Bar Asturias. En Madrid. En la Plaza Mayor de Villaverde. No hay playa (vaya, vaya) ni monte por aquí. Lo más próximo al mar es una fuente que está ahí desde 1936, antes de que empezara la Guerra Civil Española. En la mesa, cinco parroquianos se refrescan el gaznate comentando los fichajes que han hecho en La Liga Fantasy como si fueran los directivos de sus respectivos clubes de fútbol. Uno de ellos ha incorporado a su equipo al japonés de la Real Sociedad Take Kubo. Otro habla de millones como si fueran los quicos del aperitivo. A este escenario llega el arquitecto y «contador de historias» Pedro Torrijos (Madrid, 1975). Vive a tres minutos de la plaza y llega en sandalias porque esta es su casa.
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—¿La arquitectura es una disciplina exacta?
—Ni de lejos. La arquitectura es una disciplina de humanidades. Y si me apuras, exclusivamente de humanidades. Lo que tiene que ver con cálculo de estructuras o con ese tipo de cosas es ingeniería, que idealmente tiene que ser exacta. Pero no siempre es tan exacta como parece, porque al final hay muchos márgenes. La arquitectura como tal es una disciplina de humanidades tan exacta como la sociología.
—¿Y la literatura?
—Evidentemente tampoco. Aunque yo diría que la literatura es más exacta que la arquitectura. Por lo menos la buena literatura, tal y como yo la entiendo, debería ser más exacta que la arquitectura. Cuando tú vas a hacer una casa o un edificio, tienes que dejar mucho margen para que las personas vivan allí. Si las constriñes, por ser demasiado exacto o preciso, el resultado puede ser muy bonito, incluso arquitectónicamente muy valioso, pero a lo mejor como casa o como edificio no es tan bueno. En la literatura, al final, la relación es unidireccional. El lector sólo es lector. Por lo tanto, cuanto más precisa sea tu prosa, lo que quieras contar y sobre todo cómo quieras contarlo, mejor. Digo «creo», porque no estoy yo aquí para andar dando máximas literarias. Pero la literatura debería ser más precisa que muchas disciplinas que se consideran como tal.
—Entonces, ¿cómo de preciso ha de ser un arquitecto que escribe?
—A veces soy demasiado preciso. Mi problema —y es un problema— es como el meme del que va a una entrevista de trabajo, le preguntan cuáles son sus defectos y dice que ser muy perfeccionista. Es un defecto muy jodido. Cuando tú eres muy perfeccionista, al final acabas arrastrando a toda tu vida, todas tus manifestaciones vitales, dentro de esa búsqueda de la perfección que es imposible. Nada es perfecto. Cuando escribo, acabo siendo a veces demasiado perfeccionista, y eso implica muchas veces que me meta en unos jardines absolutamente absurdos. Te voy a poner un ejemplo muy tonto: Para La tormenta de cristal, que es mi anterior libro (la novela), hay una escena en la cual un policía de Nueva York de 1978 lanza unas bengalas a una multitud que está congregada en medio del apagón. Pues me tiré fácilmente tres días buscando cómo era exactamente un coche de policía del 78, para saber en qué parte estaban las bengalas. Hasta que encontré unos blueprints de un Plymouth Fury del 73, que son los que seguían usando en el 78. Resulta que las bengalas estaban en el maletero. Para una frase que es «abre el maletero, saca las bengalas» es una gilipollez. Creo que hay que saber elegir las batallas. Si eliges todas las batallas, mal asunto.
—¿En qué momento dejas de creerte el «puto amo»?
—Las caídas del caballo suelen ser paulatinas, pero la mía no; la mía fue como la caída del caballo de Saulo. Me equivoqué. Es algo muy parecido a lo que pasa otra vez en La tormenta de cristal. Mi lema hasta ese momento era «Pedro Torrijos nunca se equivoca», en tercera persona. La demostración de ser un gilipollas muy gilipollas… hasta que me equivoqué, o por lo menos yo percibí que me equivoqué en el cálculo de una casa. Eso me desencadenó un trastorno obsesivo-compulsivo muy serio. El trastorno ya estaba allí, pero lo único que hice fue dispararlo. Estuve cinco años de tratamiento. Lo he dicho muchas veces y lo digo otra vez: daría los dos meñiques y los dos anulares antes que volver a pasar por eso. Lo terriblemente paralizante que es un trastorno mental, y específicamente el trastorno obsesivo-compulsivo. Es una necesidad de hipercontrol, entras en unos pensamientos circulares cuando descubres que no puedes tener el control sobre todo. De hecho, lo que descubres es que apenas tienes el control sobre casi nada. Va también un poco con lo de elegir las batallas. ¿Sobre qué tengo el control? Sobre esto, ¿no? Pues voy a intentar hacerlo lo mejor posible, pero no perfecto. Sobre lo otro, si no tengo absolutamente ningún control, ¿qué más me da? Es una visión, digamos, un poco zen del asunto, que no cumplo a rajatabla, porque al final siempre uno tiene los ramalazos de su personalidad, pero desde luego no soy la persona que era antes. Y desde luego no soy un puto amo. Las cosas que hago las intento hacer lo mejor posible. A veces las hago muy bien, porque me documento muy bien, porque sé contar historias, porque me gusta contarlas… Todas las historias que cuento, cuando hago reportajes en redes sociales, cuando escribo un libro de relatos cortos como éste, una novela como La tormenta de cristal, como la que estoy escribiendo ahora… Al final lo que intento es contar una historia. Me gusta, se me da bien, hay mucho trabajo detrás, como todo el mundo. A veces lo hago muy bien pero, desde luego, no soy el puto amo.
