo dormía y caminar de noche hasta el número 92 de la rue de Richelieu.

—Jérôme, recuerda lo que te dije ayer —me advirtió antes de que llegaran los demás—. Cuando empiece a arder la leña quítate los guantes, así entrarás en calor. No los tires al suelo, guárdatelos, y no te muevas de la silla.

Estaba tan acostumbrado a mentir que respondí que sí de forma automática mientras miraba la boca del horno. De lejos parecía una cueva oscura, un lugar inhóspito donde ningún hombre se atrevería a entrar. De pronto enmudecí. El horno comenzó a iluminarse lentamente y fue entonces cuando volví a ver a mi madre. Ordenó todos los ingredientes encima de la mesa. Sonreí. Me quité los guantes, y el corazón empezó a latirme con fuerza, porque, al verla con el delantal blanco, me di cuenta de lo feliz que era (éramos).

Los croissants de París nacían de las manos de mi madre, y yo era el único niño de la ciudad que estaba allí para comprobarlo. Memoricé el desorden de sus manos blancas mezclándose con la harina y la mantequilla, el agua y la leche que se colaban por las grietas de la masa y tus ojos inquietos buscando los míos. Yo amasaba el aire porque no podía acercarme a ti.

—¡Listo! —dijiste levantando los brazos al aire—. No te muevas de aquí, iré a buscar el rodillo.

Ahora la masa parecía un corazón gigante que se inflaba y desinflaba a cada latido. Pum pum, pum pum. En realidad era el mío.

De repente, el señor Rénald abrió con fuerza la puerta de la cocina.

—Jérôme, amanece en París —dijo a su manera—. ¿Están listos?

Aunque tú no regresaste, saqué la bandeja del horno y respondí:

—¿Acaso el olor no inunda la ciudad?

Du Pain et des Idées. Rue Yves Toudic, 34. Situada a orillas del canal Saint-Martin, es una preciosa boulangerie de 1870 que conserva su fachada antigua en el esquinazo de la calle. Todavía podemos disfrutar de los techos de cristal pintados y unos maravillosos espejos biselados de la época. Sus croissants, dorados y crujientes, han sido premiados muchas veces.

À la Mère de Famille. Rue du Faubourg-Montmartre, 35. Esta chocolatería-confitería à la française, decorada con maderas verdes, es de 1761.

Au Petit Versailles du Marais. Rue Tiron, 1. Una de las panaderías más bonitas de la capital, con dibujos retro en la fachada, que mantiene el gusto de principios del siglo pasado. Su interior posee también esta línea antigua, con grandes mostradores de mármol.

Au Levain du Marais. Boulevard Beaumarchais, 28. Destaca porque es un edificio impresionante y un local de estilo art déco de principios del siglo XX cuya fachada es todo un ejemplo de estilo parisino.

Columnas Morris

París era espectáculo. París era moda. París quería mostrar al mundo su arte. Y también a los parisinos. Para promocionar los shows que empezaron a surgir en toda la ciudad, la Maison Morris apostó por la publicidad. Se trataba de un ambicioso proyecto lleno de fuerza que sería indispensable para la fama de miles de artistas.

Así, en 1868, siguiendo una estética muy parecida a la de los quioscos, construyeron las columnas Morris. Unas torres cilíndricas de hierro verde oscuro, como las fuentes, como las farolas…, con un tejadillo y una pequeña cúpula decorada con escamas, para proteger los carteles de la lluvia.

La empresa Lacarrière estaba a cargo de la iluminación, y los empleados municipales podían guardar dentro de la columna, bien ocultas en el interior, todas las herramientas de jardinería. A cambio, solo debían encargarse de su limpieza. Ya las tenemos. Las columnas Morris. Y en el cartel, ¡¡¡spectacles!!! La vida nocturna, los cantantes, las exposiciones, ¡todo París!

La gente se arremolinaba frente a los carteles de las torres y buscaban sus caprichos, sus sueños, los horarios canallas… Se daban codazos frente a la foto sugerente y señalaban a la gran artista del Moulin que prometía pierna y mucho escote.

Adiós a los juglares urbanos. Au revoir, pregoneros. Adiós a las voces profundas que anunciaban las proyecciones del hermosísimo y exótico cine Étoile Pagode. Ahora las columnas Morris se erigían sobre el asfalto de París como carteles luminosos que atraían a los caminantes.

