En la estrecha carretera que conduce al puerto de todos los veranos hay un saliente donde a veces suelen aparcar un coche o dos —no caben más— para hacer fotografías del paisaje, que es espectacular. Cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, prácticamente en picado. Los acantilados y el bosque a un lado, el Mediterráneo abierto al otro. Esta tarde, casi a puesta de sol, he visto desde arriba que en ese saliente había una chica acostada en una barca de goma y un hombre de pie a su lado, con una cámara. Su furgoneta los ocultaba bastante bien, pero aún así quedaba algún ángulo de visión. Cuando hemos pasado junto a la furgoneta, me he dado la vuelta para mirarlos. Ella vestía una camiseta oscura y tenía las piernas encogidas y desnudas sobre su vientre, también desnudo. El hombre, cámara en mano, le hacía fotografías de su sexo y del culo levantado, mostrando su interior. El rostro de ambos era serio. Demasiado, he pensado, para la ocasión. O no, he pensado luego. Porque la fuerza de la imagen frente al paisaje era turbadora. (El origen del mundo).
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Toda hagiografía hiperbólica —y especialmente las de los suplementos literarios— suele ocultar la minusvaloración de otro. Y no es difícil detectar en estos casos, quién es el despreciado.
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Él estaba desterrado en La Patagonia y sus libros prohibidos. Tiempo atrás había hablado de los militares golpistas con respeto. Incluso con cierta admiración, se dijo. Probablemente confundió la épica de La Eneida o el ciclo artúrico con la milicia contemporánea de su país, pero la cuestión es que al regreso de la democracia fue juzgado, depurado y desterrado de su ciudad para siempre. Vivía en los confines patagónicos, rodeado de guanacos, pumas y buitres. Yo le escribía pidiéndole que me enviara alguno de sus libros, ya que habían desaparecido de las librerías y no podía leerlos. El leía mis cartas —donde yo manifestaba mi admiración por su literatura y mi voluntad de ser escritor— con una sonrisa en los labios —lo sé porque en el sueño le veía en su casa leyéndolas y también paseando por la sala apoyado en un bastón—. Era un hombre alto, con el pelo gris y crespo, peinado hacia atrás. Su rostro estaba muy arrugado, como el de Auden —que alguien dijo que parecía una cama deshecha— o el de Becket al final de sus días. Era él, mucho más viejo, pero no era él. Incluso he pensado en algún momento que estaba muerto y yo me escribía con un muerto. Su primera respuesta ha sido: ‘Lea a Herodoto, lea La Biblia y La Odisea, lea Las Mil noches y Una, pero no me lea a mí’. Yo le insistía con otra carta que esta vez me contestaba sentado bajo el porche de su casa: ‘Lea a Swinborne, lea a Edgar Rice Burroughs (sic), lea a Stevenson, pero no me lea a mí’. A mi tercera demanda ya no me ha contestado ni he vuelto a ver su imagen en el sueño. Pero al leer todo aquello que él me había aconsejado, he caído en la cuenta de que le había estado leyendo a él todo el tiempo. Y que él, efectivamente, era Borges.
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¿Por qué los músicos llevan todos ahora sombreritos de ala corta?
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Frente a la fase final de una enfermedad mortal, el afecto fracasa estrepitosamente: esta es la sensación que se instala en ti por mucho que hagas. Cuando acaba la visita y cierras la puerta de casa del enfermo, él queda detrás conviviendo con el dolor y la angustia. Tú no puedes hacer nada por él. Sabes que sólo podrías compartir su sufrimiento si un día te ocurriera a ti lo mismo. Algo parecido a lo que dice Jünger de que las oraciones del futuro salvan a veces de abismos del pasado. Pero nada más. El amor —que siempre es transitivo— aquí es impotente.
Fuera de su casa la vida continúa con normalidad, con alegrías y disgustos, aunque intermitentemente, a lo largo del día, te acuerdes del amigo enfermo, le llames por teléfono, le escribas varios mensajes y la pesadumbre exista, ahí al fondo, día tras día. La convicción de que todo eso sirve de muy poco o de nada: tal es el poder de la enfermedad cuando es la antesala de la muerte y se muestra en toda su crueldad. Se adueña de tal modo del enfermo, que éste ni siquiera disfruta de la compañía. Llega un momento que, aunque sonría, os mira desde otra parte. El afecto de los otros pertenece al mundo sano y él ya no tiene tiempo para ese mundo, que le ha sido violentamente arrebatado.
