Pedro J. Ramírez ha vuelto a hablar. Aunque nunca haya dejado de hacerlo, esta vez su voz se alza a través de un libro, Palabra de director (Planeta), “las memorias del periodista que nunca ha temido a la verdad”, como reza el subtítulo de este primer volumen de casi 700 páginas en las que el que fuera director de Diario16, de El Mundo y actualmente de El Español ha escrito “consciente de que habrá a quienes no les guste, pero mi único ajuste de cuentas va ser con la verdad”. Amigo de los grandes periodistas norteamericanos, como Ben Bradlee, estas memorias son un recorrido de excepción por la reciente historia de España, con episodios como el 23-F, las investigaciones sobre los GAL, su controvertida entrevista con la cúpula de ETA, el conocimiento personal de todos los líderes políticos y presidentes de gobierno…
—El libro se abre con dos citas que pueden resumir el contenido y sobre todo la fortaleza interior del autor que lo firma. Una es de Juvenal y la otra de Séneca; ambas en latín, que traduzco: “Consagrar la vida a la búsqueda de la verdad” y “La adversidad no puede con el hombre valiente”.
—A mí, la traducción de la segunda me gusta más literal, Adversarum impetus rerum viri fortis non vertit animum: “El ímpetu de los adversarios no doblega al hombre valiente”, es decir, no es la adversidad en sentido genérico, como un fenómeno de la naturaleza; ser director de periódico, publicando cosas que incomodan y que el poder trata de mantener ocultas, hace que sea inevitable que te genere enemigos, y a veces enemigos muy poderosos que están dispuestos a todo. En otros países yo habría pagado con la vida, como compañeros, colegas, que por hacer lo que yo he hecho durante mucho menos tiempo han acabado en el cementerio. A mí me han intentado matar, en el sentido físico y también civilmente. Cuando no existía la palabra resiliencia yo ya era resiliente.
—Sus comienzos en la profesión periodística no pueden ser más espectaculares. Con 21 años estaba ya en EEUU “en plena efervescencia del caso Watergate”, y con 27 años estaba cubriendo allí las elecciones presidenciales, y sus referentes son los grandes del periodismo, como Walter Cronkite, Katharine Graham, Woodward, Bernstein y Ben Bradlee, a quienes conoció.
—A Walter Cronkite no. A Cronkite lo seguía con fervor religioso, era como si el telediario de la CBS fuera mi misa diaria, una misa laica en el altar de la libertad de expresión, porque era el telediario que todos los días ponía en evidencia las mentiras de la Casa Blanca en el intento de tapar el caso Watergate. Pero a los demás sí, a Graham, Woodward, Bernstein y Bradlee los conocí personalmente.
—Por lo que ha escrito podría parecer usted una persona poco proclive a la novela y a la poesía. Sin embargo hay muchos pasajes de su libro que tienen la tensión y el diálogo de una obra de ficción y están trufados de referencias y versos de poetas, como León Felipe, Antonio Machado…
—Bueno, desde hace medio siglo yo he mantenido un debate con Ignacio Amestoy sobre la superioridad de la ficción o de la no ficción, del drama como género literario o el periodismo como género literario. Amestoy es un gran periodista, pero ha elegido la carrera de dramaturgo. Yo hice mi tesis en la universidad de Navarra sobre la estructura teatral del hecho informativo y yo creo que la dramatización de la realidad, a través de un proceso equivalente al que Peter Weiss recetaba para el teatro documento, es decir, la selección de los materiales, el control de los contenidos y su síntesis pedagógica, didáctica, explicativa… al final son funciones tan propinas del dramaturgo y del novelista como del periodista. Pero hay una diferencia: se dice que la vida imita al arte, y eso es una filfa, es el arte el que imita a la vida, porque la vida es anterior al arte, y por lo tanto yo desafío a que cualquier autor de thrillers busque tramas más sofisticadas o más intensas que algunas de las que aparecen en mi libro. La diferencia es que todo lo que yo cuento es verdad.
