Hoy es sábado y dispongo de más tiempo; es decir, que hoy la sudada es de lujo. Me voy a correr al Parque Central. Mi marido tiene la monga y no me puede cuidar a la nena. Pero eso no me detendrá. Necesito mi hora y media de desconecte. Aprovecho. Llevo esas botellas de agua y bolsas plásticas a reciclar, cargo el baúl de la guagua de ropas que donar al Salvation Army o al Albergue “El Paraíso” o a la Casa Protegida Julia de Burgos. Todas quedan en ruta, esa ruta que se esparce desde los mangles de la bahía hasta el caño Martín Peña. Santurce, Cangrejos, territorio de adictos, de putas, de inmigrantes, de negros, de ferreterías-sastrerías-panaderías-bares-barberías de rastrillo-hospitalillos. Es un hogar que queda al lado de mi hogar.
La MacCleary está llena de joggeadores, de caminantes. No, esa no será mi ruta hoy. Cuarentaycinco minutos hasta el Poblado Belén, que hoy está encendido, pidiendo a gritos la demolición de la corrupción. Una hora y quince a paso sosegado, si se le añade el trayecto hasta el Parque Celso Barbosa. Pero ni así. Hoy sudo en grande. Abro la guagua, pongo a la nena en el car-seat y parto rumbo a la Baldorioty. Está nublado y parece que va a llover. Tomo un sorbo de mi botella de agua y miro por el retrovisor. La nena está bien. Aguantará el trayecto.
Tomo la curvita de desvío hacia el Club Náutico y agarro la salida hacia el Centro de Convenciones. Allí, en lo que antes era la Base Naval ahora se alza, imponente la media concha en acero y cristal ahumado que acoge ferias de Estilos de Vida, Humortivación, convenciones y reuniones empresariales de todo tipo. Muchas grúas gigantescas –la inmensamente amarilla, las azul de alzar edificios, se levantan contra el cielo encapotado. Ya una estructura de cemento crudo emerge del barro robado al mangle. Tal parece que levantarán más complejos de vivienda y oficinas en los predios del Centro de Convenciones.
Al lado, el aeropuerto de Isla Grande da salida y cabida a aviones que parten rumbo a las islas del Caribe –otras islas más más chicas, todas más pobres que ésta– eso dicen. Una avioneta rasga el viento sobre mi cabeza. Yo me extasío mirándola, esperando a que cambie la luz.
Paso por enfrente del Hogar de Niños Manuel Fernández Juncos. Ahí están, los huérfanos, los olvidados. Noto que le han dado una remosead al edificio. Tiene una capa de pintura fresca. Entre tanto “progreso” y tecnología a una se le escapa que existen niños pequeñitos, indefensos, de carne y hueso y no de metal ni de cristal, ni de cemento, que se duermen todas las noches contra el frío de una ausencia. Los sonidos de la autopista, de las grúas derribando y alzando edificios, de una gallareta ocasional que pita su canto desde el mangle son sus únicas canciones de cuna. Miro a mi hija por el espejo retrovisor . Se me encoge el alma y se enreda un nudo en la garganta. Me hija me sonríe, consolándome.
Un olor a azufre irrumpe por la ventanilla del carro. Estoy casi al lado de la Asociación de Pescadores, del otro lado del puente que divide al Parque Central del Centro de Cuidados Psiquiátricos y del residencial de Tras Talleres. Un adicto todo llagas cruza lentamente la carretera con un carrito lleno de latas de aluminio. La recolectora de metal queda cerca, recuerdo. Ahí están los chavos para la cura. Pongo la señal para doblar a la derecha. Se alzan, verdes y majestuosos, los contenedores de reciclaje.
Un cartel anuncia que no se reciclan piezas de auto, botellas de vidrio ni bolsas plásticas. “Coño” –maldigo– “yo que las fui recogiendo durante todo un mes. ¿A dónde puñetas meto este bollo de bolsas plásticas ahora? “Pero tengo botellas de agua que dejar en el contenedor. Mis intenciones ecológicas se cumplen- más o menos- por este día.
