Ismael Martínez Biurrun nos cuenta sus impresiones antes, durante y después de la escritura de su nuevo libro. Invasiones (Valdemar) es un tour de force narrativo que reúne tres novelas cortas, tres segmentos de un presente en demolición donde un puñado de seres humanos se atrinchera ante el caos mientras arregla cuentas con sus miedos y sus culpas. En Zenda además hemos publicado un fragmento de la primera historia, Coronación.
Vértigo.
Me he resistido a mirarlo. Con todas mis fuerzas. Pero entonces le doy un ejemplar a mi buen amigo Ángel y lo primero que hace es señalar el índice de la colección. “¿Has visto?”, se asegura. Baste decir que en lo alto de la lista aparece Arthur Conan Doyle, y le siguen trescientos y pico del mismo pelaje.
Cuando empecé a escribir Invasiones no sabía que acabaría siendo el número 335 de la colección El Club Diógenes de Valdemar. Pero sí sabía que quería probar novelas de extensión lovecraftiana. Los llamados “grandes textos” de H. P. Lovecraft oscilan entre las 14.000 y las 40.000 palabras. Esa es una de las razones por las que no tuvo éxito en vida. Demasiado largos para un cuento, demasiado breves para una novela. Anticomerciales. Y, sin embargo, ahora sabemos que sus obras tenían exactamente la medida que debían tener, porque son inmortales. Chúpate esa, mercado literario.
Al mercado también le gustan los finales felices, cosa que no se le da muy bien al género de terror. Stephen King dijo una vez que éste es un género conservador porque la derrota del monstruo viene a reafirmar nuestros esquemas y convenciones. Pero lo cierto es que el orden previo nunca se recupera por completo después de la anomalía. ¿Qué garantías tenemos de que no se volverá a repetir? Todas nuestras certezas son provisionales.
La idea del libro era poner a un grupo de personajes ante el Acontecimiento, así, con mayúsculas. Comparar sus padecimientos íntimos con el mayor cataclismo imaginable y ver cuál de los dos polos ejercía mayor fuerza dramática. La apuesta obvia es que gana el planeta. Que reducir la perspectiva humana hasta hacerla irrelevante es fácil cuando hablamos de plagas, seísmos y colisiones de asteroides. Pero sucede que no es tan sencillo. Porque el ojo humano es tozudo. Nos explicamos el universo a través de nuestras inquietudes, y no al revés.
La primera de las tres nouvelles incluidas en Invasiones describe una plaga de langostas en Madrid. Una plaga bíblica, a todos los efectos. Me entrevisté con un profesor del departamento de Zoología de la Universidad Autónoma de Madrid y me dijo que la premisa era totalmente inverosímil. Que no existían antecedentes ni causas plausibles para que un enjambre masivo de langostas llegara hasta el centro de la península. Pero a mí solo me interesaban las langostas en sí mismas: qué comen, cuál es su ciclo reproductivo, qué ruido hacen. Los autores de fantástico no usamos la ciencia como tarima sino como trampolín. Nuestro proceso de documentación siempre es malintencionado y nos encantan las tesis disparatadas, desechadas o indemostrables. Que una plaga de langostas invada Madrid. Que un hongo extraterrestre viaje a bordo de un meteorito durante milenios, estalle al contacto con nuestra atmósfera y termine infectando el cerebro de un hombre cualquiera. Cosas así.
Casi nunca sé cómo terminarán mis novelas cuando empiezo a escribirlas. Aunque tengo sospechas. Malos augurios, por lo general. Mis personajes se enfrentan a situaciones horribles, y no suelen tener madera de héroes. Al mercado le gustan los héroes. Tch.
La segunda de mis historias se titula El color de la tierra y trata de una sustancia que emerge de la corteza terrestre, alterando el comportamiento de todo el mundo y en particular el de un puñado de personajes aislados en una urbanización turística. En realidad trata de cosas más normales, de amores perdidos y vidas estancadas, pero el escenario se impone. Ocurre a menudo en el género: al literalizar la metáfora perdemos de vista su significado. Como es obvio, mi título se inspira en El color que cayó del cielo, de Lovecraft. ¿Qué tiene el púrpura que nos resulta tan inquietante, tan espantosamente erróneo? M. P. Shiel debió preguntárselo ya en 1901, cuando tuvo que escoger el color de la nube que asolaba el planeta en su novela fundacional del apocalíptico (con permiso de Mary Shelley, siempre).