—Lo que ha llamado en un capítulo su «segundo 23-F» es uno de los pasajes en los que revela aquel momento tan oscuro tras el golpe.
—Era, además, un momento en el que la sociedad civil era muy débil, el poder político muy cobarde, las personas que lo protagonizaban eran personas sin determinación, como Leopoldo Calvo Sotelo o el ministro de defensa Alberto Oliart. No es casualidad que en esos momentos emerja como director de los Servicios Secretos alguien con alma de delincuente, como luego se ha demostrado, como Alonso Manglano. Las propias convicciones democráticas del rey Juan Carlos se han ido revelando más como una actitud utilitarista, y bien útil que resultó, dicho sea de paso, pero en aquel momento la inmensa mayoría de compañeros que se hubieran encontrado con el dilema con el que me encontré yo cuando me pidieron que renunciara voluntariamente a la acreditación —porque los golpistas se negaban a comparecer en el juicio—, yo creo que se hubieran doblegado, que habrían cedido, y de hecho solo uno de los treinta que estaban cubriendo el juicio se solidarizó conmigo; fue Miguel Ángel Aguilar, mi querido tantas veces adversario. O sea, la conciencia democrática de la sociedad civil y de la propia clase periodística era extraordinariamente débil. La sartén por el mango la seguían teniendo los poderes fácticos, y por eso la primera sentencia fue una sentencia muy blanda, y de ahí el enorme valor simbólico que tuvo el que después de mi expulsión del juicio el Tribunal Constitucional me devolviera la credencial y me diera la razón en todos sus términos, frente a los que decían que yo era un provocador, poco menos que un dinamitero, que no tenía límites… Yo siempre he buscado puntos de encuentro, siempre me han gustado los pactos, los consensos, pero hay cosas con las que no se puede transigir. ¿Cómo iba yo a admitir que los golpistas tenían capacidad de decidir quién estaba y quién no estaba en la sala en función de que habíamos publicado un artículo que contaba la verdad de lo que había ocurrido?
—Y por eso más de una vez usted tuvo que responder aquello de: “Nada me gustaría tanto, su señoría… pero mi deber es guardar el secreto profesional”. Somos afortunados, como ha dicho también, por tener el artículo 20 de la Constitución.
—Claro, efectivamente, eso se reproduce varias veces, cuando me piden que entregue los documentos del sumario del 11-M, que entregue los planos del búnker secreto de la Moncloa. Yo siempre que he podido hacerlo he colaborado con la justicia. Yo no considero que el derecho al secreto profesional sea absoluto, pero claro, nunca he cedido a transgredirlo cuando han estado en juego la identidad de las fuentes, cuando lo que ha pretendido el juez de turno o el servicio secreto de turno es perseguir a quien ha contribuido al interés general facilitando a un medio de comunicación documentos comprometedores.
—Su apoyo a Suárez, a González, a Aznar y a Zapatero al comienzo de sus legislaturas y sus enfrentamientos con estos presidentes cuando sus políticas se desviaban del camino esperado le sitúan como un insobornable defensor del progreso y la alternancia democrática.
—Sí, pero también como un recurrente idealista dispuesto a concederle siempre el beneficio de la duda al gobernante que llega con presuntas buenas intenciones. Yo no sé si a ti te gusta la ópera, pero en El holandés errante cada siete años vuelve a puerto, cada siete años se vuelve a enamorar; las hilanderas, teje que te teje, están esperándole y cada siete años se desencanta, se considera engañado y traicionado y vuelve a vagar errante por los mares. Pero volverá puntual. Aquí no son cada siete años porque las legislaturas son más cortas, aquí son cada cuatro, y siempre que alguien obtenga la legitimidad de las urnas le concederé el beneficio de la duda.