Limpio, con olor a grama recién cortada, contra los pescadores, el mangle y el orfelinato, el Parque Central abre sus puertas. A sudar con gusto, una carrera de lujo –me auguro. Frente a los portones del Parque Central, aumenta una pequeña fila de carros. Son los jugadores de tenis, de raquectball y los nuevos nadadores del Natatorium, que taponan la entrada. “Natatorium” en latín. Pienso extrañamente en Roma. En Roma y en las intrínsecas maquinaciones de todas las ciudades sobre el planeta. Ellas son así, las ciudades. No sé si por la división y especialización de labores o por la acumulación de gentes y de riquezas, las ciudades producen desigualdad y ocio. Algunos tan sólo sobreviven y otros disponen de tiempo para vivir. Para ejercitarse haciendo discocycling a las cinco y cuarto de la mañana, joggear –como yo a las 6:30. Pensar en la ecología y el reciclaje, darse un chapuzón en una piscina olímpica donde jovencitos chinos de Connecticut vienen a entrenarse con sus equipos de natación. Trinity College, Harvard, West Point, todos vienen acá, al Natatorium de San Juan de Puerto Rico, a entrenar en las mañanas de un diciembre que los hubiera congelado en sus respectivas ciudades, en sus respectivas piscinas de universidades del Este americano. Veo las guaguas escolares e inmensas depositando y recogiendo su carga de estudiantes nadadores, con sus entrenadores que admiran la isla “it’s such a beautiful place” mientras pitan para que la próxima muchachita haga un clavado de doble giro contra el agua desinfectada del Natatorium. Me toca mi turno, pago el peso de la entrada y encuentro estacionamiento.
Saco el coche de bebé, pongo a la nena adentro, me estiro y comienzo a caminar. No sé qué ruta he de tomar. Tengo dos opciones –dar la vuelta del pendejo dentro del parque o tirarme a correr en el paseo lineal, hasta la Milla de Oro. Miro el cielo. Sigue encapotado pero no ha dejado caer ni una gota de lluvia. Creo que voy a trotar junto al mangle. Nos vendrá bien.
Comienzo a caminar para entrar en calor. Por encima del puente de la Kennedy caminones de carga corren raudo por la avenida. El cochecito de bebé donde llevo a la nena vibra contra mis muñecas. Son las seis y treintaycinco y la mañana está fresca. Ojalá no llueva. La nena duerme apaciblemente dentro de su coche.
2. Garza dormida en la espuma blanca del níveo cinturón de tus riberas.Pienso y sonrío. La sonrisa me queda ladeada, cínica. “Ay virgen, lo que es la moda” digo en voz alta. Una señora de pelo pintado de rojo cruza por el lado contrario del paseo lineal por el que ahora troto empujando el cochecito de mi hija. Me saluda –“Buenos días”. Yo respondo con una sonrisa otra vez ladeada, cínica. Ese color de pelo le queda mal. Es del mismísimo tinte de su piel. La doña parece una zanahoria. “Asúmete, mulata” quiero decirle. “Asumámonos todos”. Somos hijos del mangle.
Qué níveo cinturón ni níveo cinturón de tus riberas; babote y mangle, me digo. Estas islas están hechas de babote y mangle, de grandes excrecencias. En realidad pienso “somos un bollo de mierda”. Pero ahí está Aidara dormitando tan tranquila, que no quiero espantarla con la palabra. Palabra cargada. Suelto una solitaria carcajada y me ahogo en el tufo de azufre que me rodea. Mierda marina, mierda vegetal, mierda animal. La tierra es un gran bollo de cadáveres y mierda y en las islas –que son formaciones de mierda fresca– es donde mejor se nota. Allá abajo un armazón de corales muertos dio cabida a la semilla primera, al primer arbusto potencial de mangle rojo, mangle blanco, mangle negro , que fue enredando sus aéreas raíces en la tierra; es decir, en la pulverización de los corales degradados a punto de convertirse en vertedero. Entonces llegaron los peces enamorados de su sombra y de otros peces que comerse y que cagar. Luego llegaron los pájaros –las garzas lentas (blancas o grises) que parecían dormidas, pero que en realidad planificaban su próximo asesinato y, la degustación de su escamosa presa. Y llegaron los zorzales rojos y los grises, las gallaretas con sus picos carmesí. Llegaron las iguanas escapadas siguiendo la misma ruta de las prófugas tortugas. Y hasta caimanes llegaron al mangle. Y hasta una estatua de metal de Pablo Rubio tan fuera de lugar entre el babote que sirve de signo de puntuación. Este es el proyecto de modernización de mis islas, pienso, este rescatar al mangle de su propia podredumbre. Alzar andamios desde él. Pagar miles de dólares porque un escultor funda minerales para hacer un monumento frente a ella. Esto, esta peste y estos pequeños roedores, este pelaje gris de ardilla o gato muerto tirado por el borde de los puentes, estos nidos de pájaro contra pilotes de cemento. Estas vías sostenidas donde antes dormían deambulantes. Este caño reconveritdo en paseo de lujo para corredores matinales. Que níveo cinturón ni qué pureza.
