1939, “Año de la Victoria”. José María Pemán, director de la Real Academia Española, dirige una oración por el alma de los académicos fallecidos durante la guerra. No se olvida de don Miguel de Unamuno ni de don Antonio Machado, ambos proscritos, después de muertos, por un franquismo que se iniciaba durante aquellos días y al que todavía le restaba mucha sangre por derramar. Iniciaba don José María su propia reconciliación nacional, pues él, como pocos, supo recoger las palabras que dejó en herencia Manuel Azaña: Paz, piedad y perdón.
Pero Pemán era mucho más que eso. Conocido poeta ya en los años veinte, obtuvo también gran éxito como dramaturgo, principalmente con su obra El divino impaciente, estrenada en 1933, y como articulista, uno de los mejores de la historia de España, lo que le llevó a participar activamente en la política nacional desde el reinado de Alfonso XIII hasta su muerte, en 1981.
En su obra, desde el punto de vista ideológico, se reflejan sus hondas convicciones católicas y monárquicas, que le llevaron a presidir durante varios años el Consejo Privado de don Juan de Borbón. Partidario de una monarquía de tintes liberales, a la europea, hizo constantes juegos malabares con el franquismo, siempre con su afilada pluma y, normalmente, desde sus terceras de ABC.
Francisco Umbral dejó escrito que el género genético de Pemán era el artículo “y más aún, el artículo para ABC y, más aún, para los domingos”, desde donde se burlaba del fascismo y del franquismo a la vez, desde una derecha liberal y católica. Un volteriano de derechas, como D’Ors, con mucha cultura y gracia andaluza, un De Maistre o un Claudel o un Montherlant, “uno de esos grandes derechistas franceses a quien todo el mundo reconoce el talento, aunque nadie vaya a misa”.
No hay mucha gente en España que haya escrito, como el gaditano, hasta después de muerto, pues se publicó su última tercera en ABC al día siguiente de su óbito. Como un testamento político, el artículo, publicado el 20 de julio de 1981, se tituló Apolo visita la fragua de Vulcano.
En el texto cuenta don José María cómo Franco salía un día del Teatro de las Cortes, en el cual se había celebrado una representación “político-literaria” en honor de las Cortes de Cádiz, cuando se cruzó con el alcalde de San Fernando:
―Muy bien, señor alcalde, pero convendría ir olvidándose de todo eso de las Cortes de Cádiz, que es liberalismo y está ya pasado.
Para Franco, escribía el gaditano, la cuna del liberalismo español era algo así como la fragua de Vulcano: un infierno lleno de oscuridades y herreros sudorosos. Vulcano no era un dios, sino un herrero pintado por Velázquez con premoniciones de huelgas, conflictos colectivos y reclamaciones sindicales.
Pero a pesar del dictador, la condición liberal había vuelto a España y la joven democracia de 1981 era un moderno dios Apolo que bajaba a los infiernos de Vulcano para sacar a la luz reclamaciones salariales, acritud sindical y herreros sudorosos. El Rey Juan Carlos, concluye Pemán, le ha dado la mano al pueblo de las Cortes de Cádiz y ha concluido con dos siglos de incomprensiones, de dictaduras, de pronunciamientos y de guerras civiles.
Ese mismo año, no mucho antes, por tanto, de su muerte, Rafael Alberti, que había regresado del exilio en 1977, recorría media Cádiz vestido de marinerito entrado en años, saludando al personal y disfrutando del mayor honor que otorga aquella ciudad: ser pregonero del Carnaval.
En coche de caballos, escoltado por las ninfas y por un concejal del PCE, llegó a la plaza de San Antonio, donde sería el pregón. Al bajar del escenario se topó con Pemán, que vivía en la misma plaza. Los antiguos enemigos, poetas-combatientes, se fundieron en un abrazo y charlaron amigablemente. “En poesía no hay color”, dicen que dijo Pemán.
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