Ménilmontant. Ce soir. 18.30 h.

—On y va!

Más tarde, los parisinos se reconocían sentados en las butacas del teatro, del cine o de la ópera. La ciudad estaba cambiando, pero ellos no eran conscientes de que tampoco volvería a ser la misma.

FOTÓGRAFOS

Marcel Bovis (1904-1997)

Llegó a París con ganas de vida, de comerse la ciudad, sobre todo por la noche. No sabía hacer fotos, pero aprendió y fue un gato nocturno con la cámara a cuestas. La noche, la noche, la noche… Y le salió bien: dejó el trabajo de decorador y se convirtió en uno de los grandes del Groupe des XV.

René Jacques (1908-2003)

Todos querían a René. «¿Puede fotografiarme, s’il vous plait?» Captó el momento, supo mirar tras las esquinas, congelar la mirada y transformarla en arte. Hoy sus fotos siguen igual de modernas, como un perfil de Instagram. Flash, flash, flash… René estuvo muy solicitado, hizo la foto fija de Remordimientos, de Jean Grémillon, e ilustró muchos libros. El dramatismo de su mirada está vivo en el brillo de los adoquines de París.

Izis (1911-1980)

Todo Izis parecen fotos para enmarcar. La novela que se esconde tras cada imagen no necesita texto. Un beso, una espera, un adiós. Se llamaba Israëlis Bidermanas y escapó de la discriminación que sufrían los judíos en Lituania. Cambió de nombre, pero fue capturado, torturado y encarcelado. Tras salir de los barrotes no paró de hacer fotos como si quisiera parar el mundo, comerse la vida en cada carrete. Su mirada tiene poesía. Y sus retratos de Grace Kelly, Jean Cocteau, Colette o Gina Lollobrigida parece que vayan a hablar.

André Kertész (1894-1985)

«Yo interpreto mis sensaciones en un instante determinado. No lo que veo, sino lo que siento. » André era húngaro, pero bebió de París. De joven subió al ático de su casa y encontró unos manuales de fotografía; así empezó el artista. Sus padres le llamaban Bandi, y solo tenía ojos para su Ica Box de placas, la primera cámara que se compró. En 1912 hizo su primera foto, un joven adormecido con la boca abierta. Después llegaron nadadores bajo el agua… Agua, siempre agua. Adoraba los reflejos luminosos que producen los cuerpos distorsionados al nadar.

Willy Ronis (1910-2009)

Papá ha abierto un estudio de fotografía en Montmartre y el niño se queda mirando. Mamá toca el piano. Elige quedarse con mamá y sueña con ser compositor y empieza a tocar el violín. Pero, al volver de la mili, papá muere y el pequeño Ronis, ya mayor, se hace cargo del negocio familiar. Y llegó el éxito; el arte nadaba por sus manos y su mirada. Fue el primer fotógrafo francés en trabajar para Life. Y de todo su arte nos quedamos con aquella imagen de su mujer, Marie-Anne, lavándose desnuda con una ventana abierta desde la que se ve el jardín. Willy supo trasladar con el objetivo todas sus sensaciones.

Gisèle Freund (1908-2000)

A los quince años le regalaron una Leica por sus buenas notas. Y esa cámara se convirtió en un instrumento de su activismo político para retratar la sociedad, los avances y la depresión. Fotografió todo y a todos: Virginia Woolf, James Joyce, Colette, Marguerite Yourcenar, Jean-Paul Sartre, Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, Samuel Beckett…

Brassaï (1899-1984)

Gyula Halász aprendió francés leyendo a Proust y conoció todos los rincones de París trabajando como periodista. Amó París. Mucho. Recorría la ciudad por las noches; quedaba con Henry Miller, Picasso y el poeta Prévert. Así captó lo más sórdido, los arañazos de las paredes, las risas, los besos, los artistas (todos), los brindis y borracheras del Maxim’s, la lluvia y la niebla por las calles, los ballets y las grandes óperas… Así hizo todo su arte, entregado a la fotografía y a París. Toujours París. El ojo de París, como le llamó Henry Miller.

Robert Capa (1913-1954)

Los ojos del mundo. La mirada. El disparo. El flash de la historia. Ese instante parado en su pupila para la eternidad.

