La ecuanimidad y la ponderación al enjuiciar un discurso —el que sea— pasan por no sacar sus frases del contexto. Estas mismas razones deberían estimarse al considerar las filmaciones pretéritas desde las perspectivas de nuestros días. La escala de valores suele cambiar radicalmente de una época a otra. Verbigracia, todo ese cine de exaltación colonial que hizo furor en la cartelera de los años 30 —Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), Las cuatro plumas (Zoltan Korda, 1939), Gunga Din (George Stevens, 1939)…— sería inconcebible en nuestro siglo XXI. La propia sociedad occidental que impulsó el colonialismo, unos sesenta años después de haberlo abandonado se sigue culpando —y tanto como de muy pocas cosas— por haberlo puesto en marcha.
Es de suponer que a quienes aplauden Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), una visión romántica de la esclavitud y del racismo ¡ni más ni menos!; o que quienes elogian El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1916), una apología del Ku Klux Klan y sus linchamientos —como los que, de hecho, provocó tras su estreno— les ocurrirá algo muy parecido. Admirarán el valor de unas obras maestras en su contexto, sin extrapolar su abominable mensaje a nuestros días. Así es como invitan a asistir a sus proyecciones, las leyendas que abren las nuevas copias de estas cintas, excesivamente afectas a las sensibilidades más censurables de antaño.
En lo que a la publicidad respecta, parece no obrar esta licencia. Las perspectivas de nuestros días se aplican inexorables y con carácter retroactivo. Tan es así que los anuncios de perfumes, detergentes y brandy son toda una ilustración del machismo no ya en la publicidad del pasado, en toda la sociedad pretérita. Y se hace, además, sin esas consideraciones que se deben tener con las filmaciones de otrora; sin contemplación alguna.
De los tres productos aludidos, la palma del machismo se la lleva el coñac, que solían llamar sus bebedores al brandy. En el de Soberano se decía explícitamente que beberlo era “cosa de hombres”. Y en estos tiempos que corren en que la hombría más que una cualidad es un sinónimo, no ya de machismo, de fascismo directamente, justificar un eslogan con esa afirmación es como reivindicar lo más abyecto.
Dando vueltas al motivo de que tantas de las actrices que elevo a mi propio parnaso no hayan sido reconocidas en la historia del cine como se merecen, a menudo he pensado en el caso de Patty Shepard. Pasó por el cine español y las coproducciones internacionales rodadas en nuestro país entre 1966 y 1988 mucho menos fugazmente de lo que pueda parecer en las crónicas del medio. Atando cabos, en vista de lo denostada que está la publicidad del brandy, he llegado a creer que, precisamente por eso, todo puede deberse a que su filmografía empezó con mal pie.
Llegada a la pantalla como modelo publicitaria, su primer éxito fue un memorable anuncio del brandy Fundador dirigido por José Luis Borau. Junto a los discos sorpresa de esta misma marca, aquel spot hoy consta entre lo más granado del imaginario de la nostalgia colectiva de los años 60. Sin embargo, me da por creer que, si en lugar de por esos derroteros, sus comienzos hubieran discurrido interpretando a García Lorca o Arthur Miller en una compañía de teatro universitario, como en cierto sentido mandaba el canon actoral de su tiempo, su actividad posterior hubiera sido merecedora de mucho más encomio. Ni siquiera un premio fue a distinguir su filmografía. Y eso que, entre los títulos de Patty —a diferencia de otras intérpretes de semejante recorrido— destacan películas verdaderamente buenas.
No sé si a ella le sirvió de mucho. Pero el único galardón con el que contó está entrañable musa del fantaterror patrio fue la admiración que le profesaron los amantes del género. Quiere esto decir que fue elevada a los altares del culto cinéfilo. Sí señor, la gran Patty Shepard fue una actriz de culto, venerada por sus admiradores. Pero para el gran público, poco más que la chica de los anuncios. Peor para ellos.
Nacida en Greenville (Carolina del Sur) en 1945, vino a España en 1963, acompañando a su padre, un militar estadounidense destacado en la base de Torrejón de Ardoz. Como los primeros discos de rock & roll, así de bonita fue su llegada. Se trasladó a Madrid —a escasos kilómetros de Torrejón, aunque mucho más lejos si se considera que, en la base, los americanos, reproducían con exactitud la forma de vida de su país— para estudiar Filosofía y Letras en la Complutense. Aquel viaje de estudios acabó determinando toda su vida. El magnetismo que ejerció sobre los tomavistas de los publicistas españoles, y su matrimonio con el actor Manuel de Blas, la hicieron echar raíces entre nosotros.