—Sus cien argumentos contra la guerra de Irak son demoledores. Ahí está usted demostrando ante Aznar que la amistad con un presidente no puede ensombrecer la razón informativa.
—Y sobre todo en ese caso ningún sentido utilitario y ningún cálculo estratégico puede desbancar y desplazar el análisis racional de la circunstancias. Yo soy pacifista, pero entiendo que puede haber supuestos de guerra justa. Están definidos por grandes tratadistas de la Historia y por el Derecho Internacional. Entonces, ¿qué es lo que se requería para que la invasión de Irak estuviera justificada? En primer lugar un casus belli, es decir, que hubiera un riesgo real, claramente percibible para el conjunto de la comunidad internacional, o parte de ella, en función de que estuviera demostrado que Sadam tuviera armas de destrucción masiva y voluntad o capacidad de utilizarlas; y en segundo lugar, quien tiene la autoridad en el uso de la fuerza en un conflicto de esas características es el Consejo General de Seguridad de la Naciones Unidas, si así lo hubiese estimado. Pero no había pruebas de las armas de destrucción masiva, y por lo tanto menos aún de que Sadam constituyera un riesgo inminente. Se trataba de un ataque por si acaso, de una guerra preventiva, y además el Consejo de Seguridad no lo respaldaba. Entonces, aunque hubiera sido alguien de mi familia, aunque hubiera sido mi más íntimo amigo el que hubiera tomado la decisión, yo habría estado en contra. Y desgraciadamente, un gran presidente como fue Aznar ha quedado empañado en su legado por esa decisión que yo creo que el tiempo ha demostrado equivocada. Para mí, y para mi equipo, tuvo el elemento trágico adicional de la muerte de Julio Anguita Parrado, al que yo llamé el argumento 101.
—“El año que vivimos peligrosamente” es el título de otro de sus capítulos. Un año negro en el que el poder le pidió apartar a Melchor Miralles de la investigación de los GAL; de su entrevista en Francia con un miembro de la dirección de ETA… También un año en que Polanco y Cebrián le propusieron dirigir El Globo con pretensiones de hacerlo también con El País cuando lo dejara Cebrián; o cuando usted fichó a Umbral como columnista estrella de Diario16… Un año interesante, ¿no?
—Sí (ríe)… Para mí todos son recuerdos entremezclados. El caso de los GAL era lo mismo que lo que acabo de contar en relación a Aznar. O sea, yo no era enemigo del PSOE ni de Felipe González; yo jugaba a la petanca en el Olivar de Andújar con Felipe González, y tenía una relación estrecha con él, era una de mis mejores fuentes en la oposición, pero cuando empezamos a descubrir las pruebas materiales que vinculaban los aparatos del Estado con la guerra sucia y las dos o tres docenas de asesinatos que se habían producido en el sur de Francia, yo no podía mirar para otro lado. Yo tenía ya la suficiente experiencia para saber que el trabajo de Melchor Miralles era un trabajo profesional, riguroso y absolutamente solvente. Si por razones políticas se quería impedir que Miralles siguiera investigando, eso sí que eran dos por el precio de uno. Le dije que no lo iba a apartar, le eché ese pulso, que duró un año, más o menos, y al final me echó del periódico. Pero fundamos El Mundo y seguimos investigando los GAL ¿La entrevista con ETA? Yo entiendo que entonces fue una decisión muy arriesgada, y en términos morales para mí había sido un conflicto. En el libro he contado todo lo que bullía en mi cabeza en el momento en que, en definitiva, estaba escuchando un discurso sanguinario por el que el fin justificaba los medios, pero mi obligación, el derecho de los ciudadanos, era conocer los argumentos de la banda terrorista, siempre y cuando estuvieran sometidos al principio de contradicción. Yo me quedé satisfecho porque no dejé de hacerles ni una sola de las preguntas… Bueno, dejé de hacerles una, y era por qué habían intentado matarme a mí, pero en el momento en que les entrevisté yo aún no lo sabía. Visto ahora, con la distancia del tiempo transcurrido, es curioso que ahí estén las claves de lo que un cuarto de siglo después, más o menos, terminó ocurriendo, que fue la negociación y el fin de la lucha armada, porque en esa entrevista ETA reconoce por primera vez que no pueden ganar la guerra que dicen estar manteniendo contra el Estado español. Ellos sostienen que el Estado español tampoco, pero están reconociendo que no van a poder tener nunca una victoria militar y están ofreciendo una negociación, que todos los gobiernos intentan. Las condiciones para que la negociación fructifique no son las mismas, ni cuando lo intentó Felipe González en Argel, ni Aznar cuando se reúnen sus enviados con los etarras en Suiza, o cuando lo intenta Zapatero.
