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Paseo de gracia, de Loquillo

Paseo de gracia, de Loquillo

Más allá de una autobiografía, Paseo de gracia es un recorrido por la ciudad de Barcelona, por sus calles y su esencia. Y, sobre todo, por todos los caminos y evoluciones que ha vivido la Ciudad Condal y quienes viven en ellas. Y todo a través de la experiencia personal del gran artista Loquillo.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Paseo de gracia (Roca), de Loquillo.

***

La terminal es el único lugar donde consigo relajarme, pensar en mis cosas, reflexionar sin hablar con nadie, leer a Zamacois en Memorias de un vagón de ferrocarril, a Dos Passos con sus Viajes de entreguerras.

Con el paso de los años vas tomando cariño a la profundidad del aeropuerto, a cada uno de sus reservados, entresijos y decorados.

Si tuviera que diluirme en una charla banal diría que ni tan mal.

Llegado a destino abandonaría mi vida artificial frente a mi veterana Olivetti Lettera DL para ofrecer al personal una versión alternativa de don Juan con un aire más canalla y literal.

La terminal es mi oasis terrenal.

 

«Dejé la melancolía atrás», apunta Cioran, todo debe ser un no parar; de lo contrario, vuelta a empezar.

La cineasta y escritora Yasmina Reza sostiene que aquellos que presumen de infancia feliz y tardía adolescencia arrastran la nostalgia de un paraíso en la tierra.

Umbral añade que los hijos únicos cargamos con un sentimiento de criatura impar entre orgulloso y egoísta poco dado al contacto con los demás y que nuestro ver dadero hogar es la soledad.

No le falta razón.

Entiendo a quien prefiere largarse a una playa del Índico para escapar de la realidad, aplaudo a quienes en plena huida hacia delante mutan en cooperantes en leja nos conflictos porque son buenas personas, que las hay. He conocido dos casos.

Discrepo —una vez agotada mi paciencia— de los dispuestos a ponerse hasta las cejas con tal de no hacerse preguntas ni esperar respuestas solo por alimentar su egoísmo de adictos sin fronteras.

He tomado las decisiones que resetearon mi vida en los fingers, en las zonas vip, rodeado de móviles que ar den en conversaciones con intenciones sospechosas, fren te a los paneles de información de los vuelos, esperando un retraso que dé al traste con el resto del día, cotilleando a través de las cristaleras —nave va, nave viene—, en discusiones conmigo mismo en torno al color elegido por esta o aquella aerolínea. Y, ¿por qué no?, disfrutando de ese ruido de fondo que no cesa en tanto el destino, caprichoso como él solo, resuelve el acertijo puerta de embarque versus hora de salida.

Si el tiempo y la autoridad aérea lo permiten, la opción de tomarse un café mientras rateas unas chuches en la sala vip te distrae el tiempo que precede el momento de la huida.

Si el vuelo va con retraso, lo mejor es tirarse de cabeza a los destilados, que ayudan en su justa medida a mantener el temple.

Si abusas de tu suerte, un alterado subconsciente deseará posicionarse frente a un nutrido grupo de azafatas de la desaparecida Air Plus Comet, reconocida entre los profesionales del sector por el alto nivel del personal de cabina. Todas desfilan en formación de combate taconeando sobre el impoluto suelo de la terminal, que retumba como si la Panzerdivision la tomara contigo en la ofensiva de Bastoña.

Aquí estoy de nuevo de paso en el purgatorio, entre el cielo y la tierra, ¡a la mierda la equidistancia!

¿El Altísimo tiene algo que ver con todo esto?

Soy algo más que un pasajero con horas de vuelo, noto su presencia; en realidad, busco redención y consuelo.

En mis viajes «por todo lo largo y ancho de este mundo» he recopilado una notable colección de rosarios que suspenden de sus funciones a más de un endemoniado. Resultado de mis conversaciones con la institución eclesiástica durante mis aburridas travesías atlánticas.