Robert Capa no era uno, eran dos. Él y ella. Endre Ernö Friedmann y Gerda Taro, su pareja. ¿Quién disparaba? ¿Quién de los dos hizo la foto? Podemos hablar de fotografías a medias, entre el flash y el amor.

Se conocieron en París y empezaron a viajar juntos para retratar el mundo. La etapa parisina de Capa empieza en la revista Regards, como ayudante. Fotos, fotos y más fotos. Guerras, movilizaciones, tanques, desenfoques y desembarcos. Del blanco y negro al color. ¡El éxito! El hombre incansable con la cámara colgada al cuello. Así murió. La revista Life le envía a Indochina, se apunta a una expedición del ejército francés, piensa en la foto, quiere hacerla, baja del jeep y… pisa una mina. La mirada quedó para siempre.

Nota: Tal vez el recuerdo de su madre, diseñadora de moda, le llevó a sacar las famosísimas fotos en color de las maniquís de la época. Era 1948, y aquel París de coquetería y seducción enamoró también a su objetivo guerrero.

L’Illustration

Semanario francés que se publicó entre 1843 y 1944. Primer periódico que publicó una fotografía (1891) y el primero también en publicarla en color (1907). Tenía grabados, dibujos, actualidad política, ciencia, arte y novelas por entregas, como El misterio del cuarto amarillo con Rouletabille como protagonista. 5.293 números editados, 180.000 páginas publicadas. La redacción nació en la rue Saint-Georges en el arrondissement 9 y después creció hasta tener una de las imprentas más modernas de Europa.

Canal Saint-Martin

Si nos sentamos hoy domingo con los pies colgando en el canal Saint-Martin,* sentiremos la historia de esa cicatriz de agua que atraviesa parte de París. Veinte años se tardó en construir. Veinte largos años para poner remedio a la escasez de agua. Veinte desde que en 1802 el emperador francés canalizó de esta manera que hoy vemos el río Ourcq. Veinte años para los cuatro kilómetros y medio, para los dos puentes giratorios y las nueve pasarelas del canal.

«¿Quedará bien? ¿Servirá?» Mil dudas desde el inicio. Eran tiempos de transformación y también de mucha desconfianza.

Después de todo el tiempo de obras, llegó el alivio. La paz del agua, los árboles y los parisinos. Los vecinos de Belleville paseaban dejándose llevar por la conversación igual que por el trazado del río, disfrutando de la clemencia del atardecer, del hecho simple de sentirse afortunados. Aunque la intención era abastecer de agua potable el oeste parisino y desatascar el tráfico del Sena entre La Villette y Repúblique, ellos bendecían la llegada del agua como un acontecimiento que cambiaría sus vidas.

Así fue.

Los niños esperaban entre los castaños y los plátanos centenarios la llegada de los barcos. El rumor de los motores, el olor del barro mezclado con el alquitrán y los gritos de los obreros dibujaban en sus rostros una mueca de esperanza. Soñaban con huir.

«Solo es agua estancada. Nunca navegaréis.»

Los mayores se burlaban de ellos. Y, de alguna manera, sabían que lo que decían era cierto. ¿Acaso importaba? Había nacido un barrio en torno a un canal, dando la espalda al resto de la ciudad, y eso era lo más excitante que había ocurrido en muchos años. Sin darse cuenta, las terrazas de los cafés se llenaron de vecinos que venían desde la place de la République a conocer el nuevo barrio. Los artistas callejeros componían melodías en la avenue Richerand, los jóvenes de Montmartre bajaban con sus trajes de fiesta como armaduras y las parejas se besaban al otro lado de la ladera. Nadie se resistía a esta nueva inyección de vida.

Vivían porque el agua les había devuelto las ganas de vivir. Aprendieron a hacerlo en aquel lugar que hasta ahora había sido invisible. Todo el vacío que había ido germinando al otro lado de la ciudad explotó en sus pechos como un confeti de cumpleaños. La tristeza se transformó en alegría, la desilusión en porvenir y el aburrimiento en una fiesta.

