Empezaré confesando que la historia de Paulina Hoffmann no es la historia de mi abuela, pero podría haberlo sido. La realidad y los recuerdos me han servido para dar forma a la ficción, unas veces como punto de partida y otras separando las piezas de lo que verdaderamente sucedió para volver a ensamblarlas en un orden distinto.
Mi abuela nació en 1928 en Málaga. Sus padres, alemanes que se dedicaban a la exportación de vinos desde la costa andaluza, le pusieron un nombre español y un apellido germano. Recuerdo una foto de grupo tomada a principios de los años treinta en el maravilloso jardín de su casa en el barrio de El Limonar: la familia con sus mejores galas y las dos niñeras con impecables delantales blancos. En el sepia de la imagen se adivinaba el estallido de color de los geranios y las buganvillas. Creo que para ella era una especie de paraíso perdido, un universo ya inexistente donde habían quedado atrapados esos primeros años llenos de inocencia. Al estallar la Guerra Civil, huyeron a Berlín y ella no volvió a ver jamás el hogar de su infancia. Cuando regresó allí muchos años después, encontró en su lugar un feo bloque de apartamentos.
Pero la tranquilidad no duró mucho. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, mi bisabuelo fue reclutado por el ejército nazi. Aunque mi abuela no conservaba ninguna de las cartas que envió su padre desde el frente antes de morir, creo que no debían de ser muy distintas de algunas de las que leí durante el proceso de documentación del libro. De hecho, la principal conclusión que extraje leyendo las cartas reales de los soldados es que, al final, seamos héroes o villanos, todo se reduce siempre a dos preocupaciones: que las personas queridas estén a salvo y el propio miedo a morir.
Mi abuela pasó toda la guerra con su madre y sus tres hermanos en la capital alemana. Un par de veces me habló de los bombardeos, pero no era una época que le gustara recordar. Su memoria, al menos cuando la compartía conmigo, se centraba siempre en los buenos momentos. Cuando me fui haciendo mayor, y sobre todo durante la escritura de esta novela, me di cuenta de que era su forma de sobrevivir a los recuerdos.
Tras la caída de Berlín, mi bisabuela regresó a España con sus hijos. Los hermanos pequeños de mi abuela se libraron, por edad, de ser reclutados por el Deutscher Volksturm, y solo el mayor fue llamado a filas, pero logró mantenerse con vida y pudo reunirse con los demás poco después. Hay una vieja historia familiar sobre su rocambolesca fuga, al parecer disfrazado de campesina, de un campo de trabajo ruso. De niña me encantaba escucharla, pero luego empecé a dudar de su verosimilitud. Ahora sospecho no era más que otro de los malabarismos de mi abuela con el pasado.
Esta novela nació una tarde de final de mayo, cuando hacía ya un par de años que mi abuela había muerto, caminando por la Feria del Libro de Madrid. De pronto, me vino a la mente la primera escena de una historia: una abuela y una nieta de ocho o nueve años, mirando juntas fotografías de otra época. Las mentiras (¿piadosas?) de la adulta, el poso que va quedando en la pequeña… Fue como encontrar el extremo de una cuerda de la cual empezar a tirar y tirar. Después de toda la vida entre libros, primero como lectora voraz y luego como editora, acababa de descubrir que la literatura estaba justo ahí, escondida entre los pliegues de mi propia memoria. Durante el resto de la tarde no pensé más que en llegar a casa y encender el ordenador. Y esa misma noche comencé a escribir este relato familiar hecho de amor y culpa, de recuerdos y silencios.
Esta novela es mi homenaje a todas las mujeres de la generación de nuestras bisabuelas, abuelas y madres, que crecieron en las décadas más oscuras del siglo XX. Mujeres valientes que no permitieron que las tragedias que habían vivido de niñas y adolescentes les impidieran luchar por ser felices; mujeres fuertes que supieron ser el auténtico motor de sus familias. Hay una escena en el libro en la que Paulina, con trece años, acompaña a su madre a un huerto improvisado entre los edificios derruidos durante la batalla de Berlín, donde las mujeres alemanas comenzaron a plantar repollos y patatas apenas terminaron los bombardeos. He querido reivindicar ese heroísmo silencioso, sin aspavientos, que es el que permitió que sus hijos no murieran de hambre durante los meses siguientes, y que no ocupa el espacio que sin duda merece en los libros de historia.
El legado de estas mujeres somos nosotros, sus descendientes, y la memoria que nos han dejado. Todos tenemos nuestra propia Paulina Hoffmann. Y yo, al menos, la echo muchísimo de menos.
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Autor: Carmen Romero Dorr. Título: El último regalo de Paulina Hoffman. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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