No todo está perdido. Para los que se aburren con la bibliografía de la redundancia, para los maltratados por la literatura de la obviedad o los que ya no pueden tragar el torrezno de la auto ficción, siempre quedarán los libros de Patricio Pron (Rosario, 1975). Tras la publicación de su novela No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (Literatura Random House), el argentino regresa con un nuevo volumen de relatos, un género en cuyo nombre se han perpetrado no pocas carnicerías y al que Pron devuelve la dignidad que otros le han arrancado.
El libro en cuestión es Lo que está y no se usa nos fulminará (Literatura Random House), que toma su título del estribillo de una canción de Luis Alberto Spinetta. En estas páginas Pron echa mano de episodios estropeados, de seres que se apagan y se encienden, criaturas tan cómicas como trágicas, que el escritor rescata de su propio vertedero afectivo para crear con ellos un libro luminoso, uno del que aporta algunas pinceladas en esta entrevista, la segunda o tercera de la agenda de promoción editorial, y a la que él atiende con ese aire despreocupado y ese flequillo del que siempre cae un bucle. A eso ha venido Patricio Pron, a hablar de estos relatos, aunque al final —claro— las cosas se dilatan, se derraman en esos otros lugares a los que regresan quienes han aprendido a domesticar sus mutilaciones. Y estas páginas encierran algunas.
Vestido con una chupa negra de cuero y con esa forma suya de hablar que insufla largos silencios antes de las frases esenciales, Patricio Pron responde preguntas sobre un libro del que no es posible salir ileso, pero sí resucitado. Se descubre el lector un poco muerto al comenzar la travesía por estas páginas y del todo fulminado al llegar a sus notas finales. Ahí radica lo excepcional de Lo que está y no se usa nos fulminará: su sobria, irónica e incluso en algunos momentos distante belleza. Porque eso hay que decirlo. Pron no abusa de nada, ni de la sentimentalidad ni de la ironía; ni siquiera de su propio talento.
Cuando publicó El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Literatura Random House), una novela autobiográfica en la que desnudó su historia de hijo de activistas políticos durante la dictadura argentina, Patricio Pron llegó a plantearse si no era el momento de dejar la literatura. Pero no lo hizo. Continuó escribiendo, eso sí: con un pie fuera de su propia vida. Los que siguieron a aquella novela fueron libros dispuestos a meterse en problemas, a no evitar los lugares complejos de la literatura, pero en los que algo parece deliberadamente analítico y racional.
Después de siete años, Patricio Pron se planta ahora con pie firme en el terrario de lo propio, entendiendo por tal cosa su idea del pasado, de Argentina, de la relación entre padres e hijos, entre vida y memoria, fuerzas que se ensortijan ante sus pies como las serpientes en los sueños. El resultado es ese tono estropeado y hermoso de las cosas que ya han atravesado el largo trance de morir. Cosas que ya han quedado atrás y que alguien es capaz de contar, justo por eso. Para conseguir ese matiz, ese ritornelo de lo irresuelto que nunca se aclara del todo, Patricio Pron elige el relato, un género que abraza con la familiaridad de la tradición latinoamericana a la que pertenece, pero sin dejar de lado la riqueza de su universalidad.
Dos escritores que se ponen de acuerdo para escribir la autobiografía del otro; un hombre que redacta mentalmente su perfil de Tinder mientras una niña le habla de la muerte y un hámster fallece aplastado bajo el cojín de un sofá; la estampa del gran poeta chileno que destroza una habitación de hotel en Alemania; un escritor llamado Patricio Pron que contrata a un puñado de actores para que hagan de él; un profesor que viaja a su ciudad con la única intención de reproducir aquella remota fiesta de adolescencia… Historias de hombres y mujeres vulnerables, ridículos a veces, a los que él les devuelve una extraña y desasosegante belleza. En algunas ocasiones, parafraseando a Ricardo Piglia, Pron ha dicho que hacen falta lectores valientes, dispuestos a enfrentarse a una literatura compleja y que no por pensar en sí misma deja de lado su capacidad de emocionar. Eso es lo que consigue en Lo que está y no se usa nos fulminará. Eso.
—Hay algo manifiestamente desapacible y desasosegante en todos estos relatos.
—Me sorprende que me lo digas, porque muchos lectores han comentado que es el más feliz de mis libros.
—No digo que sea infeliz. Hay tragicomedia e incluso estropicio.
—Es cierto que a los protagonistas de estos relatos les pasan cosas más desagradables, aunque mis personajes no se caracterizan justamente por el hecho de que les vaya bien. A diferencia de otros libros, en este los hechos trágicos parecen confluir yo no diría en una resignación, pero sí en la aceptación de que si deseas abrazar la experiencia y la vida en su totalidad, también debes hacerlo con los momentos más desagradables de la experiencia, esos de los que siempre puedes aprender algo.
