Pude retratar a Pedro durante una entrevista que le realizó mi compañero Jesús Úbeda para Zenda. Al ver su gran cantidad de libros y el amor con el que hablaba de ellos, no perdí la oportunidad de proponerle formar parte de este blog.
Aquí podéis ver los retratos que le hice y el gran libro que nos recomienda.
Para saber más sobre Pedro:
Pedro García Cuartango nació en 1955 en la localidad burgalesa de Miranda de Ebro. Es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Está casado y tiene cuatro hijas.
Comenzó su actividad profesional en 1977 en Radio Nacional de Cáceres, como redactor. En 1979 se incorporó a Actualidad Electrónica, el primer semanario sobre electrónica e informática en español. Fue nombrado director de este semanario en 1981. Asesoró en los trabajos del primer Plan Electrónico Nacional, siendo citado a comparecer por el Congreso de los Diputados como experto.
En 1986 se incorporó a la redacción de Cinco Días. Al año siguiente formó parte de equipo fundacional del semanario El Globo. En 1988 se incorporó a la redacción de Diario 16, donde fue nombrado redactor jefe de la sección de Economía en 1989.
Formó parte del equipo fundacional del diario El Sol, al que se incorporó como subdirector en 1990.
En mayo de 1992 fichó por El Mundo como redactor jefe. En 2000 fue nombrado subdirector y responsable de la sección de Opinión, en la que ya trabajaba como editorialista desde 1993. En febrero de 2014 fue nombrado adjunto al director y responsable del suplemento EM/2 Cultura. El 25 de mayo de 2016 fue nombrado director del diario de Unidad Editorial, puesto en el que permaneció hasta su destitución en mayo de 2017.
Publicó desde 2005 hasta agosto de 2015 la serie Vidas paralelas en El Mundo, en la que comparaba personajes históricos del pasado con figuras políticas del presente. Una selección de estos textos fue editada como libro en formato digital. También es autor de Visto y oído, un libro recientemente aparecido sobre cine y literatura.
Ha sido secretario de la Asociación de Periodistas Económicos (APIE) y profesor de la Facultad de Ciencias de la Información.
Desde octubre de 2017 es columnista en ABC.
Nos recomienda a los lectores de Zenda La montaña mágica, de Thomas Mann
¿Por qué considero La montaña mágica como el gran hito literario del siglo XX? La razón es que no hay tal vez ningún libro tan bien trabado, tan complejo y abierto a las interpretaciones como esta novela de Thomas Mann. Mi relación con la obra es de odio y amor, de rechazo y de dependencia, de repulsión y de atracción. Pero jamás he podido evadirme del influjo perverso que impregna cada una de sus páginas.
He sentido la necesidad de abrir la ventana tras el olor de las flores marchitas del sanatorio de Davos, de ponerme una manta cuando Hans Castorp pasea por las cumbres alpinas, de mediar en las apasionadas discusiones entre Settembrini y Naphta, de maldecir la ciencia del doctor Behrens y de empujar a Ziemssen a abandonar ese lugar maligno donde la muerte acecha a cada paciente.
La montaña mágica es una novela de 1.000 páginas, desarrollada en siete largos capítulos, en las que proliferan las divagaciones sobre medicina, psicología, política, religión, filosofía, arte y amor. Y todo ello enlazado por la peripecia del joven Hans Castorp, que llega al hospital antituberculoso para visitar a su primo y se queda siete años hasta que decide alistarse para luchar en la Gran Guerra.
Mann inició esta obra en 1912 tras visitar a su mujer Kathia en el sanatorio Wald de Davos, donde había acudido a una cura de reposo. Abandonó el proyecto en varias ocasiones, pero siguió reuniendo material hasta que decidió reescribir lo que iba a ser una narración corta cuando la concibió. Fue publicada en 1924 en dos volúmenes con gran éxito de la crítica.
Hay muy pocos textos literarios sobre los que se haya escrito tanto porque ciertamente La montaña mágica es una novela total en la que Mann, que acababa de cumplir 49 años, vuelca sus recuerdos a través de sus personajes. La experiencia de lo vivido es sublimada en el arte de la literatura, que libera y redime las obsesiones del autor.
El genio de Lübeck está en todos y cada uno de sus personajes: en Hans Castorp, que emprende un viaje iniciático que le llevará a la muerte, en su primo Joachim Ziemssem, que no puede escapar de la fatal atracción del sanatorio, en Settembrini, el idealista liberal que reivindica la razón y cree en la emancipación de los hombres, en Naphta, el jesuita judío que defiende con pasión la vuelta a un orden social guiado por la religión, en Madame Chauchat, la caprichosa dama rusa de rasgos asiáticos de la que se enamora, y en Peeperkorn, cuya visión jovial de la vida insufla un poco de optimismo en el ambiente asfixiante de la clínica. Mann es todos y ninguno de ellos.
En este juego de máscaras, sólo hay un personaje que mueve la trama como un Deus ex machina: el tiempo. Pero no un tiempo lineal e histórico, sino un tiempo bergsoniano, en el que impera la duración subjetiva de los momentos y las situaciones. El tiempo se alarga y se encoge durante la narración, cortada por largos exordios del autor, que se expresa por boca de una polifonía de voces que reflejan el alma atormentada de Mann.
El tiempo es una banda deslizante por la que se desplazan los personajes de La montaña mágica, pero la acción se desenvuelve entre dos polos que se atraen y se repelen: el amor y la muerte, siempre presentes en el hospital de Davos, en el que a Castorp se le asigna la habitación de una persona que acaba de morir cuando llega al establecimiento.
Nunca le leído una declaración de amor tan vibrante como la del protagonista de la novela a Madame Chauchat, en la que Mann utiliza el idioma francés para poner en boca del joven ingeniero sentimientos que jamás se hubiera atrevido a expresar, en concreto algunas alusiones explícitas a la anatomía femenina. Las relaciones amorosas —Castorp no logra conciliar el sueño nocturno por el ruido que hacen sus vecinos— proliferan en ese ambiente tóxico pese a estar prohibidas por la dirección del centro. Pero el amor siempre tiene un componente mórbido en el relato porque es una forma de escapar de la muerte. Castorp intuye que un enemigo letal se aloja ya en su cuerpo cuando el doctor Behrens le muestra sus huesos en una radiografía. Y hay en las páginas de Mann continuas reflexiones a la podredumbre y la corrupción de la carne, un tema que sin duda le obsesionaba.
Obra desmesurada, autodestructiva y enigmática, La montaña mágica es en última instancia una metáfora de los males de una Europa decadente que optó por desencadenar una guerra en la que el instinto de muerte demostró ser más fuerte que el amor y la compasión.
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