Estrenar un calendario
Dejé de usar reloj hace muchos años, tantos que me sorprendo cada vez que me veo en alguna fotografía antigua con uno en la muñeca, pero me mantengo fiel al calendario, principalmente porque es raro que, en el transcurso o los prolegómenos de las fiestas navideñas, no caiga alguno entre mis manos. La cotidianidad está llena de rituales intrascendentes, pequeños actos que al repetirse de manera sistemática devienen en costumbre y terminan constituyéndose en eso que denominamos tradición. En el último trienio, cada uno de enero, cojo el calendario que cada diciembre dejan en mi mesa del trabajo y lo cuelgo de un gancho que tengo instalado en una de las paredes de la cocina. Se trata de una serie que ilustra cada mes con imágenes antiguas de la ciudad en la que vivo y que para este año que ahora empieza tienen como vínculo temático el mundo del trabajo. La instantánea que corresponde al mes de enero se tomó alrededor de 1965 y muestra el interior de los desaparecidos talleres de Moreda, que no llegué a conocer y estuvieron cerca de la que es ahora mi casa. En ella, un grupo de obreros se afana en el levantamiento de una pieza de gran tonelaje, igual que si escenificaran una alegoría de las implicaciones que tiene el comienzo de un nuevo año. Por mucho que sepamos que el tiempo no es más que una simple convención y que los verdaderos ciclos transcurren con el verano como eje gravitatorio, es inevitable que el primer día de enero sintamos que toca ponerse de nuevo a la tarea de levantar el mundo sobre nuestros hombros, cada cual en la medida de lo que le permitan sus fuerzas. Por más que las calles que pisamos sean las mismas que pisábamos ayer —o hace unas horas, incluso—, queremos creer que presentan un aspecto nuevo y adecentado, y caminamos por ellas con la ilusión o el optimismo de un niño que estrena zapatos, de una novia que por primera vez luce su anillo de compromiso, del joven que sale de la facultad con la última asignatura de la carrera al fin resuelta. Puede que los obreros que veo ahora en la foto de mi calendario se dirigiesen a su trabajo el segundo día de enero con ese afán de hacer como si todo volviese a empezar y las labores que dos días atrás resultaban ominosas o extenuantes o sencillamente aburridas fuesen a revestir otro cariz. El nuevo año se nos presenta como una libreta en blanco cuyo contenido queda bajo nuestra responsabilidad y todos lo comenzamos con la intención de pergeñar unos renglones bien rectos, de caligrafía clara, en los que al fin encuentre sentido el curso de los días. También estrenar un calendario tiene un cierto componente purificador: uno abre su primera página, con todas esas hileras de días por estrenar desplegándose ante sus ojos, y es como si se extendiera un abanico de posibilidades y cada jornada por venir trajese aparejada la promesa de un futuro exuberante, lo que no es poco aliciente a medida que va pasando el tiempo, y van cayendo años encima, y nos sorprendemos preguntándonos si nos quedarán muchos más calendarios por abrir.