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El aprecio por la juventud es síntoma de su pérdida, pero cuando la juventud empieza a fallar, te la aportan los hijos. Esta tarde, charlando y bañándonos en la cala con un amigo de mi hijo mayor y sus amigas italianas. Una de ellas cumple mañana 31 años. Es clarinetista y está haciendo el doctorado de filosofía: Platón y las matemáticas (es decir, la música al fondo). Llevaba en la cesta un libro de Matteo Nucci, titulado Le lacrime degli eroi, graciosa y bella paráfrasis del título de Bataille, como graciosa y bella era su lectora. Apuntando uno de los capítulos referido a Aristóteles ha dicho: ‘Aristóteles siempre está y está bien que así sea’. Alta, delgada, tímida, inteligente, de carne firme y orgullosa —sí, lo que antes era normalidad, se tiene en cuenta ahora—, hablaba del libro con dolce entusiasmo, una revisión de Odiseo como el hombre sentimental. Pues eso.
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Esta mañana, de regreso del paseo diario hasta S’Estaca —que no es la canción de Llach sino un predio que fue del archiduque Luís Salvador de Austria— un jilguero joven, la cabeza sin pintar aún, nos ha acompañado más de medio kilómetro. Volaba bajo y se paraba al borde del camino hasta que llegábamos a su altura. Entonces nos observaba unos segundos y volvía a alzar el vuelo. Eran vuelos muy cortos, casi saltos. No estaba herido y se le veía disfrutar con su juego; al tiempo que mostraba sus habilidades y la austera belleza de su plumaje, nos estaba haciendo compañía y era consciente de ello, se diría que entre la alegría y el humor. El tramo con él volando a nuestro alrededor ha sido delicioso y en un momento dado le he dicho a H: ‘a lo mejor es el espíritu de X que ha venido a estar un rato con nosotros’. X es mi amigo y murió hace un año. Al llegar a la curva del Pas del Moro se ha adentrado en el bosque y no lo hemos vuelto a ver.
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Síndrome Cinema Paradiso: cuando X regresaba a la isla en verano, visitaba a los escritores, artistas y periodistas que consideraba amigos suyos. Todos se alegraban —o aparentaban hacerlo— por el detalle. Ninguno caía en la cuenta —y además no les importaba— que cada una de esas visitas era interesada. ¿Para cuidar de su jardín? En absoluto. Las hacía para reafirmarse en su decisión —ya lejana en el tiempo— de haber abandonado la isla natal en el pasado. Ellos sólo eran su sombra.
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Un gurú de la edición habla del futuro de la novela en función, exclusivamente, del lector, que es, según él, quién manda y al ‘que hay que conocer mejor para personalizar (sic) cada vez más los contenidos’. Hay que ver cómo de un plumazo este hombre se carga gran parte de la literatura y sobre todo, de su causa. Por esta senda llega a dos conclusiones: la primera es que el futuro literario está en las novelas formato WhatsApp y se reafirma en las descargas de una booktuber (sic) de este género: ¡un millón! (imagino el oooohhhh de la sala). La segunda es que ‘el editor va a invertir más en ser propietario de lo que publica, como hace Netflix al generar sus series’ (sic). He aquí cómo el capitalismo editorial se hace con una práctica del actual marxismo-leninismo artístico: desplazar, ocultar casi, al artista y que ocupen su lugar el comisario y el director del museo. Estoy por pedir que paren el tren en la próxima estación (y fijarme bien, no sea la de Finlandia).
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Amigos desde el colegio, su amistad se fue deteriorando con el tiempo. Uno necesitaba recordar para ser. El otro necesitaba olvidar para ser.
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Duchampiana: encuentro mi ejemplar del Ars amandi de Ovidio en el bidet.
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La política es un caldo de cultivo perfecto para la comprobación del axioma einsteniano sobre la energía que no se destruye sino que se transforma. Lo es siempre: cambios de programa, cambios de chaqueta, cambios de lo que sea necesario. Lo público es el territorio del camaleonismo y de una energía —tantas veces maléfica o tosca— que jamás desaparece. Leo en el impresionante fresco zarista —Los Romanov— de Simon Sebag Montefiori —todos sus libros son frescos a lo Tintoretto— que el cocinero de Rasputín en San Petersburgo durante la Gran Guerra, era ‘el chef del lujoso Hotel Astoria’. Bien: pues tras la Revolución fue uno de los cocineros de Lenin y luego cocinó para Stalin.
El chef era el abuelo de Vladimir Putin.
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Más Borges para acabar: leo en Philippe Sollers, que un día entrevió a Borges en la habitación de un hotel de París y era un hombre alto y corpulento, en mangas de camisa y tirantes, un ciego que se movía con mucho aplomo y seguridad… E inmediatamente me viene a la mente la imagen de un gángster de los años 50 —‘a éste ráfaga de metralleta; a aquel, tiro seco de pistola; a esos, veneno’—, tan opuesta a la idea que Borges nos dio de sí mismo, y que sin uso de pistola o metralleta, le permitió destilar tantas y tantas dosis de veneno sobre sus colegas, vivos o muertos.
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