Aznar, visto que la vía del diálogo no llegaba a ningún sitio, emprendió una iniciativa extraordinariamente eficiente por todos los medios legales al alcance de un gobernante constitucional: policiales, judiciales, diplomáticos, de movilización social… También es verdad que acontecimientos como el secuestro de Ortega Lara y el asesinato de Miguel Ángel Blanco no podían suceder en vano, pero todo eso sucedió en medio. Ahora bien, las bases de lo que acabó siendo el adiós a las armas de ETA están en esa entrevista, yo las percibí y por eso lo titulé de esa manera (“Estamos dispuestos a negociar, pero no a arrepentirnos ni a rendirnos”). Martín Prieto, el querido M.P., me dijo: “En otro país te darían un Pulitzer”. Aquí, la entrevista fue el detonante, la coartada para mi destitución como director de Diario16 y, curiosamente, como yo cuento en el libro, quien me lo dijo fue Jesús Polanco en una conversación que mantuvimos poco después de mi destitución, en la que él estaba sondeando cuáles eran mis planes. Cuando le dije que iba a lanzar un periódico nuevo, competidor de El País, supongo que empezó a gustarle menos. En relación con la oferta que ellos me habían hecho de dirigir El Globo y el cuento de la lechera de poder ser el director de El País algún día, lo incomprensible para mí, entonces, y todavía hoy, es por qué Cebrián no quería seguir siendo director del periódico, porque no hay nada que pueda superar a ser director de un periódico. Por qué le gustaba más gestionar la empresa, que casi diría que es una carga sobrevenida, como al final a mí me ha terminado viniendo, pero que en ningún caso debería ser incompatible con hacer todos los días el título de la portada, que es una bendición del destino. Yo no entendía que él se quisiera apartar. A lo mejor teníamos un sentido del periodismo diferente.
—Hábleme de Umbral.
—A Umbral le he querido como no he querido a ningún varón [ríe]. Y creo, además, que he sido uno de los pocos seres humanos, varones, que ha conseguido establecer con él una relación de complicidad personal, estrecha, de amistad profunda. Claro que, de puertas afuera, yo era el señorito, el que más años con diferencia fue su señorito [ríe]. Yo siempre encontré en Umbral la complicidad para llevar a cabo esas dos máximas latinas: buscar la verdad y resistir los embates impetuosos de los peores adversarios. Umbral siempre aparecía como un virtuoso de la prosa, claro que lo era, pero muchos que ponían el énfasis en eso trataban de soslayar la profundidad de su pensamiento, de su compromiso político y de su hondura. Para la gran masa, de Umbral ha quedado la bufanda, o aquello de “yo he venido a hablar de mi libro”, pero los lectores de Umbral sabemos que fue el escritor de periódicos más importante del siglo XX. Esa carta que él me escribió, y que yo reproduzco, sobre esa pasión asesina, sobre esa pasión imposible de controlar que es la vocación literaria y la búsqueda de la gloria literaria, lo resume todo. Yo me reconozco un poco, también, en ese sentido perpetuamente adolescente que hay en la actitud vital de Umbral en relación con la escritura. Con una diferencia: para él escribir era una función fisiológica, y para mí es un tormento semanal que no se mitiga por muchos años que transcurran.