—El hombre que se sienta sobre el hámster, la descripción de los hermanos de la RDA, los gusanos en el techo de esa pareja que ansía tener hijos. ¿Hay aquí una experiencia sensible de lo desagradable?
—Quizá hay un mayor atrevimiento por mi parte para hablar de cosas de las que no sabía cómo hablar en el pasado. Casi todo lo que se narra en el libro me sucedió de manera directa o indirecta, por absurdo que parezca. Por ejemplo, la historia del hámster…
—¿Se sentó sobre un hámster?
—En realidad, no fui yo. Le ocurrió a un amigo, que se sentó sobre el hámster de una amiga. Todas estas anécdotas, por pequeñas que parezcan, avanzan en direcciones inesperadas con respecto a cómo se conciben, aunque uno sea uno más o menos fiel a los hechos que va a narrar. Se trata de cosas que he vivido o he presenciado y con las que siento, ahora sí, que tengo las herramientas para narrarlas. Eso me autorizó, en mi percepción, a contarlas.
—Hay episodios luminosos, incluso tiernos. Los personajes siguen siendo irónicos, pero revestidos de una cierta y bella melancolía. Por ejemplo, el hombre que vuelve a Brasil para repetir una fiesta de adolescencia.
—Es posible que los personajes de este libro tengan un vislumbre de una vida distinta y que eso los salve. Pienso en el cuento del profesor brasileño que cree, erróneamente, que la repetición exacta de las circunstancias de una situación supone una repetición del pasado, que es el argumento de los nostálgicos y los que se aferran al pasado. Es una certeza que es refutada en la práctica… o no. No sabemos si la mujer que él deseaba que apareciese se presenta. De todas formas, el hecho de haber podido llevar a cabo el plan lo dota de una esperanza de la que quizá carecieran mis personajes antes.
—La réplica, la repetición, la construcción del relato… Hay reflexiones sobre los procesos literarios.
—Esa especie de reflexión acerca de la literatura está muy presente en todos mis libros, a veces de forma más o menos explícita. En este libro es más explícita y contribuye a una conversación pendiente acerca del estado el cuento en español. Todos estos relatos podrían ser subsumidos bajo el epígrafe «la clase de cosas que en un taller de escritura te dirían que no debes escribir», y por eso los he escrito. También es para poner de manifiesto que la literatura, a pesar de las muchas condicionantes de su sociabilidad y en tanto industria, es un ámbito de posibilidades.
—En otras palabras, ¿un desagravio?
—El cuento en español no es necesariamente lo que a menudo leemos como cuento en español. Por eso me parecía interesante contribuir a una conversación que tenemos pendiente sobre este tema, al mismo tiempo de crear un territorio privado en el que todo fuese posible. Que los cuentos tengan estribillos, ritornelos, codas y que la suma total de ellos se parezca a un disco en el que suceden cosas que no acabas de comprender, pero de la que extraes una imagen global.
—¿Por qué vuelve al relato cada cierto tiempo?
—La periodicidad es involuntaria, porque como autor tengo un control limitado de la forma en que mis libros han de ser publicados. Desde que comencé a escribir se ha producido una alternancia entre la novela y el libro de cuentos. Cuando termino una novela, retomo mi interés por los relatos
—La relación y percepción que tenemos del cuento anglosajón es muy distinta. En la literatura hispanoamericana, a diferencia de unos años atrás, ya no ocurren fenómenos como Lorrie Moore.
—Yo tengo una percepción distinta. Ocurre con más frecuencia que en el pasado que haya magníficos cuentistas en español, aunque también admito, y en eso te doy la razón, de que existe una percepción consuetudinaria, en el marco de la cual los libros de cuentos son vistos como una parte menor de su obra. Una especie de capricho que se han dado los escritores al hilo de las invitaciones que reciben de los medios de escribir cuentos o piezas breves, cuando lo importante en ellos son las novelas. Más aún, algunos autores publican sus novelas en editoriales de cierta relevancia y visibilidad, al mismo tiempo que publican sus cuentos en otras editoriales. No tengo nada que decir sobre esta práctica, ni tampoco sobre este prejuicio sobre el cuento como un género menor. Para mí nunca lo ha sido.
—Los grandes autores del XIX y el XX eran inmensos cuentistas.
—Tanto tú como yo venimos de un lugar donde el cuento tiene una tradición y un lugar central y por eso nos desconcierta descubrir este prejuicio tan extendido en España, aunque percibo que esa idea se hace menor en los lectores que me interesan, que son lectores curiosos.