Macarons de Ladurée

Me llamo Louis-Ernest Ladurée y soy el abuelo del macaron. Tengo la culpa de vuestra gula, de vuestros caprichos y de los colores que llenan mi escaparate. Abrí una tahona en la rue Royale de París, pero ardió completamente en los días de la Comuna. Fui como el ave fénix, me propuse abrir la repostería más coqueta del mundo. Y lo hice.

—Quiero los techos como los de la Opéra, quiero querubines rollizos vestidos de pasteleros, quiero que todo sea de color verde, ¡hasta la fachada! Llamad al decorador Jules Chéret. Quiero, quiero, quiero… ¡macarons!

Mi querida esposa, Jeanne Souchard, decidió que el primer piso fuera un salón de té para las damas de París. Empezaron a reunirse, a hablar de libros, a charlar de moda…, a comer caprichos de azúcar. Ahí nació mi querida casa Ladurée. Oh là là. Pasad y comed todos en ella.

Mi nieto se llama Pierre Desfontaines y tuvo la idea de hacer un entrepan con dos galletas de macaron y rellenarlo de ganache entremedias.

—¿Por qué no los pintamos de colores?

Fuentes Wallace

Aunque las fuentes públicas de París representan figuras femeninas, el nombre que recibieron proviene de Richard Wallace, un filántropo británico que financió su construcción en el siglo xix. Era hijo ilegítimo de un noble y fue educado por su madre en la capital francesa. A él le debemos estas fuentes, a sus ganas de abastecer a los parisinos de agua en tiempo de escasez y desastres, pero sobre todo al creador: el escultor Charles-Auguste Lebourg, que ideó estas maravillas típicamente parisinas. Bellos diseños, estéticos y viables. Lebourg era un discreto artista de Nantes, pero con buen oficio. Soñó y diseñó cuatro modelos distintos de hierro fundido (fácil de producir) que podían ajustarse a las necesidades del barrio. De la fundición se encargó una empresa de Val d’Osne, en el Alto Marne. ¿Paseamos? ¿Tienes sed?

El modelo grande está inspirado en la fuente de los Inocentes. La base es octagonal y sobre ella reposan cuatro cariátides que sujetan una cúpula. Cada figura tiene su porqué, claro. Son cuatro virtudes y, al mismo tiempo, las cuatro estaciones del año.

primavera – simplicidad

verano – caridad

otoño – sobriedad

invierno – bondad

La caridad y la bondad tienen los ojos abiertos porque están en alerta, y las otras dos los tienen cerrados; son más confiadas.

El modelo adosado presenta una náyade con dos figuras fantásticas. Ya solo podemos encontrar esta fuente en el distrito 5. ¡Y solo queda una! Una pena. Se instaló en paredes de cuarteles, hospitales y estaciones de tren. Los que se acercaban a este modelo se encontraban con dos recipientes metálicos para facilitar los tragos de agua, pero fueron retirados por —ejem, ejem— razones higiénicas, tanto en este modelo como en el grande. No resultaba muy limpio ir bebiendo en el mismo cacharrito…

El modelo pequeño era para jardines. Las pequeñas fuentes Wallace eran puntos de agua adornados con el escudo de París y se situaban en los parques y jardines públicos. También de color verde oscuro, el elegido por el Ayuntamiento de la ciudad. Y para no perder agua se activaban con un pequeño pulsador, un grifo a presión. Estas son las más simples, pero recuerdan a las Wallace grandes.

El modelo columna. Esta fuente es la versión simplificada del modelo grande. Y en lugar de hermosas cariátides, pusieron columnas. «¡Hay que ahorrar, reducir costes!» «Pues ahorremos.» No quedan muchas. Apenas dos. Si paseamos buscándolas tendremos que ir a los arrondissements 16 y 17. En invierno las cierran, incluso en otoño. Las heladas hacen peligrar las tuberías.

Las fuentes Wallace gustaron. Gustaron mucho. Era 1872 y empezaron a distribuirse también por el mundo. Por eso las podemos encontrar fuera de París. Quizá en tu ciudad.

Se instalaron en la Exposición Universal de 1888 en Barcelona con el gusto francés muy de moda, y están en muchos lugares de Francia, Nueva Orleans, Zúrich, Montevideo o Río de Janeiro. Y ahora, ¿tienes sed?

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Autor: Màxim Huerta. Ilustradora: María Herreros. Título: Paris sera toujours Paris. Editorial: Lunwerg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.

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