—El 1989 funda El Mundo, su periódico, como lo define al final del libro. ¿Es ese el momento más importante y el más emocionante en términos profesionales de su vida? Cuando se deciden a hacerlo le dice Alfonso de Salas: “Pues lanzamos otro periódico”. “Bueno, ¿por qué no?”, responde usted.
—Yo no tenía previsto ser toda la vida director; a mí me gustaba mucho ser un columnista que vivía como un reportero, ser un storyteller, me hubiera gustado seguir desarrollando formatos literarios dentro del nuevo periodismo, me hubiera gustado poder escribir grandes obras de no ficción, tener un programa de radio o de televisión, a mí me atraía mucho el camino del lobo solitario dentro del periodismo. Pero cuando tenía 28 años me ofrecieron ser director de un gran diario nacional, lo asumí con todas las consecuencias y lo que no podía ser es que fueran otros los que decidieran por mí. Ha habido dos momentos en mi vida en los que ha ocurrido eso, y en Palabra de director describo con todo detalle el primero de esos momentos. Al final lo que nunca pude imaginar es que lo mismo que me pasó en 1989 me volviera a pasar en 2014, es decir, que 25 años después fueran a echarme de otro periódico por las mismas razones, aunque con un gobierno de signo opuesto. Y en los dos casos, tanto la fundación de El Mundo como la fundación de El Español casi han sido ejercicios de autoempleo.
—Centrista, liberal, reformista y progresista, ¿son términos que le definen?
—Sí, yo creo que en realidad es uno solo, que son sinónimos. Liberal y progresista es un pleonasmo. Yo entiendo que hay quienes tienen otro sentido del liberalismo; en nombre del liberalismo se han defendido ideologías profundamente iliberales y proyectos profundamente antiliberales, pero esos liberales que en realidad lo son porque tienen empresas o escuelas pero se olvidan de los derechos humanos y, sensu contrario, aquellos que teniendo posiciones muy rotundas en materia de libertades políticas no defienden la libertad de empresa o la libertad de enseñanza, pues no me parece que sean liberales, ni unos ni otros. Desde luego, yo me siento profundamente progresista y algunas veces coincido con las posiciones de la izquierda, otras veces coincido con las de la derecha y no me siento incómodo en ninguno de los casos. Y creo que hay una gran continuidad entre la posición política de Diario16, la de El Mundo y la de El Español. A lo mejor, puede que en cada episodio haya quien diga: “Usted defendió a Aznar cuando Aznar hacía tal cosa”, o “usted defendió a Zapatero cuando hacía tal otra”. Bueno, veamos las cosas con continuidad, en el recorrido amplio que en la perspectiva de conjunto ofrece, por ejemplo, este libro.
—Impresiona saber el poder que tuvo cuando cuenta las llamadas que le hacían ministros y presidentes —unos para filtrar información más o menos interesada, otros para consultarle cuestiones de Estado…—. El año que vivió peligrosamente no solo fue el 88 sino todos los que estuvo al frente de sus periódicos, sobre todo en El Mundo.
—Es verdad que entonces se había producido una gran polarización y que eran los grandes momentos de la prensa impresa y los grandes actores éramos pocos. Ahora el poder de opinar está más distribuido. Yo, como liberal, me siento mejor en una sociedad en la que muchos mandan, o mandamos, o influimos un poco, que en una sociedad en la que pocos mandan o influyen mucho, aunque yo fuera uno de esos pocos. Me gusta este contexto en el que hay que ganarse la diferencia todos los días.
—En 1994 pidió usted una nueva ley electoral, una nueva ley de financiación de partidos, la reforma del sistema de elección al poder judicial, un nuevo reglamente del Congreso, un nuevo estatuto para RTVE y también una nueva política económica basada al mismo tiempo en el control del déficit y el estímulo de la inversión. ¿Qué hay de todo esto hoy?