—¿Fue tu pareja la persona que te dijo que continuaras escribiendo porque eso era lo que te estaba haciendo feliz?
—Sí, exactamente. Hubo una pequeña crisis económica (de economía familiar), estaba entrando no en pensamientos circulares tan graves, pero sí pensamientos obsesivos, y escribí un reportajillo que tuvo bastante éxito, y me dijo ella: «Tío, tú tienes que hacer esto todas las semanas». Yo le pregunté por qué, y ella me respondió: «Porque es lo que te hace feliz». Y efectivamente tenía razón; es lo que me hace feliz. Luego ya se ha convertido en mi trabajo. Todas las versiones de mí que hay por todos lados (en libros, en redes, en podcasts…) al final vienen de eso.
—¿Qué es un territorio improbable?
—Esa fuente [señala la fuente de 1936 situada en el extremo de la plaza]. Es de bronce y tiene una chapa en la que pone: «Ayuntamiento de Villaverde. 1936». El hecho de que resista en un lugar como es Madrid, de cuando esto era un pueblo, tiene que ver con el sentido de la maravilla, con la capacidad que tiene el ser humano de maravillarse ante algo que genera una extrañeza. A veces es evidente, y otras no.
—Hace unas semanas me explicaron que de hacerse de cero el Partenón, tardaríamos el doble. ¿Por qué, si se supone que tenemos mejores y más herramientas y recursos?
—¿Por qué no construimos maravillas como las de antes? Por la misma razón por la que tú tienes un teléfono móvil. En la Grecia clásica casi todos los recursos de Atenas se iban al Partenón. Eso sí es sencillo. El Escorial costó al cambio actual 630 millones de euros, que es poco dinero, pero en su momento era toda la recaudación de Castilla de un año. El presupuesto de la Comunidad Autónoma de Madrid, para hacer una analogía a Castilla, son 28.000 millones de euros. No hay ninguna obra que se acerque ni de lejos a eso. El nuevo Bernabéu —que encima es privado y no podemos tener una relación, pero por entenderlo— ha costado entre 1.200 y 1.500 millones de euros, que es un cinco, un seis o un siete por ciento del presupuesto mundial. El Escorial costó todo el presupuesto de Castilla. Todo. Lo más parecido que ha habido fue el programa Apollo, que costó un un diecinueve por ciento del presupuesto federal de los Estados Unidos. Es una absoluta locura, pero está muy lejos de lo que significaba en la Atenas clásica construir el Partenón, que se llevaba todos los recursos. Copiar ahora el Partenón es relativamente fácil. La cuestión es hacer el Partenón. Lo de siempre: ejecutar. La técnica no tiene especial importancia. Lo importante es la relevancia. Esto en literatura se entiende muy bien: el Ulises de James Joyce sólo son palabras. Todo el mundo sabe colocar una palabra detrás de otra. Técnicamente no vas a tener demasiado que aprender para escribir el Ulises de Joyce. Un poquitín de cómo es el lenguaje de teatro, la gramática… pero no mucho más. Todo el mundo tiene la técnica para copiar el Ulises de Joyce. No tienes más que ir palabra por palabra y copiarlo. La cuestión es que Joyce, en el mil novecientos veintitantos escribe el Ulises. ¡Eso es lo difícil!
—¿Cuál es la fijación del ser humano por construir un rascacielos? ¿Es un desafío «divino»?
—Los rascacielos son mis edificios preferidos y los de mucha gente. Casi todos los rascacielos solo existen como un aprovechamiento económico. El suelo es muy caro. Sale muchísimo más rentable construir una planta encima de otra que construir más superficie, porque el suelo es muy caro. Así es como nacen en Chicago a finales del siglo XIX. Y así es como son y así es como siguen siendo. Después, sobre todo en los que se construyen en Oriente Medio ahora e incluso en China, puede haber algún otro componente simbólico. Pero realmente es pura cuestión económica. Un rascacielos tarda en ser rentable, pero es rentable.
—Hasta que fue superada por las Torres Petronas de Kuala Lumpur en 1998, la Torre Sears (hoy Torre Willis) de Chicago fue el rascacielos más alto del mundo. Ahora el récord de altura lo tiene el Burj Khalifa de Dubái. ¿Hay una carrera?
