Pasaporte sentimental (Catedral), de Arturo San Agustín, lleva al lector por todo el mundo en una suerte de colección de postales, recuerdos, sensaciones y momentos imperecederos donde lo vivido está llamado a fundirse necesariamente con lo leído, y lo leído con lo vivido.
Zenda adelanta uno de los textos, dedicado a Lisboa.
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LA LUZ DE LISBOA
«Banco do povo, tudo do povo.»
La primera vez que llegué a Lisboa, cada vez que pasábamos ante una oficina bancaria, el taxista, excitado, me gritaba ese eslogan personal. «Banco del pueblo, todo del pueblo.»
Aquella primera vez aún pude observar que determinados hombres, sentados en las terrazas de viejas pero cálidas y muy literarias cafeterías, usaban monóculo. Y era el año 1974. Meses después, el clavel, introducido en los cañones de los fusiles militares, aún era el símbolo de aquella revolución militar denominada, claro, «de los claveles», que acabó con la dictadura portuguesa.
Lisboa, ciudad de colinas y con un río, el Tajo, que parece la mar. Yo he dormido en un barco de pasajeros amarrado en su puerto fluvial.
La segunda vez llegué a Lisboa en tiempo de elecciones, las primeras desde la caída de la dictadura. Y gracias al familiar de un amigo que trabajaba en la embajada de España en Portugal pude acceder a reuniones muy secretas de banqueros, industriales y grandes comerciantes que creían que el comunismo iba a devorarlos dos o tres días después. Incluso viví la desesperación de muchos en el casino de Estoril, que supo, en tiempos de guerra, de monarcas europeos exiliados que distraían sus penas personales navegando en sus yates privados. O jugando al golf.
Lisboa siempre fue escenario de espías y agentes secretos y en aquellos días volvió a hacerse palpable esa realidad. Había miedo al comunismo de pancarta y bandera que en aquellos años aún estaba de moda. Aún llenaba las calles.
La avenida da Liberdade era pura propaganda política y abrazos fraternales. Había mucha octavilla política y hoja volandera, mucho cartel partidista pegado y despegado y muchas voces insoportables que llegaban a través de una megafonía primitiva. Y mis colegas más veteranos, ajenos a aquel bullicio comprensiblemente politizado, apenas abandonaban el bar del hotel donde yo también estaba hospedado. De manera sorprendente, a aquellos periodistas no parecía interesarles nada de lo que ocurría en las calles portuguesas y, sobre todo, en las lisboetas.
Al principio, Lisboa me deprimió y entendí que el italiano Antonio Tabucchi, casado con una portuguesa, dijera en una ocasión que Lisboa era una magnífica ciudad para suicidarse. Al principio me pareció un barrio grande, húmedo, oscuro y adoquinado. Me pareció que siempre era de noche en esa ciudad. Solo los tranvías me alegraban la visión. Y el río Tajo, que en Lisboa adquiere hechuras de mar.
Luego, siguiendo la sombra literaria de aquel gran bebedor y escritor que fue Fernando Pessoa, el hombre que se bebió Lisboa, la ciudad comenzó a interesarme y empecé a descubrirla. O simplemente a verla con los ojos que se han de ver las ciudades horas después de que llegas a ellas. Si llegas de día, porque las noches acostumbran a ser muy parecidas en todas partes y son engañosas.
Como a Roma, también vuelvo a Lisboa. Tenía razón el amigo António Mega: siempre se vuelve a Lisboa.
Cuestas, adoquines, tranvías amarillos, transbordadores, arquitecturas que aún presumen de un pasado imperial. Barrios como Alfama, que entonces aún olía a caldo verde, una sopa de col. O a escandalosa y sabrosa sardinha asada. Alfama con sus edificios apiñados, sus escaleras, sus balcones con la colada tendida al sol. Chiado literario con el café A Brasileira, cuyos espejos vieron rostros de aquellos años veinte del siglo pasado, de los que se cuenta que fueron alegres y alocados.
Y esa guitarra portuguesa, cantarina pero triste, con sus doce cuerdas metálicas pareadas. Fado eterno interpretado por Amália Rodrigues o Carlos do Carmo, ya desaparecidos, o por Dulce Pontes y su «Lágrima», cuya letra comienza diciendo: «Llena de penas me acuesto. Y con más penas me levanto».
Pese al fado, Lisboa me parecía, me seguía pareciendo, una hermosa mujer, un tanto altiva, que se había negado a envejecer, que aún se negaba a aceptar su presente, que era, como ya lo es ahora en muchas ciudades europeas, una mezcla de emigrantes desesperados y personas sintecho que, tumbados en la pura calle, intentan con el alcohol huir de sí mismos, ese querer no despertarse nunca más.
