¿Es lícito meter reversa al diario y corregir lo escrito el día anterior? Yo diría que no. Eso de emborronar lo acontecido para adaptarlo a nuevas conveniencias es un vetusto ardid estalinista que no tendrá cabida en estas páginas, cuya tinta se jacta de ser indeleble. Ya te puedo escuchar, Cuarentenario, preguntando qué clase de panfleto vulgar serías tú si yo te usara para maquillarme, pero no es necesario. Si de algo me arrepiento, será aquí mismo donde lo consigne, pero como bien dice la canción: Lo que pasó, pasó.
Hay quienes aprovechan estos tiempos para hacerse admirar por su buen corazón. “Cuídate de los buenos…”, decía mi abuela que recomienda Dios, y el tiempo me ha enseñado que dentro de ese equipo de fariseos son mayoría los cursis, habituados a exagerar la nota para quedar como unos serafines. Pero eso sí, que no toque la puerta el mandadero del supermercado —un pequeño héroe anónimo cuyo bajo perfil lo vuelve inelegible para su bonhomía— porque le darán trato de gusarapo infecto.
Hablaba de este tema con el hombre del súper —en medio de una tarde esplendorosa, a las puertas de nuestra cárcel posh— y apenas podía creer que él, a su vez, apenas pudiera creer que le hiciéramos plática, en lo que acomodábamos en el garage la mercancía que descargaba del coche. Llevaba trabajando las últimas once horas, antes de nuestra casa había estado en otras 127 —piénsalo un poco: ciento veintisiete— donde lo más común es que lo traten como a un zombi escapado del camposanto. Cual si en lugar de jugarse el pellejo por traerles sus muy preciados víveres, vinera expresamente a rociarlos de Covid-19.
Estábamos en estos circunloquios cuando vi venir a una chica conocida. Y es aquí donde llega la tentación de echar atrás la página y tachonar algunas de las cosas que ayer te platiqué, Cuarentenario hermano, empezando por el título de la entrada. Tú ya sabes cómo es este negocio, uno se engolosina contando esto y aquello y la forma termina por devorarse al fondo. ¿”Lady Corona”, me atreví a llamar ayer a la persona encantadora que hoy vino a disculparse y hasta nos trajo un vino de regalo? Ni cómo maquillarme, debo de ser tamaño hijo de puta, o por lo menos es que así me siento desde que, ya reconciliados con la vecina —“estaba yo enfiestada”, se explicó— caí en cuenta de que el día anterior la había convertido en personaje. Era mi turno de tragar saliva.
Según alguna vez me aconsejó mi madre —tras enterarse de que en una novela autobiográfica había yo cometido la infamia de pintar a unos cuantos amigos y parientes como en realidad eran, amén de ventilar secretos en su tiempo protegidos por la omertá infantil— la gente puede perdonarle al autor que la convierta en araña greñuda, mas nunca que la deje fuera de la historia. No sé si esto se aplique con nuestra nueva amiga, pero podría empezar por repetir lo que le dije hoy, al despedirnos: nos falta mucho barrio en el tema espinoso de las pandemias, cada uno reacciona como puede a la psicosis nuestra de cada día. Ya sé, Cuarentenario, sueno a cura, pero algún maquillaje me tengo que poner, puesto que ahora no es ella sino yo quien debe una disculpa. ¿Qué turbio trapicheo es la escritura que en unas pocas líneas transforma al acreedor en deudor? ¿Serviría de algo si la rebautizamos como Party Girl? ¿Qué nombre me pondrá, si un día se entera?
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