Las actrices de Éric Rohmer destacaban por su atractivo, bien distinto de ese que nos prendaba a las demás. El magnetismo que ejercían sobre los espectadores tenía muy poco que ver con el encanto alambicado —que no por ello menos admirable— del común de las intérpretes. Las de Rohmer eran, por así decirlo, como chicas sin maquillaje. Incluso los detractores de ese gran maestro del cine apacible que fue el autor de La rodilla de Claire (1970) reconocían en ellas una frescura y una espontaneidad fuera de lo común. Y es ahora, que, como de todo, también hace tanto tiempo que veíamos las cintas del gran Rohmer, prácticamente a razón de una por temporada, en el circuito de la versión original, cuando aquellas jóvenes que protagonizaban los Seis cuentos morales, las Comedias y proverbios y los Cuentos de las cuatro estaciones —las tres series en las que el maestro reunió lo mejor de su producción— han quedado como una imagen prístina de las verdaderas muchachas de su época.
Sí, señor. Cualquiera que tuviera la inmensa dicha de conversar con una chica de los 70 podrá reconocerla en aquella Claire (Laurence de Monaghan) de memorable rodilla; si de los 80, en la Lucie (Anne-Laure Meury) de La mujer del aviador; de los 90, en la Solène (Gwenaëlle Simon) de Cuento de verano (1996).
Todo en ellas era vida. De modo que desalienta que, entre aquellas chicas pretéritas, con calidad de musas de su tiempo, también hubiese dos a las que la Parca envió al hoyo en la flor de su edad. Pero fue el caso que Michelle Girandon, la Sylvie de La panadera de Monceau (1963), el primero de los Seis cuentos morales, se quitó la vida con treinta y seis años tras romper la relación sentimental que mantenía con José Luis de Vilallonga.
A Pascale Ogier, la Louise de Las noches de luna llena (1984), la cuarta entrega de las Comedias y proverbios, se la llevó el caballo de la muerte con veinticinco primaveras. Fue el 25 de octubre de 1984, tras una noche de marcha en el Palace —uno de los locales de moda entre el underground parisino de la época— con un antiguo compañero de la adolescencia con el que consumió heroína. Como tantas veces en aquellos casos, no acabó de aclararse si la droga estaba adulterada o si fue una sobredosis. Lo que sí concluyó la autopsia fue que la actriz tenía una malformación cardiaca —que ella ignoraba— para la que el jaco fue letal. Al igual que Romy Schneider —también muerta prematuramente y en extrañas circunstancias—, Pascale Ogier obtuvo el César a la mejor interpretación femenina a título póstumo. Fue, naturalmente, por su creación de Louise, aquella maravilla que protagonizaba Las noches de luna llena.
Hija de Bulle Ogier, una de las grandes intérpretes del cine de autor francófono, y su primer marido, el músico Gilles Nicolas, la pequeña Pascale (París, 1958) fue la unigénita de una de las actrices más destacadas de la pantalla y la escena francesas, que empezó recogiendo las sillas en los últimos desfiles de Coco Chanel. De modo que no es de extrañar que debutase junto a su progenitora, siendo aún una niña, en una cinta de André Téchiné: Pauline s’en va (1969).
Y a buen seguro que en su filmografía todo hubieran sido premios y aplausos, como corresponde a los vástagos de los notables, que saben responder a las expectativas que despiertan solamente por ser hijos de los elegidos por la gloria, la fama y la fortuna. Pero Pascale también fue hija de un tiempo tan alucinado que concebía las drogas como una sustancia liberadora. Hasta en eso la dulce musa de Rohmer fue representativa de aquellas chicas de los 80 que la Parca se llevaba en el cénit de su encanto para que sus admiradores no las volvieran a ver.
Barbet Schroeder —junto con Jean Eustache uno de los dos grandes epígonos de la Nouvelle Vague—, segundo marido de su madre, y padrastro por tanto de Pascale Ogier, realizó en 1969 la película más hermosa que jamás se haya filmado sobre la toxicomanía. Ambientada en la Ibiza legendaria de los hippies auténticos y con la banda sonora de los Pink Floyd anteriores a la popularización, More (1969), la cinta en cuestión, versaba sobre una hippie maravillosa, y a la vez una mujer fatal, cuya fatalidad consistía en ser una yonqui que abocaba a sus amantes a la heroína. Alberto Moravia advirtió en el artículo dedicado a More en su En el cine —un compendio de sus críticas sobre la gran pantalla publicado por Valentino Bompiani & Co. en 1975— sobre los peligros que podía entrañar sacar la drogadicción de los sórdidos entornos urbanos, donde a su juicio se solían consumir las sustancias tóxicas, y enmarcarla en el paraíso ibicenco.
Ver alguna relación entre la trágica y prematura muerte de Pascale y More sería simplificar de un modo tan miserable como suelen serlo las simplificaciones. Pero tampoco es gratis apuntar que toda esa cultura, que desde finales de los años 60 mitificaba la droga —cierto cine, cierta literatura, todo el rock—, acabó por popularizarla hasta el punto en que llegó a estarlo en los años 80.
De una u otra manera, lo que cuenta para estas líneas es que fue en Les Films du Losange, la productora de su padrastro —quien, por cierto, la inició en la obra de Charles Bukowski—, donde Pascale despuntó. Antes de ser una de las firmas de trayectoria más interesante de los últimos cincuenta años del cine francés, Les Films du Losange fue la productora de los mejores títulos de Rohmer y Jacques Rivette, los realizadores a los que nuestra actriz brindó sus mejores registros.
Con Rohmer se estrenó en Perceval el galo (1978), sobre un poema medieval de Chrétien de Troyes. Recitando aquellos octosílabos demostró sus dotes para la rapsodia, aunque para asistir al rodaje tuvo que abandonar sus estudios de cine en la Sorbona, desoyendo el consejo de su madre. Junto a ella precisamente protagonizó Le pont du Nord (1981), una película laberíntica y fantástica, como todas las del gran Jacques Rivette, otro maestro del cine apacible. Baptiste, el personaje de Pascale Ogier en aquellas secuencias, era una joven paranoica que no puede estar sola y decide pasear sin rumbo fijo junto a Marie (Bulle Ogier), por las calles de París. Empero la fantasía de la propuesta, fue en aquella película donde Pascale incorporó por primera vez a una verdadera muchacha de los 80. Volver a visionar la película es volver a ver a todas esas chicas de ayer.
Personalmente, en aquella sazón, acababa de mantener un romance con el realizador Jim Jarmusch. La joven interprete, que antes de ser un recuerdo ya rezumaba esa magnética melancolía de las chicas tristes, también era una musa de las madrugadas de la modernidad parisina. Eso era lo que había cuando se la llevó la Camarada seca. No faltaron especulaciones sobre las extrañas circunstancias de su muerte. Mas lo que cumple es quedarse con el cariño con que la recordaron Marguerite Duras —muy amiga de su madre— y el propio Rohmer, quien también la dirigió en alguno de sus montajes teatrales.
Ya con la calidad de los iconos, como tantos mitos de la cultura del amado siglo XX —de la historia de la cultura universal, será mejor decir—, los restos de Pascal Ogier se guardan en el cementerio del Père-Lachaise de París. Su hermanastra por parte de padre, Emeraude Nicolas, publicó el año pasado una emotiva biografía sobre la actriz.
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