Imagen de portada: retrato de de Patricia Adriani, 1985, de Ouka Leele
Recuerdo con precisión cómo era la plaza de Isabel II de mi amada ciudad cuando Fernando Trueba emplazó allí su cámara para rodar Ópera prima (1980), y recuerdo a las chicas como Violeta Ibírico —el personaje incorporado por Paula Molina en aquella ocasión—: últimas lectoras de Carlos Castaneda, últimas viajeras al Machu Picchu para la Fiesta del Sol.
De legendario encanto —Roman Polanski estuvo a punto de contratarla para protagonizar Piratas (1986)—, Patricia Adriani irrumpió en el cine exultando el esplendor de su adolescencia en Los claros motivos del deseo (1977), un acercamiento al erotismo de Miguel Picazo, uno de los más destacados representantes del nuevo cine español de los años 60, que ya había dado buena cuenta de la deplorable represión sexual de la España pretérita en La tía Tula (1964), excelente adaptación de la novela de Unamuno.
Aquel primer trabajo con Picazo y Fraude matrimonial (1977), su primera colaboración con el injustamente denostado Ignacio F. Iquino, fueron bastante para que los comentaristas de lo superficial, y los meros admiradores de la exultante adolescencia de las jóvenes actrices, etiquetasen a Patricia Adriani como una más de las starlettes del momento, otra de aquellas cuya gloria habría de ser aún más efímera de lo que suelen serlo todas las dichas.
Las chicas de mi época se desnudaban en la playa para solaz de los reprimidos, cuya desdicha se remontaba los tiempos de la tía Tula y más allá. Aquel descubrimiento de su belleza al paisanaje era su aportación a la revolución sexual. Pero no es menos cierto que si algún mirón atendía a sus intimidades más de lo debido, según el protocolo de entonces, también se podían molestar. En 1980 Patricia Adriani ya había dejado atrás el cine “S” y se iniciaba en el de autor en tres de sus títulos más destacados de aquel año: Dedicatoria, de Jaime Chávarri, El nido, de Jaime de Armiñán y Sus años dorados, de Emilio Martínez-Lázaro. María, su personaje en esta última, vestía una chaqueta con la que, ya estrenada la cinta, era fácil ver a la actriz por la calle Ruiz, en Malasaña.
A no ser que esté implicado dramáticamente en la narración, no suelo prestar atención al vestuario de las actrices. A mí —ya digo— lo que me interesa es descifrar el misterio de su interpretación, dejarme seducir por su mirada. Pero hubo una tarde en que vi a Patricia Adriani entrando en el café Ruiz de la calle homónima con la chaqueta de María en Sus años dorados y aquella coincidencia me ratificó en la idea de que, ella también, era una de esas actrices-chicas de entonces.
Aplicada intérprete, en aquellos primeros 80, del teatro clásico —La Celestina, El rey Lear…—, en el 94 protagonizaría, junto a Juanjo Menéndez, una versión de Retorno al hogar, de Harold Pinter. Sin embargo, Patricia Adriani era una suerte de antítesis de aquellas divas de la escena, que accedían a la pantalla como haciendo un favor a la afición mientras fingían su falsa modestia.
Cuando lo descubrió, la crítica saludó el talento interpretativo de la jovencísima actriz, a la altura de su fabulosa fotogenia. Muy apreciada en la pantalla catalana —salvo error u omisión, el único premio que mereció su filmografía fue el Sant Jordi a la Mejor Interpretación por sus tres brillantes trabajos del año 80—, regresó a Barcelona para integrar el reparto de Últimas tardes con Teresa (Gonzalo Herralde, 1984), sobre la célebre novela de Juan Marsé.
Aquí en Madrid, volvió a colaborar con Chávarri en Las bicicletas son para el verano, también del 84, y con Martínez-Lázaro en Lulu de noche (1986). Entre medias tuvo tiempo de interpretar a la princesa de Éboli en Teresa de Jesús (1984), la serie sobre la santa de Josefina Molina protagonizada por Concha Velasco.
Ya andando los años 90, como tantas actrices que se dieron a conocer en los 80, Patricia Adriani hizo mucha televisión. Su filmografía quedo concluida en la pequeña pantalla, en una entrega de Paraíso. Yo lo supe tiempo después, un día frente a ese obelisco con el que Ibiza honra a sus corsarios al final de su paseo marítimo: la marina Botafoch. Debió de ser allí, en la Isla —que entonces tenía a Polanski entre sus veraneantes más ilustres—, donde el realizador polaco imaginó que el personaje de María Dolores de la Jenya, la dama española de Piratas, fuese recreada por Patricia Adriani. Al final fue incorporada por Charlotte Lewis. Luego todos envejecimos y las dos actrices pasaron a vivir en el recuerdo de sus respectivos admiradores.
Hace apenas unos días me encontré con uno de aquellos títulos de su juventud. Naturalmente, no ha envejecido en aquellas secuencias, y ver en algo tan de ahora como el streaming a una chica-actriz de los años 80 fue un placer especial.
Gracias por recordar a Patricia Adriani!