Se están llevando la isla, me dice Ana, montañera del Teide. En los aeropuertos tinerfeños confiscan seis toneladas anuales de rocas volcánicas y de botellas llenas de arena negra. Varias toneladas más salen en las maletas facturadas sin que nadie se dé cuenta. Al desplazamiento de placas tectónicas, la orogenia y el vulcanismo, quizá deberíamos añadir los turistas que se llevan pedruscos de recuerdo, como fenómeno geológico que transforma el planeta.
La isla no va a menguar, obviamente, pero el ecosistema del Teide es frágil, los insectos, los reptiles y las plantas endémicas sufren cualquier cambio, y los visitantes perpetran agresiones cada vez más disparatadas. En plenas Cañadas del Teide alguien trazó una gigantesca espiral de rocas para una ceremonia esotérica. Los montañeros encuentran palomas sacrificadas, amuletos y velas para ritos yorubas, que incluso han producido incendios en la isla. Como dicen que el Teide es un centro de energías blablablá, una empresa vendía sus rocas para curaciones espirituales —eso es, literal, tener una buena pedrada—.
Antes de subir al avión, me limpio escrupulosamente los pies para no llevarme ninguna arenilla. Luego confirmo que Iberia sigue sin fila de asientos número 13. Se ve que no escatiman en medidas de seguridad, aúpa ahí, pero a mí este refuerzo cabalístico me da la misma confianza que si hubiera visto al piloto cruzando los dedos y besando una pata de conejo antes de despegar. En fin, este escepticismo solo sirve para amargarme. Imagino con envidia a un pasajero protegido por las energías positivas, incluso cuando explota el motor y el avión cae en picado al océano: todo va bien, llevas una roca del Teide en el bolsillo y estás sentado en la fila 12. Pronto te vas a fundir con el cosmos.
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