—[Ríe]. Pues que lo sigo pidiendo en 2021, y otro gallo nos habría cantado si esas reformas institucionales se hubieran llevado a cabo. La política institucional de Aznar sí que se pareció más a eso que la de los gobiernos socialistas y la del propio Mariano Rajoy. El otro gran “pero” que hay que poner, la otra gran crítica, además del error monumental de la guerra de Irak con su secuela del 11-M, es que no llevó a cabo las reformas de regeneración democrática a las que se había comprometido.
—El episodio del vídeo ha sido un nuevo intento de asesinato civil, como usted lo define. Lo saco en esta charla por el interés que ha puesto usted en desvelar concienzudamente ese episodio nefasto que gracias a su valentía y arrojo logró superar. Aquí podemos poner la cita de Séneca: “La adversidad no puede con el hombre valiente”.
—Esa fue una de las veces en las que yo me di cuenta de que querían liquidarme como ser humano, como miembro de una comunidad civilizada, y querían ponerme en una posición en la que si yo fuera otra persona probablemente se habría tirado por el balcón. Pero no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera; se equivocaron de persona y se equivocaron de país. La sociedad española demostró que no se parecía a esa sociedad rijosa y obsesionada por los cánones sexuales, por lo que hace cada uno, y en cambio, que todas estas personas vinculadas al entorno político de Felipe González incurrieran en esa conducta nos permitió descubrirlo, desvelarlo y conseguir una resolución judicial. Yo estoy muy orgulloso de mi reacción y de la de mi equipo, porque no solo aguantamos, sino que los sentamos en el banquillo y los mandamos a la cárcel. Y en este libro hago un análisis minucioso, ya con el distanciamiento, porque el Tribunal Supremo dejó claro que aquello había sido una operación política encaminada a cambiar la línea del periódico, originada en el entorno de quienes habían montado los GAL. Yo me quedé plenamente satisfecho y empecé a mirar lo sucedido como si le hubiera ocurrido a otro.
Desde esa distancia, y con todo el tiempo transcurrido, este libro lo que aporta es la acumulación sistemática de indicios que implican personalmente a Felipe González en el impulso de esa infamia, y creo que estos indicios, que uno por uno tienen valor pero que todos juntos se convierten en una auténtica acta de acusación ante el Tribunal de la Historia, van a ser tenidos en cuenta, y además, después de la primera edición de mi libro, y digo esto porque ya se ha publicado la segunda edición [antes de sacar la primera edición, Planeta ha anunciado que ya ha impreso la segunda], yo incorporo algunos de los elementos adicionales que el propio Manglano en sus documentos aportó en su día y que están en el libro de Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote (El jefe de los espías. Roca editorial, 2021). Cualquiera que lea mi libro, incluso sin necesidad de llegar a esos elementos adicionales, llegará a la conclusión de que todo un presidente del gobierno se implicó de manera personal en un montaje infame, simplemente cegado por el odio, contra el periodista que había proporcionado a la sociedad los elementos de juicio para valorar su trayectoria política.
—En el 97 yo estaba en la redacción de El Mundo, y recuerdo cuando un periodista de una televisión había quedado para entrevistarle y usted pidió situar la cámara en el centro de la redacción y no en su despacho, para decir en público, ante los trabajadores del periódico, lo que tenía que decir y no podía callarse. Eso nos impresionó a todos.
—No sé si viniste a la cena de Navidad de aquel año, en la que acudió muchísima más gente que nunca y yo conté lo que había sucedido y argumenté y terminé comprometiéndome con la redacción a procurar, cada vez que entrara en una habitación, mirar antes dentro de los armarios. He entrado en muy pocas habitaciones desde entonces [ríe].
—La publicación del manifiesto de intelectuales contra el montaje tuvo que ser importante para usted.
