Hay momentos que recreas en tu imaginación una y otra vez. Hay ilusiones que se proyectan en tu mente y te ayudan a soportar los peores tragos de la vida. Hay esperanzas que se mantienen vivas y calientan el corazón cuando todo parece desintegrarse bajo tus pies. Pero cuando esas ideas, esas imágenes se hacen realidad nunca son como nos las habíamos imaginado. Los sentimientos que proyectamos en nuestra mente, lo que creíamos que iba a pasar, raramente pasa cuando tienes a la persona delante y eso es lo que me ocurrió precisamente a mí.
Ulises volvió a Ítaca envuelto en el anonimato que le ofrecía un disfraz de mendigo, la experiencia y la edad que no perdona. Nadie lo reconoció cuando una tarde de abril desembarcó en la isla. No llegó en el gran buque con el que partió veinte años atrás, no volvió a su hogar arropado por el reconocimiento de sus congéneres, recibido por el caluroso amor de sus padres y su esposa, tal como había partido. Llegó solo, andrajoso, en un pequeño barco con bandera feacia. Nadie estuvo en el puerto para recibirlo, a su llegada no encontró amor sino desprecio. El desprecio de los pretendientes que aguardaban mi decisión. Debía elegir a uno. Ciento ocho era su número, doscientos dieciséis ojos que me miraban inquisitivamente, que querían a toda costa poseerme a mí y a mi reino, más desde que se descubrió todo. Otra traición, otra esclava que había sucumbido a las lisonjas de aquellos monstruos. Se enteraron de mi pequeño ardid nocturno y me pusieron otra vez entre la espada y la pared y así estaba yo, intentando decidir, buscando alternativas cuando llegó él.
No lo reconocí, ni yo ni nadie. Llegó a Palacio junto al porquero Eumeo y a mi hijo Telémaco. En un principio pensé que acompañaban a ese hombre para ofrecerle la hospitalidad debida al extranjero. No sospeché, aquel andrajo ajado por el tiempo y la experiencia no era nadie reconocible para mí. De mis costas había marchado un hombre fuerte, altivo, con una mirada inquisitiva y soñadora, sin arrugas, pero aquel mendigo que vi no era así. Cargaba un gran peso sobre sus hombros, sus ojos se habían esclarecido y empequeñecido. Las arrugas le lamían la cara como mil lenguas de fuego, los huesos se le podían palpar bajo la piel. No, sin duda, no era nadie a quien pudiera reconocer, yo por lo menos. Tampoco me hizo sospechar el hecho de que Argos, su perro añoso y cercano a la muerte, se levantara del jergón donde el letargo lo consumía y se dirigiera a él moviendo el rabo. No, pensé que solo era fruto del azar, de la casualidad y de la compasión que el animal quisiera morir a los pies de aquel extraño.
Quise preguntarle por mi marido, por si las noticias de su vida habían llegado a sus oídos, pero no hubo ocasión hasta aquella noche. Fue él el que se dirigió a mí:
—Mi reina —dijo haciendo una reverencia—, ¿habéis solicitado mi presencia?
—Así es. Necesito saber. Quiero saber —le dije, creyendo que entendía mis palabras, pensando que conocía mi historia.
—¿Qué es lo que queréis que os cuente?
—¿Conocéis a Ulises, mi marido? ¿Habéis oído algo de él? Desde hace días su recuerdo me visita en mis sueños. Es algo recurrente y circular, presiento que algo va a ocurrir…
—Algo sé, mi reina. Los dioses hablan conmigo.
—Dime. Mi situación es delicada, el filo de la espada cada vez se hace más fino, más cortante. Debo elegir pretendiente. Es apremiante. La vida de mi pueblo depende de mí. Soy responsable —una extraña familiaridad me llevó a expresar mis preocupaciones.
—Él volverá, pero antes debes elegir.
—¿Cómo? ¿Cómo elegir al que ha de ser mi verdugo? Los detesto, los detesto a todos.
—Los dioses me iluminan y ellos me han contado al oído una historia.
—No me tengas en ascuas y dime qué te cuentan los dioses —le dije desconfiada.
—Mañana celebrarás un certamen. Manda a tus esclavos y advierte a todos los pretendientes.
—¿Un certamen? ¿Cantarán para mí? Así es como debo elegir marido… a un poeta, a un rapsoda. Creo que tus dioses se ríen de ti —le dije con sorna.
—No, mujer —dijo con un ternura familiar—, no lo has entendido. Un certamen bélico.