Al calor de unos tragos esgrimo mi mejor sonrisa, agradecido de que los hombres de negro intercedan ante el Altísimo. Sus gestiones son capitales para que mis pecados terrenales sean perdonados. Según el día, los hombres santos con alzacuellos me recuerdan a mi admirado Morrissey en «I Have Forgiven Jesus», el vídeo en el que se vestía de cura.

El corazón gana en intensidad, la circulación se acelera, me revela la certidumbre de que la vida antes de facturar ha quedado definitivamente atrás.

Lo tengo presente en cada viaje, en cada destino, hasta que cierre el casino. ¿Verdad, tío Frank?

Adoro improvisar.

Recién aterrizado en la Condal tras cruzar el círculo polar, volví a embarcar rumbo a Venecia una vez consultado el panel de salidas de emergencia.

De camino al puente de los Suspiros me comprometí con Ramon Llull y el código Bushido mientras me aventuraba a poner punto final a mi obra. Sería un último gesto, el que se le supone a un dandi: elegir las frías aguas del Adriático para naufragar con lo más granado de la cultura europea y convertirlo así en un acto de fe cinematográfico.

Nota en mi Moleskine:

«Los artistas son como cazadores apuntando en la oscuridad. No saben cuál es su objetivo, no saben si han acertado».

Muerte en Venecia. Luchino Visconti sobre el texto de Thomas Mann.

 

La terminal.

Crepuscular sustantivo.

¿Qué sugiere semejante lugar?

La sensación de no pertenencia.

Ni de aquí ni de allá, sino más bien todo lo contrario.

¿Soy uno de ellos?

Superviviente de una extraña especie que habita en zonas reservadas y que nada tiene que ver con los turistas de bermuda y chancla.

Su rigidez les delata.

El resto del pasaje, una vez aparcado en la puerta de embarque, representa un mal necesario, una penitencia para alcanzar la santidad.

«Los embarcados» —así les llamo— solo ven alterada su existencia si su tarjeta de preferencia ha caducado. La conexión acusa los infortunios del destino porque su reserva ha sido ignorada por algún conflicto de intereses, un trámite burocrático o administrativo.

Las víctimas del low cost observan con asombro el enfrentamiento de los pasajeros con la tripulación de ca bina. Asisten estupefactos al estruendo de las maletas que colisionan entre sí. Bolsos, abrigos y chaquetas cambian de mano por un «quítate tú para ponerme yo».

Los embarcados se muestran indefensos frente a un pasajero no identificado que se revuelve ante las indicaciones de la tripulación de cabina. El sujeto se adentra en la aeronave con una mochila XXXL junto al resto de los enseres —botas de montaña, manta de cuadros, ¿ristra de ajos?—, como si esto de ir en avión tuviera algo que ver con una excursión al Machu Picchu.

Los embarcados son una rara avis en peligro de extinción.

Como apunta el Libro de Enoc, lo divino no debe mezclarse con lo terrenal si no quieres terminar engendrando gigantes.

Los embarcados tiene resonancia cinematográfica del viejo serial televisivo que puso el punto final a mi infancia. Los invasores es mi serie favorita. Seres interestelares llegados de otras constelaciones a la tierra prometida para preparar la invasión definitiva.

Bajo la influencia del senador norteamericano McCarthy todavía se discute hoy en día si Los invasores versaba sobre comunistas travestidos en seres del espacio exterior.

A pesar de tener la misma apariencia de un ciudadano cualquiera, los invasores viajan a nuestro planeta con una tara de fábrica que los identifica.

No tienen corazón.

¿Los embarcados son la prueba definitiva?

¿Soy uno de ellos?

¿Vaqueros mutantes? ¿Ladrones de cuerpos?

¿Una precuela de la película de Bruce Willis donde no lleva camiseta imperio?

El purgatorio es lo que tiene, deambulas por los márgenes como alma en pena esperando condena.

Lo confieso, en ocasiones veo pasajeros.

[…]

—————————————

Autor: Loquillo. Título: Paseo de gracia. Editorial: Roca. Venta: Todos tus libros.

Foto: Jaime de Laiguana.

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