—Aquello fue determinante. El que personalidades tan diferentes y tan notables en muchos ámbitos respaldaran mi posición y denigraran los métodos que se habían utilizado demostraron que estos individuos, esta banda, se había equivocado de país.
—Hay varios momentos de verdadera y emocionante tensión en esta memoria, pero nada comparable a cuando matan a tres de sus periodistas: José Luis López de la Calle en 2000, a Julio Fuentes en 2001, y a Julio Anguita Parrado en 2003.
—Lo que yo digo cuando llegamos con Mónica, con el féretro de Julio Fuentes, es que tuve esa sensación antinatural de un padre enterrando a un hijo, con el elemento añadido de que yo era el director del periódico que había publicado los artículos de José Luis López de la Calle y que había enviado a Julio Fuentes a Afganistán y a Julio Anguita Parrado a Irak. Yo creo que este libro es un homenaje al periodismo, y ellos representan lo mejor del periodismo. Las personas que arriesgan su vida por contar una historia o por defender una causa y terminan pagando por ello. Yo creo que su compromiso vital es el gran legado que puede dejar nuestra generación a los jóvenes que tienen la vocación y la llama encendida del periodismo en los ojos. Yo soy muy feliz cuando veo tanta gente joven aquí, alrededor, con la misma pasión. (Lo dice mirando la redacción de El Español).
—Sus conversaciones con presidentes y otras figuras del poder político podrían publicarse en un volumen que, emulando Mis almuerzos con gente inquietante, el libro de Vázquez Montalbán, bien podría titularse Conversaciones con gente importante. Las que mantiene con Zapatero, por ejemplo, son como para publicarlas en una separata.
—Bueno, de hecho, el libro termina en el año 2006 y tengo muchas más. Zapatero ha sido el mejor ser humano que ha pasado por Moncloa, y eso no significa que haya sido el mejor presidente, ni mucho menos; yo creo que él acertó en cosas muy importantes, se equivocó en otras también importantes, pero es la persona a la que el poder ha cambiado menos, y no solo porque sigue siendo la misma persona que era, sino porque, como mi libro demuestra, se comporta en el ejercicio del poder como un ser humano capaz de combinar las altas responsabilidades con el espacio para la reflexión, para el debate. Y lo mejor de todo, el epítome de todo eso, fue la noche en que cenamos por primera vez en la Moncloa, estaba delante Óscar Campillo, y de repente me dice: “¿Oye, tú crees en Dios?, y yo le digo que estamos en la Moncloa, que él es el presidente del gobierno… Tuve la sensación de volver atrás, a los tiempos de las tertulias del colegio mayor, donde se hablaba de cuestiones existenciales, pero era lo último que yo podía esperar que planteara el reciente presidente del gobierno, y todo para hablar de la relación de la Iglesia y el Estado, de los problemas que había de carácter legal… Él utiliza un lenguaje de hombre sencillo, siendo un hombre de envergadura intelectual… Yo espero que el libro contribuya a que se le conozca mejor como ser humano. Hay sectores de la sociedad que tienen una visión estereotipada de Zapatero y que son profundamente injustos. Cuando en ciertos cenáculos de la derecha escucho críticas superficiales, absolutamente demagógicas y descalificadoras contra Zapatero, hay algo que se me revuelve. También me pasa cuando desde la izquierda se ataca injustamente a Aznar, pero es verdad que en el caso de Zapatero tengo más oportunidades de salir en su defensa, y lo hago con cierta vehemencia y proclamándome amigo suyo, cuando no sé si se puede decir estrictamente que lo sea, pero a lo mejor, a base de tanto decir que soy amigo suyo, ese lazo va a ser indestructible.
—He subrayado mucho su libro, pero en la página 628 anoto lo siguiente: “Este libro deberían leerlo los estudiantes, no solo de periodismo, para conocer la historia política de los últimos años del siglo XX, así como la importancia de los medios de comunicación en la defensa de la libertad de expresión y de freno al poder”.
—Pues, nihil obstat. Imprimatur [ríe]. Ojalá lo lean muchos jóvenes y estimule muchas vocaciones periodísticas y una actitud cívica de defensa de los valores constitucionales y de defensa de la democracia representativa dentro del Estado de derecho.
—“Pero la madre de todas las crisis había empezado a incubarse en la economía mundial, en el sector de la renta y en el propio seno de Unidad Editorial [editora de El Mundo], y yo mismo acababa de decir que “no se reina impunemente”. Este es un final perfecto para su libro. Parece el de una novela, porque deja al lector en lo que se conoce como “promesa”, un recurso literario, en el que era un experto Conrad, usado en la novela para despertar el interés del lector y mantener viva su atención. ¿Es este final una promesa de un segundo volumen de sus memorias de director?
—Sí, evidentemente. He vivido tantas cosas, y sigo viviéndolas, que era imposible incluirlo todo en un solo volumen. No sé cuántos más vendrán, pero que vendrá uno más no cabe duda, y lo que digo es estrictamente cierto: viendo el montaje, que te recomiendo entusiásticamente, de Parténope, que se acaba de estrenar en el Real, que traslada el mito de Parténope al París intelectual vanguardista, en cierto modo prepotente y autosatisfecho de comienzos del siglo XX, me di cuenta de qué parecido fue el comienzo del siglo XXI. Barbara Tuchman, en uno de sus grandes libros, bautizó la Europa de comienzos del siglo XX The Proud Tower, La torre del orgullo. Los comienzos del XXI parecían volver a serlo, habíamos superado los dos bloques, la Guerra Fría era historia, se hablaba del Fin de la Historia, llevábamos un tiempo de crecimiento ininterrumpido, de gran prosperidad, y, sin embargo, La torre orgullosa, en este caso en sentido literal y material, se desmoronó y eso trajo unas consecuencias. Algunas de ellas ya aparecen en el libro. Otras, que eran más profundas y que iban calando, digamos, en la fábrica social del mundo occidental afloraron después con la crisis de las subprime, con la crisis mundial más tremenda desde el crack del 29, y con la particularidad de que el mundo de los medios de comunicación coincidió con un cambio de paradigma tecnológico, y no solo se desmoronó la economía sino que se desmoronó también el modelo de negocio de la próspera empresa periodística consistente en editar e imprimir periódicos para satisfacer el derecho a la información de los ciudadanos, la más noble de las tareas. Eso se vino a pique y entramos en una etapa distinta en la que pasaron cosas dramáticas, y como en el comienzo de Ana Karenina, «todas las familias felices se parecen, las desgraciadas lo son cada una a su manera”. En el paradigma de la desgracia destituyeron al director de El Mundo, al director de El País, al director de La Vanguardia, al director del Times, al director de Le Monde, al director del Telegraph, al director del Guardian, en un periodo de tiempo de año y medio o dos años, y cada caso fue distinto, pero había un denominador común. Y así es como tendré que empezar la continuación de este relato. Yo había utilizado la frase de Saint-Just “no se reina impunemente” como reflexión de lo que me había pasado en Diario 16, que cuando alguien hace un periódico de autor y consigue sintonizar con un segmento significativo de la sociedad, y crea un equipo y un proyecto periodístico en torno a esa sintonía, el director es el rey. Se deliberará, se discutirá, pero al final el rey ordena y manda y, claro, ejercer ese poder durante tanto tiempo inevitablemente genera respuestas que a veces pueden ser muy violentas, y por eso el derrocamiento de las monarquías es parte de su propia naturaleza. Si piensas que el ímpetu de tus adversarios no doblega el ánimo del hombre fuerte, pues cada vez que te tumban te vuelves a levantar.
Me sabe mal que no haya ni una pregunta sobre el 11-m y la teoría de la conspiración que su periódico promovió…
La conspiracion es real