La belleza de aquella Patty temprana, además de singular para el canon español, era oscilante. Así, en una misma mirada podía pasar de la inocencia a la perversión. Es decir, sintetizaba en su atractivo el verdadero sentido de la magia, que no existe sin horror y viceversa. Nada más lógico, por lo tanto, que acabara convertida en esa gran musa del fantaterror patrio que fue, entre otras cosas.
Aquella gloria, pese a que la convirtió en un mito, en esa actriz de culto entre los aficionados al género, fue menor que sus éxitos como modelo publicitaria y el que cupo augurarla ante su atractivo oscilante y singular. Patty, además de la chica Fundador, fue uno de los rostros más populares de la publicidad televisiva de los años 60.
Fue precisamente esta dignidad la que ella misma parodió en su creación de la Patty —no en vano homónima— de Un, dos, tres, al escondite inglés (1969), el debut en la realización de Iván Zulueta. Tutelado por José Luis Borau y en la estela del Richard Lester que filmaba a The Beatles, fue aquel un acercamiento al pop y a la modernidad televisiva que tuvo en la antigua chica Fundador uno de los mejores ejemplos.
De este modo, una actriz de origen estadounidense entró en la memoria colectiva del siglo XX español. Aquellos spots televisivos la convierten en una de las bellezas más prominentes de los años 60. Es entonces cuando su singular atractivo deja de ser foráneo y se torna algo propio y cercano por su constante presencia. Aunque nunca perdió la suya, también acabaría obteniendo la nacionalidad española.
Son pocas las modelos publicitarias que triunfan en el cine, y Patty Shepard nunca fue una de ellas. Bien es cierto que entre 1965 y 1974 rodó varios títulos por año. Pero a tenor de su belleza y su talento interpretativo, su estrella debió brillar en Hollywood y lo hizo en Almería, en el crepúsculo del spaghetti western. Los géneros tocan a su fin cuando sus propios artífices los parodian. El glorioso Spanish noir de los años 50 se acaba cuando José María Forqué —quién lo cultivó con acierto en De espaldas a la puerta (1959) y 091: Policía al habla (1960)— estrena Atraco a las tres (1962), una comedia criminal que hace historia.
Cuando el francés Christian-Jaque visita España para rodar, entre Colmenar Viejo (Madrid) y Cascajares de la Sierra (Burgos) Las petroleras (1971), el western mediterráneo asiste a su ocaso. Por eso se le parodia en esta cinta, comedia protagonizada por una banda de chicas. Lideradas por Louise (Brigitte Bardot), habrán de enfrentarse a los chicos de Marie Sarrazin (Claudia Cardinale). Entre las que cabalgaban con Louise se encontraba Pequeña Lluvia, el personaje de Patty Shepard. Emma Cohen y Teresa Gimpera incorporaban a las otras dos hermanas de Louise. Ante semejante plantel, huelga decir que el embrujo de aquel filme radicaba en el encanto de sus actrices.
Patty se había iniciado en el género donde encontraría su espacio de confort —que podría decirse— de la mano de Tulio Demicheli y Hugo Fregonese. Los monstruos del terror (1969) fue el primer título de estas características. La afición la admira, especialmente, por su creación de la condesa Wandesa Párvula de Nadasdy de La noche de Walpurgis (León Klimowsky, 1971).
Yo me quedo con sus maestras, en el lado más lánguido del espectro de su atractivo. Hubo dos, la de Sumario sangriento de la pequeña Estefanía (1972), un gialllo canónico y muy bueno, de Tonino Valerii, y la Mary de La tumba de la isla maldita (Julio Salvador, 1973). Tengo esta última entre las grandes películas de vampiros españolas.
Cuando la ambientación no era de época la pantalla en la que trabajó Patty Shepard con más frecuencia carecía prácticamente de dirección artística. Esto de emplazar la cámara y rodar con un decorado mínimo, poco más que con lo que el equipo se encuentra, con el paso del tiempo revaloriza las filmaciones porque las convierte en todo un testimonio de las verdaderas estampas de su época. Si esas vistas son del Madrid de mi infancia, todo es epifanía. Me devuelven a mi paraíso perdido, ni más ni menos. Entonces beber coñac era “cosa de hombres” y la gran Patty un modelo de belleza.
Después el tiempo pasó. Los extranjeros dejaron de rodar en España y, por lo tanto, de contratarla. Su carrera, integrada por medio centenar de cintas, se prolongó hasta el 88. Frecuentó el gore y el slasher, los dos subgéneros en los que se verificó la degeneración del gran cine de miedo de los años 70. Murió en Madrid en 2013, sin haber llegado a recibir nunca el aplauso que merecía. Salvo error u omisión, ni siquiera en Cine de barrio se acordaron de invitarla a una de sus sobremesas.
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