—¿En qué consistirá? —le dije amusgando los ojos, intentando colarme por las fisuras de sus ojos hasta su alma, queriendo comprender de dónde se desprendía aquella familiaridad inusitada.
—Debes darles el arco de tu marido, aquel que dejó aquí tras su marcha.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Los dioses. Lo soñé y tu hijo me lo confirmó.
—¿Y qué harán con él? —dije intrigada.
—Deberán tensarlo
—¡Pero eso es imposible! Nadie puede tensar ese arco— la sorpresa preñó mis palabras. Nadie era capaz de manejar aquel arco, ni siquiera Telémaco que lo custodiaba. Nadie, absolutamente nadie.
—Pero eso ellos no lo saben y debe seguir así, no se pueden enterar.
—Está bien… pero cuando los ciento ocho valientes que han dilapidado esta casa se den cuenta de que no pueden tensar el arco, clamarán justicia y ya están bastante calientes.
—Dejadlo en mis manos.
Al día siguiente, según mis instrucciones, los pretendientes se dieron cita en el salón del trono. Allí aquel mendigo extraño había dispuesto una hilera de hachas con un agujero en medio. Debían lanzar una flecha y atravesar todas las hachas. Un ejercicio a simple vista fácil, pues era algo habitual para los jóvenes que se ejercitaban en el ejército. La dificultad era otra, una que nadie sabía.
Cuando llegaron los hombres se jactaron de la simpleza de la prueba. Ufanos comenzaron a estirar los músculos a inspeccionar las hachas por si hubiera truco, a beber y reír. En medio de la sala yacía el arco de Ulises. Fue Telémaco el encargado de describir la prueba y de tender el arco al primero de aquellos hombres, un tal Adelos procedente de Duliquio.
—Este es el arco de mi padre —dijo Telémaco con solemnidad—. Aquel que sea capaz de tensarlo y atravesar estas hachas se casará con mi madre y reinará sobre Ítaca.
Ciento ocho veces fue tensado el arco, ciento ocho hombres no pudieron. Ciento ocho frustraciones que querían estamparse contra mí y mi reino.
—¡Esto es una trampa! —gritó uno.
—¡Ultraje! —gritó otro
—¡Otra treta más! ¡Cuánto más hemos de soportar!
—Dejadme intentarlo —dijo el mendigo.
Y todos rieron. Uno le pasó el arco.
—Aquí tienes, Hércules —se jactó de él.
Con acostumbrado arte el mendigo tensó el arco, disparó entre las hachas y comenzó una matanza. Ciento ocho flechas, ni una más ni una menos, necesitó, ciento ocho flechas guiadas por los dioses, ciento ocho fechas que mataron a los ciento ocho pretendientes y entonces sí. Allí apareció aquel hombre que había partido veinte años atrás: Ulises.
Los dioses nos regalaron entonces una noche eterna. Una noche donde nuestras almas se reconocieron y nuestros cuerpos volvieron a explorarse. Una noche en la que me contó sus aventuras, una noche en la que tuve que tragar la quinina de los celos, una noche que había inventado mil veces en mi cabeza, una noche que me dio la calma de la seguridad esperada, una noche en la que intenté redescubrir el amor que sentí por él aquel día que nos conocimos entre las columnas del Palacio de mi tío. Una noche en la que me di cuenta de que todas mis ilusiones eran mejores que aquella realidad. Una noche en la que tuve que aceptar otra vez mi sumisión, esta vez como esposa de un rey, pasar a segundo plano, olvidarme de regir los designios de ese pueblo, olvidarme de mi propia voz. Una noche en la que me di cuenta de que el amor no es suficiente, que las quimeras no alimentan la realidad. Que lo que cuentan son los días compartidos, los problemas solucionados al unísono, el equilibrio de dos personas haciendo malabares por la subsistencia. Una noche en la que los veinte años de ausencias acabaron por extinguir la llama de aquel amor infantil. Y me enfrenté a un amor maduro, esperando poder vivir los años venideros en compañía, en criar a los nietos, ya que al hijo no se pudo. Una noche que me enfrentó a fantasmas que pensaba que jamás debía enfrentar. Una noche en la que me sinceré sobre aquel amor ilícito que sentí una vez. Una noche que rompió la confianza que Ulises tuvo siempre puesta en mí. Una noche que me enseñó que en realidad éramos dos extraños que siempre vivimos a la sombra de una quimera. Una quimera que llamamos amor.
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