Con Merlín en Mondoñedo
Unas amigas que andan de excursión por Mondoñedo me envían unas fotografías del cementerio, más concretamente del nicho en el que descansan los restos de Álvaro Cunqueiro —«Eiquí xaz alguén que coa sua obra fixo que Galicia durase mil primaveras máis», reza el hermoso epitafio que él mismo pergeñó—, y al verlas recuerdo la mañana de otoño en que conocí al mismísimo mago Merlín en la recoleta villa episcopal. Sucedió por casualidad, que es un poco como suceden todas las cosas importantes. Sofía y yo nos detuvimos ante el escaparate de un establecimiento que era mitad librería de viejo y mitad almoneda y cuya puerta entreabierta nos animó a entrometernos en una penumbra hospitalaria de la que emergió, como en un ensueño, la figura endeble de un hombrecillo que juró y perjuró ser el hechicero artúrico, que tras el desvanecimiento de Camelot había terminado refugiándose en las proximidades interiores del temido finis terrae. Como la mente hace sus asociaciones sin encomendarse a Dios ni al diablo, me veo rebuscando en mis desvanes digitales una fotografía que nos hicimos Álvaro Díaz Huici, Miguelito Arrieta, Pepe Monteserín y yo cuando en diciembre de 2009 nos acercamos a Mondoñedo en pos de una epifanía que no supimos alcanzar. Andábamos buscando un enclave del pueblo al que Cunqueiro había comparado en sus escritos con Venecia, y en cuanto aparcamos el coche decidimos iniciar las pesquisas por las tabernas, que son los lugares en los que mejor orientación suelen encontrar los forasteros. Entramos en un bar que estaba junto a la catedral y Miguelito —que era un personaje eminentemente cervantino, por más que su estampa física se correspondiese con la de un Quevedo retratado por El Greco—, abordó sin dilación al camarero en cuanto éste hubo puesto sobre la barra los vinos que le solicitamos: «Oiga, buen hombre, ¿sería usted tan amable de indicarnos la ubicación exacta del enclave que el simpar bardo local tuvo a bien denominar «la Venecia mindoniense?» El camarero nos observó de arriba abajo y, con buen criterio, nos pidió no muy amigablemente que nos fuésemos de allí. La Venecia mindoniense la encontré unos años después en aquel viaje con Sofía, pero soy incapaz de dar con las fotos, que a saber dónde andarán. No pude enseñárselas a Miguelito Arrieta, de cuya muerte se cumplirá una década dentro de pocos días, y no recuerdo si llegué a tratar el tema con el mago Merlín, a quien no volví a ver en ninguna de las ocasiones en que regresé por sus dominios. Al teclear en Google su nombre de pila —esto es, la identidad civil que adoptó para pasar inadvertido entre los vecinos del pueblo, empeño que logró con eficacia hasta que Cunqueiro desveló su secreto— descubro que lleva un tiempo ingresado en una residencia de ancianos donde le prohíben verbalizar sus sortilegios y se limita a seguir los horarios de las comidas y los ejercicios como cualquier otro mortal. Por mucho que la realidad quiera imitar a la ficción, a la hora de la verdad siempre impone sus prosaísmos. Tengo un amigo, sabio y lúcido, que a veces agacha la cabeza, meditabundo, y se sumerge en un silencio inexpugnable. Cuando le preguntas qué pasa, siempre responde lo mismo: «Pasa el tiempo.»
En el país de Goya
Me preguntaba el otro día Chelo Veiga por mi afición a los cementerios y yo lo desmentía: no tengo especial interés por ellos, a no ser que acojan las tumbas de personajes que, por una u otra razón, me resultan interesantes. Aun así, ni siquiera en eso soy metódico: no he visitado nunca la sepultura de Valle-Inclán en Boisaca ni me he acercado a la de Azaña, en Montauban; fue una cuestión coyuntural —tenía un compromiso cerca— la que hizo que me acercara a conocer el enterramiento de Clarín en Oviedo y ni siquiera me dio por aventurarme más allá en busca de la última morada de Ángel González. Tenía previsto brindar un homenaje silencioso a Cortázar en París —habíamos reservado en un hotel que casi colindaba con la necrópolis de Montparnasse—, pero una huelga general en Francia frustró el viaje y no he vuelto a intentarlo desde entonces. Tampoco he visitado nunca la ermita de San Antonio de la Florida, donde al fin hallaron descanso los restos de Goya, a pesar de mi devoción incondicional por la obra del pintor aragonés. Dijo Arturo Pérez-Reverte que lo mejor que sabemos hacer los españoles es salir en sus cuadros, y me ha parecido siempre una opinión muy atinada. La refrendo mientras leo Goya en el país de los garrotazos (Arpa), una peculiar biografía que ha escrito Berna González Harbour y cuyo mayor acierto radica en la lectura estrictamente personal que acomete de la vida y la obra del artista, evitando una objetividad que no aportaría nada nuevo y profundizando, en cambio, en los significados de cuanto salió de sus pinceles y las motivaciones ideológicas que alumbraron su programa iconográfico. De la admiración que González Harbour siente por Goya tuvimos ya noticia cuando se apoyó en él para urdir la trama de El sueño de la razón, la tercera de las novelas protagonizada por la comisaria Ruiz —y a mi entender, la mejor de la serie—, y sus lectores sólo podemos agradecer que, en vez de dar el asunto por zanjado, haya querido dar a imprenta esta obra en la que se viene a constatar que el magisterio de Goya no proviene tanto de su pericia técnica, que es indudable, como de su capacidad para revelar con ella las luces y las miserias que han venido caracterizando a la condición humana desde el principio de los tiempos hasta nuestros días. «Viva su inmortalidad», dice la última frase del libro, que yo leo la misma tarde en que unos cuantos fanáticos —respaldados por la coartada moral que les conceden ciertos partidos políticos— se congregan ante las puertas de un teatro para tildar de satánica a una artista. Ya dijo el poeta que la historia y la morcilla se parecen: las dos se hacen con sangre y se repiten.
Las desgracias y el consuelo
En el cierre a su discurso de aceptación del premio Princesa de Asturias de las Letras, Emmanuel Carrère cita las palabras de una mujer que sobrevivió al ataque que unos terroristas islámicos llevaron a cabo en noviembre de 2015 en la sala Bataclan: «Unos días después del atentado murió mi padre, y justo antes de morir me dijo: «Tú y yo consolamos a los demás de las desgracias que nos suceden.» Yo habría preferido no tener que consolaros.»
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