Contemplo el paisaje. Atrás queda el puente de la Kennedy. Adelante, los del Expreso Las Américas. Dos grandes elevados de cemento rompen la visual horizontal y devuelven ecos al mangle dormido. Un canto de ave –no sé de cual– se mezcla con el rumiar de los motores. Así son las ciudades –todas las ciudades, pienso. Así es la cuidad caribeña. Alza altares al metal y a la tecnología y se sueña conectada a otras lejanas ciudades, lejos de los cantos de las aves, del malabarismo prehistórico de las iguanas que se sostienen en las ramas de los mangles. Limpias de babote se sueñan, pero no. Aquí hieden sus excrecencias. Aprieto el paso y le paso por debajo al primero de los puentes. Alcanzo y dejo atrás a un señor con sudadera de plástico y a su compañera de ejercicios –pelo pintado de rubio, rayitos, gafas oscuras y pesitas de dos libras en cada mano–. Etiqueta de joggeadora, los saludo con un “buenos días”.
Una prieta hermosa me cierra el paso. Anda con un tipo que se quedaría en una muela. Sus caderas son muy anchas, pero ella las suda, atenta mientras habla de una compañera en el trabajo que hizo una dieta que la dejó eslender. No la de carbohidratos —que yo sin mis tostadas del coffe-break no funciono—. Era la otra. “La de South Beach” pregunta el sucinto que la acompaña. El tipo tiene una cicatriz que le cruza la mejilla izquierda. Pido permiso y les paso por el lado, empujando el coche de Aidara. Coche con amortiguadores, frenos, capota impermeable —lo mejor en la avenida—. El padre se lo compró. Es primerizo y engendrador por vez primera y última, hay que entenderlo. Aidara abre los ojos y mira al viento, le sonríe a los espíritus del mangle. “Mira, Aidara, el mundo” le digo. A la chica no le interesa el mundo esta mañana. Se vuelve a dormir.
Inventario de joggeadores –un señor muy alto y muy blanco que parece un fantasma. Lo pienso gringo, pero me dice “buenos días” en boricua. Una flaca con cara de caballo y gafas oscuras, un prieto bellísimo y cuarentón (el afro pinta gris) y un gordito más joven que hacen power-walking. Una pareja –él de negrísimos bigotes, ella de pelo corto y pintado siempre pintado— me advierte que allá arriba ya comenzó a llover y que se me va a mojar la nena. Pero yo quiero llegar al final del paseo lineal. A lo lejos se alza el rascacielos del Banco Popular con su reloj electrónico que anuncia la hora. Las 7 y 46 minutos de la mañana. Tanta reflexión a tan temprana hora. Vacío mi mente y aprieto el paso.