António Mega, experto en Giacomo Casanova, afirma que Lisboa es, fundamentalmente, la luz. Una luz que no necesita adjetivos. Lisboa, según él, es una tradición cosmopolita. Y la sugerencia del viaje. Siempre se vuelve a Lisboa. Y la voz de Amália Rodrigues ya no es una voz, es el espíritu de Lisboa.
Te recuerdo, António Mega.
Luego, el destino quiso que conociera al gran escritor José Cardoso Pires, que por ser de izquierdas no logró el Nobel de Literatura. Creo que pusieron como excusa para no concedérselo su estado de salud y se lo llevó alguien, otro portugués, por cuya obra, francamente, nunca me he interesado. Tenía las maneras y las palabras de un cura de pueblo, resentido y comunista. O sea que siempre lo tuve, quizá injustamente, por un aburrido profesional.
Si este hombre, que disimulaba practicar con gran entusiasmo el marketing literario, tenía la presencia eclesiástica y Fernando Pessoa, la de un oficinista encorbatado, Cardoso Pires tenía la mirada inteligente y rápida del hijo de barrio. Hijo de barrio, fumador vocacional que se entendía bastante bien con el whisky y amigo de la poeta, escritora, activista cultural y feminista verdadera, Natália Correia, matriarca de la noche lisboeta y quien hizo posible el bar Botequim.
«A veces mujer. A veces monja. / Según la noche. Según el día.»
Fue, pues, José Cardoso Pires quien me descubrió a Natália Correia y a Lisboa, que nunca fue como se la inventó Pessoa sino como la describió Cesário Verde, que ese sí fue el verdadero cronista de la Lisboa cotidiana, de la suya. Lo primero que hizo Cardoso Pires fue enmendarle la plana a un cineasta francés que es el culpable de que muchos aún definan a la capital portuguesa como «la ciudad blanca». Un disparate intelectual. Porque Lisboa, así me lo decía y mostraba Cardoso Pires, es ocre. Y verde. Y amarilla. Con el amable Cardoso fui a O Procópio, uno de sus bares. Bar que, según él, estaba tocado por una vaga brisa postromántica: sillas de terciopelo, reflejos de art déco, reloj caballito y quinqués de Guimard. A uno de los personajes literarios de Cardoso, el llamado Sebastião Opus Night, no le gusta ese bar. Lo considera pretencioso y demasiado lleno de políticos e intelectuales. Como falso aristócrata que es, a Opus Night la decoración de ese bar le parece excesivamente burguesa.
Fue también Cardoso Pires quien me aseguró que las revoluciones nunca resultan como algunos las imaginan. Con él aún llegué a descubrir que en invierno Lisboa huele a castañas asadas y que desde el Barrio Alto a Carnide olía a pescado a la parrilla. Y que en Santos y en el Cais do Sodré se olía a aparejos marineros. Y que en la rua do Arsenal se olía a pescado salado y seco y que otro barrio lisboeta, Lapa, en verano, olía a flores. Pero todo esto sucedía cuando Lisboa aún no se había puesto de moda entre la clase media y los especuladores inmobiliarios.
En Lisboa hay mucha gente culta. Y tan seria como la pianista Maria João Pires. Yo he presenciado cómo detenía un concierto porque a alguien del público, un político eminente, le sonó el teléfono. Aquello fue mano de santo. O de santa.
Las últimas veces que comí con José Cardoso Pires recuerdo que compartimos mesa en el Gambrinus y en el Conventual, que ya no sé si aún existe. En el primero recuerdo que comimos pescado con papa açorda, que es un bocado de pan, huevos y aceite. En las dos ocasiones bebimos un Quinto do Carmo, que es un vino del Alentejo.
«Foi nas tabernas de Alfama, em hora triste / que nasceu esta canção, o seu lamento.» Eso cantaba Carlos do Carmo.
Te recuerdo, José Cardoso Pires. Fuiste tú quien me descubriste que la antigua Lisboa cotidiana la supo describir mejor el poeta Cesário Verde que Fernando Pessoa. Porque la Lisboa de este último es, insisto, sobre todo, interior.
Curiosamente, la última vez que escuché a Leonard Cohen y volví a saludarlo y a conversar con él fue en Lisboa.
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Autor: Arturo San Agustín. Título: Pasaporte sentimental. Editorial: Catedral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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