Canción de los tres viajeros
En el último periódico del año pasado —que, en cierto modo, también es el primero del presente— escribía Antonio Muñoz Molina un artículo hermoso sobre los villancicos populares, y su capacidad para transmitir, a partir de las historias que narraban sus letras, valores y enseñanzas de alcance universal cuyo arraigo tenía mucho que ver con la sencillez con que se formulaban los postulados donde se apoyaban. Ponía como ejemplo un estribillo célebre —«La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más»—, que todos escuchamos en nuestra niñez y supuso nuestra primera conciencia de la muerte, la certeza de que había un final aguardándonos y que irremediablemente desembocaríamos en él, y cuya revelación terrible se amortigua con ese «tururú» que le resta dramatismo e irrumpe al término del primer y el tercer verso, no se sabe bien si como una burla a la propia humanidad o como un corte de mangas al destino. Al leerlo, reparo en que el villancico que a mí más me gustaba no glosaba el nacimiento del Niño en el portal, ni se detenía en las vicisitudes de la huida a Egipto o la persecución de los inocentes. Durante mucho tiempo pensé que se trataba de una composición de autor anónimo, una de esas letrillas que se tararean de generación en generación hasta que se termina por olvidar el nombre de la persona que la engendró, quizá porque me la cantaba mi madre cuando era un niño y no la escuché en aquellos años en otra voz que no fuera la suya: no sonaba en las aún precarias megafonías navideñas que empezaron a instalarse en las calles de Mieres cuando llegaba el último mes del año, ni la conocía nadie en el colegio, ni venía en esas casetes que se vendían por esta época en los kioscos —eran otros tiempos aquéllos, definitivamente— para que las casas tuvieran la adecuada ambientación durante las sobremesas familiares. Hace poco me enteré de que el grupo Nuberu la había grabado en uno de sus discos más inencontrables y me llevé una alegría enorme cuando di con ella en YouTube y pude volver a escuchar una letra de la que no recordaba más que unos pocos versos, y su pegadizo estribillo, y que tiene un punto épico y tierno y también humorístico, cuando incurre en uno de sus versos en ese excesivo chovinismo asturiano que tanto me enternece. No figuraban por ninguna parte sus créditos, lo cual abonó mi creencia de que, en mayor o menor medida, sus estrofas provenían del acierto tradicional. Al acordarme de ella esta tarde de Año Nuevo, a propósito del artículo de Muñoz Molina, escribo a Chus Pedro Suárez, el cantante de Nuberu, para que me resuelva la duda y me entero así de que su compositora fue Pilar Esther Hernández, una mujer que profesó en el monasterio ovetense de San Pelayo y que adquirió cierta fama en la década de 1960, cuando las canciones que componía llegaron a registrarse en unos vinilos que publicaba con el nombre artístico de Sor Canción. Colgó los hábitos y dejó el convento para ocuparse de los cuidados de su madre enferma, pero no dejó nunca de escribir nuevas canciones ni de cantarlas a la guitarra. Leo que se murió hace dos años y no encuentro ninguna referencia a la fecha, siquiera aproximada, en que tuvo a bien componer ese villancico en el que glosa el viaje de los tres personajes más enigmáticos de toda la tradición cristiana: esos magos de oriente cuya procedencia y condición exacta ignoramos y de cuyo periplo sólo conocemos unos pocos detalles, hasta el punto que ni siquiera podemos asegurar que se trate de los esenciales. En sus versos, la autora recreó sus andanzas trasvasándolas a las características propias de su terruño —los tres reyes pasan junto a un río y están a punto de congelarse a causa del frío del invierno— y, al modo de lo que hizo Gloria Fuertes en su poema «El camello cojito», les da voz para que sean ellos mismos quienes expresen sus cuitas, tan terrenales que cuesta creer que estén llevando a cabo una misión divina. Con todo, es su estribillo lo que confiere carácter a la composición y la universaliza. «Van caminando per un camín, van entrugando por un rapacín», dice —empleando esas dos formas con que la lengua asturiana diferencia cuándo la preposición se refiere al lugar y al tiempo y cuándo reviste connotaciones causales—, y uno se imagina a tres extranjeros despistados que están a punto de llegar a su destino y de pronto ignoran si llevan buen rumbo, y se detienen a preguntar a todo el que pasa por aquello que constituye no sólo su objetivo, sino lo que a la postre dará sentido a su largo viaje —y, tratándose de quienes son, también a su propia existencia—, temerosos de equivocar sus pasos o de haber elegido el sendero que no era, y no puede menos que reconocerse en esa incertidumbre de quien transita por territorio hostil con la esperanza de llevar a buen puerto su andadura, igual que hace cualquiera de nosotros por el mundo.