—La hubo en su momento. La historia del John Hancock Center de Chicago te habla de ese momento en el cual a nadie le interesaban los súper rascacielos; eran demasiado caros, habían dejado de ser rentables y había que inventar una manera de que volviesen a serlo. De hecho, el ejemplo paradigmático del rascacielos no rentable es el Empire State, que se decide construir en 1930, porque se veía que el clima económico iba malamente. Una serie de inversores privados dicen que van a construir un rascacielos, el más alto del mundo, más que el Edificio Chrysler, para demostrar que la economía iba bien. Hasta quince o casi veinte años después, el Empire State no fue rentable. Se hizo un brindis al sol. Después de esa catástrofe que supuso el Empire State y la Segunda Guerra Mundial, las ciudades dejaron de tener tanto interés en construir el rascacielos más alto. Hasta que aparece el John Hancock, y luego la Torre Sears. Pero hace veinte años que no hay una verdadera pulsión por ver cuál es el más alto, hasta que efectivamente entran en juego Oriente Medio y China. Entonces vuelve a haber esa especie de carrera por ver quién es el más alto, que es una estupidez como un castillo.
—¿Es una cuestión de fe?
—No lo sé. Nunca lo había visto en esos términos. Quizás hay una parte de fe, sí.
—¿Y las iglesias de Lalibela (Etiopía), en el capítulo Ángeles con las manos negras?
—Eso es solo fe. Fe y siglos de trabajo. De hecho, me pregunto exactamente cuál sería la previsión de esas primeras personas que empiezan a picar con martillo y cincel en la roca de Etiopía para que luego, seis, siete u ocho siglos después, estén terminadas esas iglesias.
—¿Cómo podrían imaginarlo?
—No podrían, porque no hay unos planos. Ahí ya entra algún arquitecto etíope, aunque no se llamase a sí mismo arquitecto, pero arquitecto era desde luego, porque empieza a tomar decisiones respecto a cómo va a ser esa iglesia. Seguramente ese arquitecto etíope había viajado a Europa y había visto iglesias europeas para dar forma a lo que luego serían las iglesias de Lalibela.
—¿Cómo se imagina lo que todavía no se ha construido?
—No existe tal cosa. Siempre estás tirando de algo que viene antes.
—¿Incluso desde el principio de los tiempos?
—Esa es una buena pregunta. En el manual de Los diez libros de arquitectura de Marco Vitruvio, que es el manual de arquitectura clásica romana, se habla de la cabaña primigenia y por qué el Partenón tiene cubiertas en aguas, su evolución… Pero es muy difícil saber cómo es ese principio de los tiempos. Es obvio que al principio los seres humanos habitaban lo que había: una cueva, debajo de un risco, unos árboles que se han caído y han tomado una forma susceptible para poder colocarse debajo… Pero, ¿en qué momento los primeros seres humanos empiezan a construir una casa? Eso es para dentro de dos libros.
—¿Dónde imaginas que está el botijo de tu abuelo Lucio?
—No tengo ni idea y no quiero saberlo. Ni lo pienso. Y ojalá. Creo que el albañil sí sabe dónde está, pero no se lo he preguntado nunca y no se lo voy a preguntar.
—¿No tienes una mínima curiosidad?
—No. De hecho, necesito no saberlo.
—¿Pedro Torrijos enseña y entretiene?
—Como El libro gordo de Petete (risas). Yo quiero sólo entretener. Si enseño, bien, pero no es mi objetivo.
—¿Qué hubiera dicho tu abuelo de su nieto?
—Mi abuela, la mujer de mi abuelo, sigue viva; tiene casi 100 años. Ha cumplido los 99 en junio y tiene bastante pinta de que va a llegar a los 100 (un hermano suyo llegó hasta los 106). De cabeza está muy bien. Cada vez que le leen algunas cosas que escribo interrelacionadas con mi abuelo, siempre me dice lo mismo: «¿De dónde has sacado esto?». Probablemente mi abuela siempre me haya visto como un niño. Tengo casi 50, pero ella siempre me ha visto así. Y es probable que a mi abuelo le sorprendiese menos. Él siempre me ha tratado muy bien, a mí y a todo el mundo. No es que fuese Papá Noel; era un señor de pueblo normal y corriente que era agradable con la gente, pero siempre vio en mí un buen futuro. Hasta hace cinco años, como aquel que dice, no empiezo a entrar en el mundo del reconocimiento, ya no te digo el literario, pero ahora me hacen entrevistas en medios, me contratan para dirigir podcasts… Yo creo que estaría orgulloso.
¿Sería mucho pedir que se dejara de utilizar la abominable expresión «el puto amo»? Mira por donde, ya tienen algo en común el periodista que hace la entrevista y nuestro infame ministro de Transportes.
Como es usted tan leído, sabrá que el entrevistador ha entrecomillado la expresión porque no es suya, sino del entrevistado.
Por supuesto (que soy tan leído y que la expresión es del entrevistado), pero sigue siendo lamentable su uso y pone a cercano nivel intelectual al entrevistador y al ministro (y al entrevistado).
Muy bien artículo. Claro que el entrevistado pone casi todo con sus historias.. pero muy bueno el resultado.
Por cierto… al que mete con calzador a un ministro por una expresión que todo el mundo entiende y usa.. que le den una tila