—Los lectores valientes, como los suele llamar usted.
—Sí, hay gente que está dispuesta a complicarse la vida yendo a la búsqueda de cosas más interesantes. En el marco de ciertos géneros muy específicos como el terror psicológico o el realismo, incluso en el ámbito de cierto realismo poético, el cuento en español tiene muy buenos cultores que quizás abran la puerta a un tipo de relatos más libérrimos y despojados de convenciones formales.
—En nombre del cuento se perpetran muchas barbaridades. ¿Qué percepción tiene del cuento que se escribe hoy? ¿Está más encorsetado?
—No lo he pensado de antemano. Creo que afortunadamente hay muchas personas escribiendo cuento, algunas con mucho éxito y repercusión, mientras que otros tienen que buscarse la vida de otra forma. Lo cierto es que hay muchos autores escribiendo cuentos. Eso supone que el género adquiere muchos rostros en el presente. Unos se inclinan del lado del dietario, otros se apuntan en la dirección de la brevedad extrema, que los convierte en micro relatos, cualquiera que sea la denominación que se le otorga a esto según la semana. Hay quienes van hacia la crónica y quienes avanzan hacia la prosa poética. Todo esto no me parece cuestionable, excepto allí donde no da frutos de relevancia. Me considero un magnífico lector de primeras cuarenta páginas de libros de cuentos. Muy pocos libros de cuentos se sostienen más allá de esas primeras cuarenta páginas, aunque afortunadamente los hay y esa es la buena noticia.
—¿Cuál fue el primer autor de relato que leyó y cuál lo ayudó a superar esa impronta?
—Tendría que echar mucho la vista atrás. En un país con una tradición de relato tan fuerte como Argentina es difícil llegar a precisar cuál es el primero que uno leyó.
—Uno tendrá, seguro.
—Es muy posible que el primer libro de relatos que leí fuese Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, que le gustaba mucho a mis padres y que son muy buenos en realidad. Quiroga es un magnífico cuentista clásico. Es posible que Quiroga haya sido asesinado o postergado en mi vida como lector por Borges en su momento, que tenía una poética completamente distinta y despreciaba abiertamente a Quiroga y puede ser que luego Borges haya sido ahogado por otros autores con una visión más contemporánea del cuento. Los rusos del siglo XIX, los norteamericanos del siglo XX y los ingleses de ambos siglos, que probablemente se convirtieron en los referentes principales. Es posible que a Borges lo haya enterrado, al menos en mi experiencia, Donald Barthelme o algún otro escritor moderno que, sin traicionar el legado de Borges, estuviese escribiendo una literatura profundamente anti-borgiana.
—Por cierto, siempre he notado en usted un poso de antipatía hacia Borges, o por lo menos una voluntad de análisis libre de concesiones.
—Soy un gran entusiasta de Borges. Eso no quiere decir que sea acrítico. Los extremos de entusiasmo los dejo para los nacionalistas de todo cuño. Borges ha sido muy leído y muy imitado, también por mí en algún momento, pero el auténtico acto de amor a la obra de Borges radica en intentar trascender sus premisas, aún a sabiendas de que son muy eficaces.
—¿Quiénes, desde su punto de vista?
—En Argentina algunos autores han sabido resolver el tema de qué hacer con Borges. Fogwill, Alan Pauls, Ricardo Piglia, César Aira… Por algo son algunos de los autores más importantes del momento. Es un problema que atravesamos todos los escritores contemporáneos, argentinos o no, y que cada uno resuelve de la forma que puede.
—Usted está desprendido de esa discusión territorial argentina. Es cierto que forma parte de una tradición y que esas lecturas están presentes en usted. Sin embargo su territorio literario crece en la aspereza, en el desarraigo.
—Quizá por mis limitaciones intelectuales, que son notables, me he sentido siempre incapaz de representar a mi país. Peor aún: nunca he visto la necesidad de representar a un país. Las embajadas literarias o las selecciones nacionales literarias nunca me han interesado. Jamás he tenido la aspiración de ser funcionario de cultura, y por tanto no me he sentido obligado a reivindicar la nacionalidad de una literatura que, en realidad para mí, se inscribe en la corriente subterránea de la literatura argentina producida fuera, pero que al mismo tiempo participa de la discusión en Argentina al mismo tiempo que lo hace en España o fuera de ella. En última instancia y más allá de lo que yo piense, mis textos son de quienes los leen y de allí donde los lean.
—Hay un relato hasta cierto punto desconcertante: Un divorcio de 1974. El texto bebe directamente de su novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia.
