Todos nos parapetamos tras las trincheras de las causas justas que nos proporcionan las redes sociales. Aseguramos que somos tal o cual mujer, niño u hombre que ha caído en desgracia, a veces en la más atroz y monstruosa de ellas. No seré yo quien niegue que las guerras se libran en todos los frentes, también ahora en los algoritmos de internet, y que todos ellos son necesarios. Pero nos olvidamos de que París no se tomó debajo de la Torre Eiffel, sino en las desérticas playas de Normandía, sin ningún testigo, y que para llegar a la gloria de los Campos Elíseos antes hubo que escalar un pequeño acantilado, Pointe du Hoc.
Contrasta, cuanto menos, el coraje, la rebeldía y la bondad que mostramos en Twitter y Facebook con nuestra falta de empatía cotidiana.
Nunca me ha parecido, aunque las redes lo desmientan, que el ser humano sea un ejemplo de bondad y sacrificio. Tengo la impresión, como diría Dostoyevski, de que todas las crueldades se parecen, o al menos de que la suma de todas ellas, por pequeña que sea cada una, poco ayuda a construir eso que llamamos un mundo más justo y que, a la vista de los resultados electorales en Andalucía, para cada uno debe de significar una cosa diferente.
Escribía hace una semana mi buena amiga y poeta María Alcantarilla, consciente de que la única inteligencia realmente útil es la emocional, el otro día en Facebook (y es de lo poco inteligente que he leído en los últimos días de ruido y fuegos de artificio):
“Si todo el tiempo que invertimos en opinar, en refutar a los demás porque la nuestra es la opinión mejor y la más certera lo invirtiésemos en regar una planta seca, en acariciar a un hijo o a un amigo, en sonreír a un desconocido, en hacer un dibujo, en preparar una comida, en escuchar a un vecino, en leer, en cuidar de quien padece, en llamar a un hermano, en revertir los marcos propios de referencia, quizá la necesidad de demostrar quiénes somos, qué cultos somos y qué éticos no fuera la prioridad y sí el hecho de construir, desde lo más pequeño, una sociedad más justa y más grande en humanidad, y no en ego”.
María sabe, al igual que lo supo Unamuno, que la historia no se conforma con los grandes hechos con mayúsculas que aparecen en los titulares de los periódicos, sino a través de eso que él denominaba intrahistoria; la que componemos cada uno de nosotros de manera anónima en nuestro día a día.
Es difícil pensar que alguien que, tras un mostrador, no entiende la torpeza de una anciana a la hora de cumplimentar un formulario; o que no ve la soledad de su vecino o no libera el peso de una simple bolsa de la compra en las manos de un viejo con reuma y la sube hasta el tercero o alguien a quien ni siquiera le preocupa el niño que juega solo en el patio porque su timidez le impide relacionarse con fluidez. Es difícil pensar, continúo, que todos aquellos que vamos con cara de resentidos y la escopeta cargada desde las siete de la mañana, que jamás sonreímos en el metro, que agarramos fuerte nuestras mochilas, no sea que nos las roben, que vemos en todo aquel que es diferente un sospechoso y lo máximo que regalamos es un huraño saludo a modo de buenos días. Es difícil pensar que todos y cada uno de nosotros (egoístas, mezquinos, celosos, envidiosos, mediocres hasta decir basta) estemos destinados a enarbolar las banderas que traerán la justicia a nuestra sociedad.
Puede que regar una planta seca, acariciar a un hijo o a un amigo, sonreír a un desconocido, hacer un dibujo, preparar una comida, escuchar a un vecino, leer, cuidar de quien padece, llamar a un hermano, revertir los marcos propios de referencia, dejar de demostrar quiénes somos… lejos de ser batallas despreciables sean las verdaderamente importantes y las que requieren que pongamos todos nuestros esfuerzos. Quién sabe si las únicas para las que estamos capacitados si nos empeñamos en ello. A veces los acantilados más pequeños y las playas más desiertas son las únicas puertas de entrada a las grandes ciudades y dar con ellas no es una tarea sencilla, pero sí obligada.
Si algún día lo comprendemos es posible que paseemos juntos cantando La Marsellesa por las calles de una sociedad más justa. Mientras tanto, nos queda un mundo virtual donde fingirnos justos, solidarios, cercanos, bondadosos. Un mundo donde escupir una rabia que en la mayoría de los casos durará lo que duré la pantalla encendida y lo que tardemos en encontrarnos con otra debilidad tras la esquina a la que daremos la espalda, ocupados en reivindicar la conquista de un París que todavía nos viene grande y ni siquiera oteamos.
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