El ingeniero que levantó un mundo
Por estas fechas se cumplirán veinte años de la mañana en que me dio por visitar en la colonia madrileña de El Viso la casa donde vivió y murió Juan Benet, el escritor que a mediados del siglo pasado se propuso renovar la literatura española despojándola de sus ribetes costumbristas y terminó por configurar un mundo propio y, a priori, inexpugnable. Yo lo andaba descubriendo por aquellas fechas y el recorrido tuvo un aire de peregrinación: lo hice a pie, desde el hotel para estudiantes en el que residía entonces, en el 80 de General Pardiñas, hasta el número siete de la calle del Pisuerga; era una mañana soleada y fría de un sábado y apenas se veía gente paseando por esas zonas de Madrid, despuntaban al fondo la Torre Picasso y sus rascacielos vecinos del complejo Azca como mástiles ampulosos de una época que estaba a punto de venirse abajo. Uno o dos años antes, en unas vacaciones de Semana Santa, mis padres me habían llevado a conocer la presa del Porma, el impresionante muro de hormigón que diseñó el propio Benet para contener las aguas del río que le da nombre y cuya entrada en funcionamiento provocó la extinción de varios pueblos de la comarca. Quienes lo conocieron dicen que consideraba el cierre del embalse como una de las obras más importantes que había llevado a cabo durante su carrera como ingeniero de caminos, canales y puertos; en un afortunado paralelismo, allí mismo escribió, mientras trabajaba en su construcción, la que sería su obra fundamental en el aspecto literario, no porque sea la que mejor se valore de forma unánime —habrá quienes antepongan Saúl ante Samuel y quienes prefieran la serie inacabada de Herrumbrosas lanzas—, pero sí la que puso los cimientos y el andamiaje sobre los que se sostendría Región, el territorio ficticio que tiene relación con esas orografías asturleonesas y que viene a ser una metáfora de aquella España que rumiaba las consecuencias de una guerra cuyos rescoldos siguen sin apagarse del todo. Escribí en su día un artículo donde jugaba con la similitud fonética entre los sustantivos presa y prosa para emparentar la solidez austera y sobrecogedora del paredón del Porma con la fortaleza de un estilo que adquiría las hechuras de un portón infranqueable para revelar de forma gradual sus secretos a medida que el intruso se empecinar más y más en comprender sus mecanismos. Benet murió el cinco de enero de 1993, hace ahora tres décadas, y no da la impresión de que se lo recuerde demasiado. La efeméride casi coincide con la conmemoración del natalicio de su admirado Pío Baroja, sobre el que escribió una semblanza que posiblemente sea uno de los mejores textos que se han publicado nunca sobre el escritor vasco. Pese a la diferencia radical que se aprecia entre sus poéticas respectivas, ambos vienen a ser el anverso y reverso de un mismo propósito: el de encontrar una forma de narrar el mundo que desprecie sus vicios recurrentes y se atreva a llegar hasta el fondo de las cosas. Baroja, médico de formación, se empecinó en diseccionar la realidad. Benet, ingeniero, levantó un territorio imaginario desde el que explicar una realidad cuajada de sombras. Ambos lo consiguieron, a su modo, y también el segundo merece que se le reconozca el mérito.
Le alabo el gusto de no llevar reloj. No sé si no llevarlo es un privilegio aristocrático o llevarlo es la marca de la bestia, pero le alabo el gusto y le expreso mi sana envidia. Espero que, dada la nula natalidad de este país llamado Estado (ni el nombre nos ha dejado la generación de mis padres, la del señor Barrero), me permitan jubilarse antes de la muerte. Entonces espero acceder al selecto grupo de los que no llevan reloj. Gracias a Pío Moa conozco a Juan Benet, el hombre que deseó el Gulag a Alexander Solzhenitsyn. Aunque acababa de nacer, por circunstancias que no vienen al caso, llegué a ver lo que había al otro lado del Telón de Acero antes de que cayera. No odio, pero deseo que los que quieren el comunismo vivan en un país comunista. Deseo que se cumplan sus deseos. Se lo deseo de corazón.
De acuerdo con usted, sr. Wales, pero que vivan como comunistas de a pie, no como élite con sus dachas, casoplones y privilegios, no como los Castro o como las élites gerontocráticas de la URSS; que vivan como ciudadanos normales en Corea del Norte, Venezuela o Cuba.
Curiosamente lo del reloj y sus palabras me despiertan determinados recuerdos de ya hace mucho. De una época remota, en una España gris de posguerra, donde llevar un reloj en la muñeca, sobre todo en un niño, era un lujo y una distinción social. Y significó, un deseo, un afán y un sueño incumplido hasta pasados muchos, muchos años. Hoy, sin embargo y curiosamente, es un lujo prescindir de él. ¡Cómo hemos cambiado! Eso si, mi discernimiento no da para, quizás, decidir si para bien, para mal o para peor.