Dos semanas antes de morir, Matthieu Galey encuentra esta frase de su amiga Elsa Morante en uno de sus viejos cuadernos: ‘No hay lenguas muertas; hay escritores muertos que matan las lenguas’. Tal vez habría que aplicar esta teoría zombi de la lengua ante la habitual –y en el fondo, cínica– cultura de la queja linguística.
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Muere Chus Lampreave y uno de mis hijos lleva dos días en la cama con fiebre muy alta. Esta mañana, cuando he ido a verlo a su habitación, me ha dicho: ‘esta madrugada me ha llamado el marqués de Leguineche para decirme que la criada ha muerto. He hablado poco con él porque no eran horas, por muy marqués que sea’.
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Empiezo a leer El oro blanco, de Edmund de Waal, un autor que tanto me gustó en su La liebre de los ojos de ámbar (entre los objetos del escritorio que heredé de mi padre, hay —junto a un frasco de porcelana oriental— dos netsukes de madera de castaño: un conejo que se rasca la oreja con una pata trasera y un pez muy japonés enrollado sobre sí mismo como una cobra). La liebre de los ojos de ámbar es un libro fascinante, pero durante todo el tiempo de su lectura supe que se me estaba escapando algo entre las manos. Al leer las primeras páginas de El oro blanco —un tratado personal sobre la porcelana (De Waal es ceramista antes que escritor)— lo descubro: ahí detrás está, como un árbol tutelar, la literatura —o el espíritu, que es lo mismo— de Bruce Chatwin, uno de los escritores contemporáneos del que me siento más cercano.
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Retórica del mentiroso: ‘¿quieres que te diga la verdad?’
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A lo bueno se acostumbra todo el mundo pero a la mayoría les viene grande. Basta ver cómo se hinchan.
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Estamos hechos para esperar siempre la felicidad, pero la felicidad está hecha para no llegar nunca (Diderot a Sophie Valland).
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Encuentro entre mis papeles la dirección electrónica de una mujer que estaba viva cuando me la dio y ahora lleva un año muerta. Me acuerdo de otra mujer que, enferma, supongo, de alzhéimer, llamaba por teléfono a casa sin saber a donde llamaba. ¿Dónde estoy?, preguntaba, ¿Puede decirme quién soy?
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La ejemplaridad de un padre está en el silencio.
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La caridad ejercida públicamente –educado en lo de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha–, me recuerda a María Antonieta jugando a granjera entre ocas, gansos y corderillos en los jardines de Versalles.
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‘Me invitaron a una fiesta y fui’, me cuenta una amiga que ya ha cumplido los sesenta. ‘De repente oí detrás de mí: ¿qué hace esta vieja aquí?’ Era la voz de una chica joven, con el tono impertinente que sólo la juventud posee. ‘Me di la vuelta y le cogí la mano como si se la leyera. Luego le dije: lo siento, pero te quedan pocos años de vida. Nunca podrás llegar a mi edad’.
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La responsabilidad de lo público. Los que escribimos habitualmente en prensa deberíamos sopesar el lenguaje con unas balanzas de pesar oro o venenos, antes de usarlo.
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Basta escuchar cómo recita sus poemas para saber que no hay música en su alma y que su poesía es falsa.
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Cada vez más necesarias son las personas que sepan pensar contra sí mismas.
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La brevedad de todo pasado, de cualquier pasado, sólo es negada desde los tempos que la literatura concede a la recreación de ese pasado.
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La derrota de Ulises: en el mar un bosque de encinas, higueras y acebuches. Las aves son mensajeros del bien y las alimañas, el misterio del mal. La costa es un libro donde está escrito el destino. Al regresar a casa ve su toalla tendida en la terraza. Y esa toalla es el tapiz de Penélope y la bandera de un reino perdido.
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Hay una línea que va de las Cartas de Séneca a Lucilio hasta las Cartas de Flaubert a su amante Louise Colet en Aix-en-Provence, que pasa inexorablemente por Montaigne. Son las tres estaciones. La cuarta, sólo depende de cómo hayas escrito tu vida.
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