—Es el relato del libro que más dificultades tiene para ser comprendido fuera de Argentina, donde se conocen los hechos trágicos del pasado reciente al mismo tiempo que son tan recordados. No soy muy dado a confesiones, pero es uno de los cuentos más dolorosos para mí y de los más conmovedores que he escrito. Cómo esas dos personas que no se han conocido sino incidentalmente y que jamás han tenido un amorío y que sólo se encuentran en la muerte, tienen un hijo. Cómo una toma de posición, que en mi caso siempre es del lado de las víctimas, convierte a muchos argentinos, como yo, en hijos de desaparecidos. No es mucho lo que puedo decir de ese cuento, es un cuento que he decido dejar sin canción en la playlist del libro porque es demasiado doloroso e íntimo, incluso aunque se trate de una experiencia colectiva. Antes hablaba de la posibilidad de que en este libro yo hubiese seguido mi intuición de que podía contar ciertas cosas. Ese cuento es un buen ejemplo. No hubiese podido escribirlo en épocas en las que, por una razón o por otra, no me atrevía a mostrar ciertas intenciones.
—¿Por qué en ese relato la ‘R’ de Rosario es sustituida por un asterisco?
—Eso ya estaba en El espíritu de mis padres. Tiene que ver con el hecho de que, fácilmente, con la sustracción de la erre, Rosario se convierte en Osario. Eso apoya mi convicción de que Argentina es la fosa común de un proyecto de país. Al margen de eso, en el hecho de que se trate de Osario y no de Rosario, hay una toma de distancia que impide a ciertos lectores crédulos exigir un mimetismo que no estoy dispuesto a ofrecer. Estas pesquisas a las que son aficionados algunos lectores no me resultan tan interesantes con respecto a otras, que están al final del libro, y que permiten descubrir algunos autores de los que me siento heredero, como Borges o Bolaño, y que consiste en ofrecer la posibilidad como lector de aumentar la biblioteca, mediante la lectura de textos que son señalados en el libro.
—Ahora que menciona las notas finales, cita a Andrés Calamaro, con esta frase: “¿Viste cuántos países que ya no existen?”
—Esa es una frase de Andrés que para mí fue funcional al momento de comenzar el libro. Escribo relatos durante un cierto periodo y movido por mi interés en escribirlos, más que por un programa o la convicción de que tienen que formar parte de un libro. Escribo relatos y cuando tengo una cierta cantidad de ellos, luego me siento a leer esos relatos y me quedo perplejo, porque me descubro pensando en cosas a las que no recordaba haber prestado alguna atención jamás: las difíciles relaciones entre padres e hijos que se producen en el libro, por ejemplo. Es posible que hubiese pensado con cierta frecuencia en tener niños o no tenerlos, pero el tema de ese vínculo no lo tenía como un asunto al que hubiese dedicado demasiado tiempo o tampoco la cuestión de los espejos y las segundas oportunidades, que está presente en el libro. Diría que también puso de manifiesto algunas cosas que no había pensado y dan cuenta del libro.
—¿Qué intenta decir?
—Cuando vi todos los cuentos me di cuenta de que en realidad estaba hablando de Argentina. Fantaseé con que el libro pudiese titularse Mundo argentino, que es el nombre de una revista de los años 40 y 50, y que era sintomática de la forma en la que los argentinos nos concebimos a nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo. Algo así como «nuestro mundo es todo argentino, uno absolutamente catastrófico y donde todo está a punto de explotar». Pero pensaba en eso y que, si llegaba a titularlo así, debía colocar la frase de Andrés.
—Mencionó a Roberto Bolaño, que cultivó el relato. Este 2018 se cumplen 20 años de Los detectives salvajes. ¿Es muy pronto acaso para que sus libros envejezcan?
—Depende de cuán rápido seas como lector. Habrá lectores que acaban de descubrirlo, y por eso les parece que no envejece. Quienes lo leemos desde hace tiempo tenemos una mayor distancia. Eso no supone un juicio crítico. Hay gente que considera que Bolaño fue un mal cuentista. A mí no me lo parece en absoluto, si uno tiene una visión no canónica de lo que es el cuento. La publicación de los inéditos de Bolaño nos permite confirmar que sus relatos no eran sino fragmentos de proyectos más extensos. Sobre esto hablamos en algún momento ambos. Philip K. Dick nos interesaba, también a Fresán y a otros amigos. Dick vampirizaba los textos. Esa es una práctica que Roberto hacía con frecuencia. La publicación de sus inéditos lo ha confirmado. En cuanto a si está agotado Bolaño o no, no lo sé.
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