Hace años —muchos— compartí con otro compañero periodista una cuenta en Tumblr (aquella red social) en la que íbamos recopilando las erratas detectadas en textos de medios de comunicación, como una especie de ejercicio de autoanálisis. Las coleccionábamos y comentábamos, hay que confesarlo, con cierta hilaridad. Transcurrido el tiempo, sin embargo, y mirándolo desde otra madurez, encuentro que el deterioro de la corrección se intensifica.
Me acuerdo de aquella cuenta de Tumblr cada vez que reviso lo que leo y escribo y, a pesar de ello, sigo errando.
Podría decirse que escribir sin revisar es como cocinar sin probar la comida antes de servirla: no sabrás si está buena hasta que otros la prueben. Y entonces ya será tarde.
Pero ¡ay! La corrección de estilo y no digamos la ortotipográfica son disciplinas sesudas que nunca se acaban de aprender. Las tildes bailan de puntillas en las palabras y las comas juegan al escondite con los párrafos. Las comillas a veces no se cierran y los puntos y comas son unicornios. Las frases se enredan en sí mismas con exceso de subordinadas y se retuercen cuando se las acorta.
Pero todo debe tener sentido al fin y al cabo. Un mínimo es exigible porque —dijo Octavio Paz— «cuando una sociedad se corrompe lo primero que se gangrena es el lenguaje».
Que un conocido político haya «sucribido» hoy un acuerdo o que en una novela se lea que es habitual que no se quede con amigos «sino es» para beber son accidentes evitables.
Ya no es solo el participio irregular de suscribir, sino una «s» desaparecida en el verbo. Ya no es el destino (sinónimo de fatalidad), sino (contrapone una afirmación a algo previamente negado) el carácter ejemplificador que se presume a los libros, a la prensa, si no (introduce una oración condicional negativa) queremos perderlos como oráculos.
Los ejemplos son infinitos y esforzarse en la corrección supone redoblar la vigilancia contra los derrumbes de nuestra propia credibilidad. Aquí no hay letra pequeña y un desliz arruina noticias y relatos. La imagen que el lector tiene del medio pierde enteros y de esa paulatina pérdida de confianza en la forma pueden derivarse otras tantas que afecten al fondo. Lamentablemente, la duda sobre la veracidad de lo leído ronda ya en cenáculos y turbas y urge ponerle coto.
Demos por válido que la culpa no es de usted, o mía cuando me derrota la impaciencia, aunque la culpabilidad la sienta como alfileres bajo las uñas. Que tampoco sea del periodista que va sobre ruedas por los pasillos atendiendo al teléfono y explorando los teletipos de las agencias mientras escribe con veinte dedos lo que le están pidiendo que publique ya. Que la culpa no sea de la competencia, que aprieta, ni del lector, que te abandona si no eres el primero.
Pongamos que la culpa es de los tiempos que corren, en los que la actualidad corre más que los tiempos y a cada instante salta al cuello otra cosa que no da ni para respiración asistida. La reflexión continúa en cómo incide en nuestra forma de escribir el fenómeno de la red social en la que casi todo vale.
El remedio parece claro y la pregunta imprescindible: dado que, al contrario que las ratas en el barco, las erratas son lo último que abandona el texto y hay correctores profesionales que se dedican a eso, tan imprescindibles como los propios escribientes, ¿por qué no se recurre a ellos?
Poco se invierte en que el documento sea impecable o, al menos, se asome a la perfección, y mucho se infravalora la minuciosidad con la que el corrector afronta cada matiz. Todo presupuesto parece resultar excesivo, a pesar de la insistencia de FundéuRAE en su necesidad, y más aún cuando en el horizonte apunta la amenaza de la omnipresente inteligencia artificial, que se revuelve en su cuna contra el conocimiento y la dedicación humanos.
«Un corrector es la red del trapecista, que es el periodista», decía hace casi una década la entonces presidenta de la Unión de Correctores, Beatriz Benítez, cuando ya era evidente el caos que provocaba su extinción; pero ahí seguimos, lanzándonos al vacío.
Disculpen cualquier errata agazapada en lo leído. Prometo que lo he revisado varias veces, pero estos párrafos van sin red. Y dos ojos ven siempre menos que cuatro… ya saben: la ceguera del autor.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: