El periodista evoca la infancia en los pueblos durante la España de los años 70 en Los ingratos, Premio Espasa de Novela
Pedro Simón es de los pocos, o el único, que de la bici hace un artículo de opinión. “No era la piscina. Ni los primeros tomates del huerto del abuelo. Ni el final del colegio. Ni los campamentos con guitarras. Ni los pantalones cortos. Era la bici”. Pedro Simón nos abre las costuras, mete el dedo en el ojo al recordarnos lo que no hicimos o lo que hicimos mal. De ahí el título de su nuevo libro, Los ingratos. Estas páginas huelen a chimenea y a campos de hierba tras la lluvia, a partidos de fútbol en la era y a muchachos tarados que siempre van los últimos por esas laderas de los pueblos de España donde ya no se oye el griterío de los niños al salir de la escuela.
De ese mundo que agoniza, de cuando se volvió a votar en España, de las mujeres que sostenían en silencio las familias en las que todo se heredaba, del periodismo y de la vida misma… de todo habla a conciencia Pedro Simón en esta entrevista ante un té verde en el Comercial de Madrid. Donde Ferlosio, que también asomaba por aquí, iba en zapatillas barojianas a desayunar tres cintas de lomo a la plancha. De todo hace demasiado tiempo. O simplemente de un ayer nada lejano al que damos la espalda. Que de eso va Los ingratos.
—Soy de Madrid pero me considero de pueblo porque mi madre era maestra rural, como en el libro, así que todos íbamos detrás por Castilla-La Mancha. Mi primera niñez tiene que ver con los pueblos. Mi padre, como en el libro, trabajaba en la Chrysler, la empresa de coches: hasta aquí la plastilina con la que está hecha el libro, lo demás… Y así hasta los 10 años, luego nos fuimos a vivir a Leganés. Allí fui el paleto que venía del pueblo.
Los veranos los pasaba Pedro Simón en otros pueblos, de Castilla y León, así que conoció “esa mezcla de Castilla la Nueva y Castilla la Vieja, que decía Umbral. Los pueblos han sido el lugar donde más felices hemos sido y donde querríamos volver, son nuestros santuarios. Si tienes que decir cuál ha sido el verano más feliz de tu vida siempre se dice uno en un pueblo. Vuelves y te recorres a ti mismo, y aunque sea un cementerio porque ya no están tus amigos, te genera cierta alegría pero también desazón.
—¿Hay que regresar donde se ha sido feliz?
—La propensión es esa. Escribir es como bajar a un trastero y abrir cajas, y tiene mucho que ver con eso. En el proceso de escritura salvas cosas que no querrías tirar a la basura. Un trastero es como la antesala de la basura. Al abrir cajas te encuentras con olores que ya no están, lees cartas que ya no tienen voz detrás porque son voces ya muertas, ver colecciones de cromos que no vas a terminar… Y eso duele. A veces nos decimos que no bajamos al trastero por pereza, pero es por miedo. Regresar tiene el gozo y la desdicha más absolutas. Pero al final todos regresamos.
Pedro Simón regresa al pueblo donde sus padres tienen casa, en San Marcial del Vino (Zamora) y también acude a la suya, a Alocén (Guadalajara), a este dos veces al mes, “con amigos, a andar, ves corzos, ves jabalíes. A veces voy solo… En invierno sólo tiene 12 habitantes, tiene un solo bar que a veces está cerrado. Tiene vistas a un pantano. El pueblo de Zamora es todo lo contrario, es más áspero. Yo empecé a trabajar como periodista en La Opinión de Zamora, de lo que presumo, porque donde más se aprende periodismo es en un periódico provincias, tienes que hacer sesenta cosas a la vez. Tienes que resolver problemas, no andar con la finura. Allí la gente es más hacia dentro que hacia fuera. Eso lo decía muy bien Jesús Montiel, el poeta granadino: se pasó toda la vida intentando conocer a gente que parecía interesante, y con el paso del tiempo se dio cuenta de que eran mucho más interesantes los que parecían que no eran interesantes”.
Allí, en esos pueblos, buscó refugio y memoria para escribir este libro. Allí estuvo obsesionado con los recuerdos tras pedir una excedencia en el periódico El Mundo, donde escribe reportajes y es columnista, desde donde mira al mundo a través de unas gafas que atienden a los desfavorecidos y a lo aparentemente nimio.
—Un libro tienes que escribirlo como si estuvieras dentro de una olla a presión, con el libro rebotándote en la cabeza. Y sin móvil.
El protagonista, que tiene mucho de Pedro Simón, el que ahora sorbe té verde en el Café Comercial de Madrid, descubrió el hielo allí, en el pueblo, da igual cuál. Como García Márquez. Pero lo que más le deslumbró “fue el culo de una niña. Pagabas un duro, que te lo quitabas de las gominolas, y una niña te enseñaba el culo. Esa fue mi primera relación con las mujeres y con el sexo, tan ingenua y tan limpia, porque eres un crío de siete años. Eso y las amapolas, es mi flor favorita. Una de esas casas estaba en mitad de un sembrado de amapolas y manzanillas, los olores de las manzanillas cuando rodábamos por el suelo… Entonces la infancia era mucho más sencilla y la adolescencia ni te cuento. Hoy todo es más complicado. Antes, en un pueblo, ¿qué peligros había? Los pozos sin brocal, algún cepo de algún cazador o que te abrieses la frente de una pedrada. Me alegro de haber sido niño en los 70. Ahora todo es mucho más complicado, sobre todo lo que tiene que ver con lo tecnológico. Hoy los chavales con ocho años están consumiendo vete a saber qué con el móvil, el tema de la autoimagen, cómo te pueden hacer daño los demás, las redes. Antes el macaco del colegio a las cinco de la tarde te lo quitabas de encima y ahora a la una de la madrugada te está taladrando con el móvil. En los años 80 ya estaban las jeringuillas en los parques, por lo menos en Carabanchel. En los 70 en un pueblo todo era más luminoso y más seguro, y eso que en los coches íbamos sin cinturones de seguridad”.
—El padre del niño protagonista, David, o Currete, manda postales desde diversas ciudades. Hoy nadie las envía, ni escribe cartas.
—Un cantante decía que era el último mohicano de la era postal, y es verdad, ya nadie escribe. Estamos en una época en la que los chavales escriben más, pero en la que peor escriben; están todo el día escribiendo con el móvil, pero no importa ni la calidad de la letra, que antes era obsesión con lo formal, un poco ridículo. Tampoco hay esa vigilancia que había con los acentos, las comas. En la novela hay una cuidadora a la que la familia escribe cartas pero luego ya no, porque el tiempo es como una placa de hielo que se va alejando, que se va alejando… Como esa balsa de piedra de Saramago. Está la distancia, el desamor, que de eso también habla el libro.
El libro lo tituló Pedro Simón Los ingratos porque no hemos dado las gracias a tiempo. Y cuando uno cae en la cuenta suele ser ya tarde. En la novela se juega al parchís o a la oca en casa, en la mesa camilla, al abrigo del brasero. “En el confinamiento hemos vuelto un poco a esto. En mi casa estos meses hemos vuelto a bajar al trastero, hemos vuelto a sacar juegos de mesa míos, el Monopoly… Pasa una cosa que no sé si te ha pasado a ti con la televisión: hace tan sólo diez años la televisión era el gran enemigo. Nos separaba, nos impedía hablar en casa; ahora es el gran aliado, «vamos a ver algo juntos». Qué curioso, cómo algo que considerábamos deshumanizado hace diez años, ahora nos une”.
—Antes quien tenía el mando era quien mandaba.
—Antes lo tenían los padres y ahora lo tienen los hijos.
—En tu libro hay ecos de Alfanhuí.
—El Ferlosio que más me interesa es el de El Jarama, el que tiene más que ver con mi adolescencia. Yo tengo 49 años, y cuando chavales hacíamos excursiones al río con vino y gaseosa, acabábamos en un parral y alguno la liaba. No se ahogaba nadie pero… El escritor más importante en lengua castellana, después de mi admirado Ignacio Aldecoa, el que más tiene que ver con este libro, es Delibes; por esa mirada urbana hacia lo rural y por eso rural que va hacia lo urbano. Y por ese asombro infantil, por esa capacidad de asombro.
—Qué gran palabra, «asombro». Cuando ya no lo tengamos estaremos muertos.
—Claro, yo no sé si cuando uno se hace mayor deja de asombrarse o… El libro habla de muchos viajes, el del campo a la ciudad, el de la niñez a la etapa adulta, el del desarrollismo al desarrollo. Incluso otro, quizá más importante, que va de esos besos que dimos en la era de un pueblo a esos últimos abrazos que no hemos tenido tiempo de dar, o que queríamos haber dado más efusivamente por esto de la pandemia. El libro es ese recorrido, esa culpa, ese ajuste de cuentas. Algunos van a regalar este libro para decirle a otro que le quiere, y eso me parece hermoso.
Habla Pedro Simón de las mujeres y sobre todo de Emérita, la mujer semi analfabeta y mayor que se quedó en el pueblo, que cuidaba de David/Currete/Pedro. De esas mujeres que, como es el caso, si tenía alguna discapacidad y encima no tenía hijos “era exclusión sobre exclusión. Fueron esas mujeres las que posibilitaron el viaje de las otras, eran las mujeres catapulta. Yo las he conocido. Esas mujeres de Roma, la película de Alfonso Cuarón. De ese barro venimos muchos”.
—»Vendrán más años malos y nos harán más ciegos», que escribió Ferlosio.
—Sí, qué verdad, ¿verdad? Ese desasosiego del paso de los años… Yo… Cuando vuelvo al pueblo siempre voy con una sensación de culpa. Nosotros nos fuimos con un poco de culpa y volvemos con ese mismo sentimiento. Los pueblos están pensados como espacio para señoritos de ciudad que van el fin de semana, y eso es la muerte de los pueblos. Se han convertido en un parque temático de las ciudades. Los pueblos hay que repensarlos para la gente de los pueblos. Es mucho más interesante que haya buen wifi que que haya fiestas en agosto; los pueblos se montan para que la gente vaya a veranear. Es la gente de los pueblos quienes tienen que decir cómo han de ser los pueblos y no la gente de Valladolid o Madrid.
—Esa España vaciada también asusta un poco, hay demasiado silencio.
—Los pueblos no son un lugar edénico. Lo que sí lo es es la infancia. En la infancia te echas todo a la espalda. No te hace falta nada más que un palo y dos colegas. En los pueblos puede haber una violencia desmedida. En el libro los niños ahogan gatos, los adolescentes se ahogan en pozos, al descapacitado cognitivo le llaman subnormal o mongólico, no había piedad y había ahorcados.
—Pero no creaba traumas…
—No, veníamos de mucha dureza. Salíamos del oscurantismo de la dictadura y como íbamos hacia la luz eso lo amortiguaba. La adversidad se veía con naturalidad, se sabía que el mundo era muy cabrón. Ahora estamos en una educación muy «blandiblú», en la que protegemos a los niños de un modo ridículo. En las películas de Disney ya no muere nadie, puedes pasar el curso con tres suspensas, si tiras de las orejas a un niño se puede montar un pelotón de fusilamiento… No sé qué tipo de gelatina estamos creando. Y eso combinado con que la mitad de los chavales de entre 18 y 35 años no tienen trabajo. A ver cómo se gestiona eso. Ahora se sataniza el esfuerzo, parece que hay que avergonzarse de la capacidad memorística, se utiliza la palabra «enciclopédica» como algo negativo… No soy muy optimista.
—En el libro se aborda también la llegada de la democracia, la primera vez que se vota. En el libro alguien dice “ahora cualquiera vota”.
—En el 77 yo tenía seis años, y lo que recuerdo es que nos dieron vacaciones, como cuando murió Franco. Y lo recuerdo con doble alegría porque mi padre era de izquierdas. Me acuerdo que cuando empecé a trabajar me dijo: «Como sabrás, cualquier trabajador tiene que estar sindicado». Mi madre es más conservadora, así que en mi casa la política era muy ambivalente. Mi abuelo fue militar en el bando franquista y mi abuela paterna era leninista. De hecho, en un pueblo de Zamora de cien habitantes tenía la imagen de Lenin en el pasillo. Y mi abuelo, que vivía en una calle más allá, era un hombre que fue condecorado por perseguir al maquis. Así que yo iba de casa de mi abuela, que junto al fuego me contaba cosas maravillosas de los trabajadores, cómo fusilaron en la guerra a la gente de izquierdas, sus héroes… y luego iba a ver a mi abuelo materno y me hablaba de otros héroes, de otras historias. Igual me vino de ahí la vocación del periodismo, de escuchar las dos versiones. De todas formas, cuando somos más jóvenes somos más cretinos, más maniqueos, y cuando vamos creciendo vas ensanchando la mirada. Yo, considerándome progresista, tengo amigos de izquierdas que son gilipollas y otros de derechas que son gente maravillosa.
—¿Qué nos estamos perdiendo por el camino?
—El camino me parece un libro maravilloso. El otro camino, el que hicimos, era inevitable. Y muy decepcionante, porque la ciudad no era como nos imaginábamos: todas las casas eran iguales, por lo menos en los barrios de la periferia. Todo era bonsái. Yo cuando me di cuenta de las pintas que tenía fue al llegar a Madrid, porque se reían de mí. En los pueblos nunca nos fijábamos en lo que llevábamos. La ciudad es como una pasarela. No tardamos mucho en saber que había cierto nivel de estafa. Lo que sí creo es que hay una palabra de diez letras, la palabra «austeridad», que a esa generación nos la metieron a sangre y fuego. Es una palabra maravillosa y que despreciamos. Y que vamos a tener que recuperar sí o sí, no nos va a quedar otra. A nuestros hijos, que van a vivir peor que tú y yo, o les empezamos a educar ya en la austeridad o van a creer que cada verano van a poder elegir a qué país viajar. Ha llegado el momento de empezar a decirles que la Fanta sólo es para las visitas y que el embutido sólo se saca en los cumpleaños del primo. Porque con 1.200 euros al mes… El que no haga esa gimnasia se va a pegar un hostión.
—Antes no se tiraba nada a la basura.
—Nada, nada.
—Y la ropa se heredaba.
—Al protagonista del libro su madre le obliga a comerse unas lentejas con sesos, que vomita. Y le dice «te voy a quitar la tontería». Y una cosa importante: en el pueblo te educaba la tribu. En el pueblo era tan importante lo que te decía el señor Manuel o la señora Jacinta que lo que te decían tus padres. Luego es verdad que había una violencia desmedida en ciertas cosas: un maestro podía inflarte a hostias y no pasaba nada. Pero es que hemos pasado de eso, que era un disparate, a un disparate como el de ahora en muchas cosas. Que la calle fuera como un aulario te hacía menos solemne, más receptivo.
—La pandemia.
—Con la pandemia nos hemos dado cuenta de que hay mucha ingratitud. El libro lo empecé a escribir antes de la pandemia y lo terminé durante ella, y me di cuenta de que estaban pasando muchas cosas que tienen que ver con el libro, como la ingratitud hacia los que tienen 80 años y ya se están yendo, abrazos y besos que no podemos dar. Hice un viaje, solo, durante unos días, durante la pandemia, por los pueblos que recorrí con mi madre: fue un cementerio de instantes, de olores, de sensaciones que tuvimos en la infancia y dan sentido al libro.
—Igual hemos cambiado mucho en muy poco tiempo. Puede que no hayamos asimilado.
—Hemos cambiado la habitación del abuelo por una biblioteca y un sillón con orejeras y el hueco de la abuela por una silla para jugar a la PlayStation. En estos tiempos en que no sabemos dónde vamos en el consumo, en el amor, cuando se folla por Tinder… Y en lo político, en lo periodístico… En estos tiempos estaría muy bien no olvidarnos de dónde venimos. Pueblos que hace 30 años tenían 3.000 habitantes ahora tienen 300, donde se oyen más a los pájaros que a los niños, cuando antes los ruidos de los niños sepultaban a los pájaros. Es todo de una belleza tristísima.