Edificios, más grúas de construcción, el Choliseo (otro centro para convenciones y conciertos). En el agua del mangle, unas reverberaciones anuncian que abajo laten cosas vivas. Me asomo y veo caparazones de tortugas, peces, la cabeza de una iguana nadadora. Miro las ramas, más iguanas que parecen dinosaurios en miniatura trepan entre ellas. Del lado izquierdo del paseo, fango. Pienso que si esta fuera otra isla o si viajáramos en el tiempo, esos fangos serían el hogar de comunidades. Debajo de los puentes, se alzarían barriadas que llevarían los nombres de Mangle Alto, Mangle Bajito, Iguana de Palo, Barriada Roedores; como en los ’40 se levantara allí justo, donde ahora se levantan las torres del Banco Santander y del Citibank, el Caño Martín Peña y barriada Tokio. De pequeña crucé los puentes del caño adormecida por el calor del Volky de mi mamá. Íbamos para Barrio Obrero, para la Escuela Santiago Iglesias Pantín, donde Mami era maestra. A veces se inundaba el caño y había que llegar a la escuela en bote. Otras podíamos cruzar en el Volky de mamá. Volky sin aire acondicionado. Lluvia y después vaporizo, peste a azufre y calor. Sudaba a mares, me mareaba y creía ver casuchas de madera, cartón y zinc alzarse sobre zocos desde el fango. Alguna vez vi una cara asomarse a la puerta de una de esas casuchitas. Luego las dejé de ver. Desaparecieron.
Me las volví a encontrar en el cuento de José Luis González.
“Eso es lluvia”. Me caen unas gotas sobre la cara. “Sí, es lluvia”. Debo emprender el camino de regreso. A menos de cincuenta metros está el borde de lo que antes fuera una barriada de animales contra el fango, animales humanos, escupidos al borde del mangle “Melodía le hizo así con la manita y el otro negrito también lo saludó desde el agua”. ¿Qué mueca haría ahora Melodía si se levantara de su sueño desde el fondo de los mangles?
Regreso. A mis espaldas, el tren urbano rasga el cielo –un tren que vuela por el cielo encapotado, que resbala como un trueno por su vía elevada.
Uno, dos uno dos. El tren está lejos. La parada del tren lejísimos y llueve. «Que no se me moje la nena, que no se me moje la nena». El aguacero arrecia a mis espaldas, me alcanza. Me paro bajo un árbol de mangle. Me mojo, pero la nena no. Desaparecen las níveas garzas de la maraña. Los joggeadores se secan las caras, se suben cremalleras y capuchas, abren paraguas los caminantes. Yo tapo a la nena con la capota impermeable de su coche del siglo XXI. Melodía me hace así con la manita desde las profundidades del agua. Si tan sólo pudiera llegar a cobijarme bajo el puente. Corro, tapo a la nena. Casi veo a la doña en bata raída que baja hasta el agua de los mangles a echar los restos de comida. Casi veo a los peces acercándose, a los pescadores con su yola tratando de arrebatarle comida a estas marañas de excrecencia. Casi veo a los nenes barrigones (lombrices, parásitos, hambre) tirándose en el agua puerca a jugar en lo que crecen y se convierten en cargueros de los muelles. Uno, dos, en tecatos y asesinos. Uno, dos, el aguacero arrecia. Adentro mi niña duerme sin enterarse de la lluvia. Corro otro ratito y llego a un tupido techo de hojas que me cubre. En la lontananza, un arco iris anuncia que el aguacero pronto pasará. Uno, dos, uno, dos y escampa. Me seco la cara humedecida, llego al puente. Ya para qué, ya escampó –me digo. Sigo de largo. Otra vez la estatua de Rubio centellea contra el fango. Una iguana se balancea en el aire de una rama. Los nidos de las garzas empollan sus polluelos. Miro hacia atrás, hacia el reloj electrónico panóptico. Las 8:10. Terminé mi carrera matinal.
La nena no se me mojó, a dios gracias. Emprendo el camino hasta donde dejé aparcada la guagua. Paso por el lado de un sitio de pesas y de clases de aeróbicos y de ciclismo estacionario. En la puerta un gran cartel anuncia horarios y ofertas corporativas. ¿Ofertas corporativas? ¿Pero este parque no es público?” Sigo a zancada larga hasta el estacionamiento. El Natatorio me llama la curiosidad. “¿Cobrarán allí también por hacer uso? ¿Habrán ofertas especiales? ¿Y si entro? Y si le echo un vistazo. ¿Y si pregunto por clases de natación para Lucián?” Pero no. Ha sido mucho por una mañana. La nena se despereza y empieza a chasquear la lengua pidiendo leche. Debo estirar; debo secarme del aguacero matinal en los mangles, no vaya a ser que me agarre malaria, la sprue, la monga, o alguna otra enfermedad tropical que me saque de la ruta hacia el cemento.
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