Las pequeñas partes de las cosas cotidianas me calman. Son un bálsamo que me ayuda a no depender en exceso de alcohol y pastillas. Encuentro una armonía y un equilibrio sosegado en preparar café, hacer la comida, en limpiar, y fingir que con mis pequeños actos combato la entropía natural del universo. Porque sé que estoy fingiendo, no me puedo engañar a mí mismo. Y a pesar de esto, o quizás por eso mismo, la forma en que se curva la hoja del laurel seco que echaré al agua hirviendo me sigue sanando. Y me hace sonreír. Sonrío muy poco.
Hoy preparo patatas asadas. He heredado de España la tradición del asado del fin de semana, y con el ritmo de vida que se lleva en esta nación de barras y estrellas es casi la única comida verdadera que preparo. Así que hoy toca de nuevo hablar de patatas al horno. Pero primero las lavo, las corto, las cuezo ligeramente para que absorban más el sabor del asado, y para evitar que se queden zapateras, como hubiera dicho mi tata, mi tía abuela. Otra muerte más para la que no pude estar presente. Porque aparentemente los absurdos ritmos a los que mi rueda da tumbos por el mundo son más importantes que los seres que me dieron la vida y me enseñaron a vivirla. Yo no lo sé. Pero mientras esta incertidumbre permanece vigente, ellos siguen muriendo. No sé cuánto hace ya que no regreso al hogar.
Y aquí están las patatas, que nos unen, que también son heredadas. Con ese olor a laurel que saca mi mente atontada del espacio y la coloca con ellos. El laurel, el ajo, las patatas y el pollo del domingo alimentan a mi familia en Miami. Pero en realidad su función es sanar a mi espíritu y llevarlo con aquellos otros, que quedan tan lejos, tanto que ya no creo ni que la muerte pudiera acercarnos.
Así que aunque los domingos son para escribir, para corregir libros terminados, o para tallar madera, en realidad dejo que se diluyan entre las idas y venidas a la cocina. Sin prisa, lavo las patatas bajo el agua caliente. Este fin de semana no las pelaré, decido. Luego las corto con el hacha china, y me permito deleitarme con su filo. Encontraré, más tarde, otro deleite en limpiarla con cuidado, secarla casi con caricias y aceitarla antes de guardarla.
Ya solo queda mezclar ajo, laurel, patatas y aceite con agua en la olla. Todo tan simple, me digo, malinterpreto, hijo de generaciones con cañerías y supermercados. Veo el agua salir con estruendo del grifo y pienso en ir a buscarla al canal de agua más cercano, y subir trece pisos con ella. De pronto las burbujas del agua en la olla desgastada ya no son tan mundanas, ni algo tan dado por descontado.
Las patatas, que vienen del mercado, que sé cómo sembrar, nunca parecen lo bastante bien pagadas. Todo ese servicio y amor a la tierra, el trabajo en los bancales —que no tienen por qué serlo, pero cuando se lee a un murciano las patatas se cultivan en bancales—, para obtener… no lo sé, no sé como ser más claro, para obtener eso. Que yo limpio, y corto, y adobo, y cuezo para luego hornear y que lo disfruten en casa. Con unos cuantos dientes de ajo, una producción que también lleva su proceso, y no precisamente divertido cuando hay que secar los bulbos. O el laurel, que me regaló mi jefe, y que se seca conservando la clorofila como debe de conservarse el cadáver de Stalin, con una incorruptibilidad comparable a la de un santo. Puestos a adorar, mejor a la mata, claro.
Es ese proceso, el silencio en mi mente que lo acompaña, lo que me permite prescindir de calmantes, lo que me saca del shock de tener a otro ser que ha sido todo para mí durante décadas muriendo lentamente, y yo en el quinto coño. No es una de esas muertes agónicas ni dolorosas, solo un organismo que falla y que se quiere apagar. Y a mí las pastillas no me apagan, y temo el shock, porque en mí son descomunales, desproporcionados, impredecibles, y lo destruyen todo. Soy una isla en el Pacífico que aguarda un tsunami y de la que no hay salida, y en la que lo mejor, por tanto, hasta que llegue la ola que arrebata, es perder la consciencia. O encontrar paz en los ritmos secretos de la naturaleza que se infiltran incluso en unas cañerías, en unas patatas tan alejadas de su tierra, y en un huertano con un nido extraño, desde el que otea la arteria más grande del este de los Estados Unidos, que no entiende por qué los cuadros son tan fáciles de captar en lo grande, pero lo atrapan a uno y lo destruyen en los detalles.
Estos ritmos secretos me han conducido a abrir y leer su artículo en el que he encontrado algunos desgraciados paralelismos conmigo. Excepto el de cocinar en lo que soy un verdadero zarpas y en lo que ahora, a mis alrededor de 70, estoy haciendo mis primeros desbaratados pinitos.
Me he deleitado con su artículo y he disfrutado espiritualmente de su asado de los domingos y de todas las concomitancias que nos cuenta; quizás he disfrutado más de las concomitancias.
Y, aunque no tenga nada que ver, o quizás si, su cazuela me ha recordado a España. Si, no se sorprenda. El misterio de las asociaciones de ideas es una maravilla. Y yo suelo hacerlas, aunque a veces resulten absurdas. Voy a ello. Desde los primeros años dos mil, España es una gran cazuela de patatas, sin aderezo, sin laurel, sin sal, sin carne, sin un buen cocinero; y, las patatas, por desgracia, se nos han quedado zapateras. Y así siguen. Y no me estoy refiriendo a nadie. ¿O quizás si?
Saludos.