—¿Entenderán cuando escribes «te la ligo, me la ligas»?
—O cuando se dice «tira de la cadena». Mi hijo me pregunta de qué cadena hablo, porque tú no dices «aprieta el botón de la cisterna». El día que se diga eso, nosotros ya estaremos muertos.
—¿Quieres añadir algo?
—Nada, por contextualizar: el libro se me ocurrió viendo la película Roma, de Cuarón, que habla de una cuidadora en una clase alta del México de los años 60 o por ahí. En ella se habla de ingratitud, y de dulzura indígena cuidando a esos hijos de la burguesía mexicana, de cómo dan la vida por ellos. Me hizo pensar en esas mujeres que también estaban en la España de los 60 y 70 que dieron su vida por hijos que no eran suyos y que luego se quedaron atrás.
—Hay muchas mujeres en el libro.
—Me parece muy importante. Me acuerdo mucho de mi abuela paterna, que no pudo estudiar, que se tuvo que hacer cargo de la familia, de los hermanos, de los padres, muy trabajadora, pero que tenía una curiosidad desmedida. Sus libros olían a chimenea, me acuerdo de las Selecciones del Reader’s Digest que olían a chimenea, lejía y jabón Lagarto, y si yo escribo es por esa mujer que con 90 años iba con su muleta al bibliobús de la plaza del pueblo. Las mujeres sostenían a los hombres. Yo creo que escribo para emocionar. Y es lo que decía la tía Anica «la Piriñaca»: yo sé que he cantado bien cuando la boca me sabe a sangre. Cuando en el proceso de escritura te emocionas con algo, si noto un desgarro, si me estoy desnudando… la cosa funciona. Lo honesto es desnudarse. Y lo que me gusta del periodismo es algo que me joda el desayuno, una entrevista que me estropee la mañana o me deje un runrún en la cabeza, un artículo de opinión que me haga verme en el espejo más allá de descubrir una gran trama urbanística de corrupción, que también.
—Tú estás cerca de los más desfavorecidos.
—Una vez un director me dijo que siempre llevaba historias tristes; pero ya, le dije, «alguien te las tiene que traer». En un periódico es fundamental un buen editor, un orfebre, un aparejador, el que pinta las cornisas, un jefe de obra…
—Llegará el día en que no nos mancharemos los dedos con la tinta de los periódicos.
—Ya estamos en eso, estamos en otra cosa, maravillosa e incierta.
—¿Y eso influye en la escritura?
—Sin duda. Yo me cargaría los comentarios de los lectores. La gente que está más dispuesta a insultar, a faltar el respeto, es la más proactiva. Si hay alguien que quiera orinar que lo haga en su casa, no en mi pared. Con los comentarios en los periódicos estamos consintiendo que venga gente con sus llaves a arañarnos el coche. No digo todos, pero sí un 90 por 100. Claro que condiciona, porque si escribimos para gustar te puede hacer dudar, repensar lo escrito. Es lo que decía Enric González: hay que escribir mirando al campo de hierba y menos a la grada.
—¿Por qué te gusta tanto Ignacio Aldecoa?
—Por El fulgor y la sangre, por Con el viento solano… Los he releído tres o cuatro veces. Hablan de esa cosa montaraz que para mí tiene mucho que ver con Curro Jiménez, con la Guardia Civil, con el gitano, con la verbena… Que no tienen nada que ver porque son otras épocas, pero… A mí la literatura que me gusta es la del medio siglo: Martín Gaite, Delibes, Ferlosio… Y Laforet. Y no sólo por Nada, me gusta también por La insolación y otros libros. Está muy poco reivindicada. De todos, Aldecoa era el más brillante. Esa foto en la que están en un barco él, Delibes… También me gusta todo Steinbeck y sobre todo Las uvas de la ira, Drácula de Bram Stoker, la Odisea… No sé, muchos.
Se ha empeñado en pagar los dos tés una hora después.
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