Pero no solo de clásicos vive el género. Hay libros de terror de los últimos treinta años que deberían entrar en el canon de literatura: Los libros de sangre, de Clive Barker y La casa de hojas, de Mark L. Danielewski, por nombrar dos a bote pronto. Deberían incluirse como lectura obligatoria en los institutos, qué diablos. Si lo siniestro es condición y límite de lo bello, como decía Eugenio Trías, ¿qué mejor herramienta que la literatura de horror para explorar esos límites y entender el atractivo del abismo? Se lo pasarán en grande, encima.
El tercero de mis relatos, ya lo he dicho, trata de hongos que llegan del cosmos. Pero en realidad, no. La masculinidad desafiada es uno de mis temas recurrentes, al parecer, aunque me niego a saberlo antes de ponerme a escribir. Quien hace esto mucho mejor que yo es Jon Bilbao. Lean Estrómboli. Y si se trata de transformar los miedos de nuestra sociedad en metáforas carnales y viscosas, lean mejor a Anna Starobinets: Una edad difícil, La glándula de Ícaro.
Al mercado le gustan los mensajes nítidos y edificantes. Los libros que te hacen mejorar como persona. Y la glorificación de la naturaleza. Pero a mí me interesa la naturaleza que no se presenta como amiga ni como paraíso perdido, sino como caja amplificadora de los infiernos mentales. Qué envidia, lo que hace David Vann en Sukkwan Island. En mis Invasiones, la naturaleza es una fuerza desbocada e indiferente a la desgracia humana, ni siquiera vengativa. El planeta no nos pide que lo cuidemos mejor. El planeta es una roca infestada de vida que rueda por el espacio y nosotros solo una de sus muchas floraciones esporádicas, aunque con delirios de protagonismo.
Protagonismo. Los autores de género siempre estamos reclamando que nos incluyan en suplementos y programas con el resto de literatura, pero luego nos encanta juntarnos en festivales para hablar de lo nuestro y hacernos mimitos. Por ejemplo, en el Festival Celsius 232 de Avilés. El próximo julio se podrán escuchar allí las voces de —entre otros— Guillem López y Emilio Bueso, que me anteceden en el vertiginoso índice de El Club Diógenes y son quizá los más claros exponentes de hasta dónde puede llegar la literatura no realista en este país. Pero somos legión; desde los más visibles en grandes sellos, hasta los que se calan el casco de minería y se meten a descubrir nuevas vetas en el subsuelo editorial. Nunca hubo un elenco de autores y un público más desprejuiciado hacia el género por estos lares. Luego el mercado ya tal.
Dicen que Joe Hill también vendrá al festival. Su padre es el culpable de que muchos de nosotros escribamos lo que escribimos, incluido el propio Joe, que tiene exactamente mi edad. Nosotros nos criamos con los libros de King y las películas de Spielberg; eran historias luminosas, a pesar de todo, y es difícil saber por qué ahora nuestros relatos se han ensombrecido tanto. Como si hubiéramos dejado de creer en algo sustancial, pero qué.
Una certeza: tengo los dos mejores lectores cero del mundo. Son también escritores, claro. La primera se llama Isabel González y no le interesa lo más mínimo el género, pero sabe cantidad de cosas sobre los oscuros bosques del alma. (Ella odia el final de uno de mis relatos, pero no ha conseguido que lo cambie). El otro es David Jasso, que conoce mejor que nadie los mecanismos del suspense y sufre de dispatía ocasional, lo que le permite ser brutalmente sincero. Me golpean desde flancos opuestos y duele bastante, pero también me ayudan a levantarme cuando caigo en la lona.
Soy tan poco original en mis rutinas que incluso creo listas de Spotify con el título de la novela que estoy escribiendo en cada momento. A veces incluso se me deslizan algunas canciones dentro del texto, lo que queda fatal, casi siempre. Pero es que algunas melodías te persiguen hasta volverte loco y te las tienes que quitar de encima. Esta vez ha sido Who loves the sun, de la Velvet. Pa pa pa pa… Adictiva y espeluznante.
Se trata de buscar lo sublime en el horror, si tal cosa es posible. Se trata de proceder al descortezamiento del mundo, en palabras de John Clute; dar con la revelación que quiebre nuestra falsa realidad y nos descubra la espantosa verdad que se oculta debajo. No es extraño que los personajes de estos cuentos terminen locos o muertos. Ni que la literatura de horror se mueva siempre por los márgenes de la comercialidad.
Se trata, en definitiva, de experimentar ese vértigo. Todos los buenos libros lo consiguen, no importa el género. Te hacen sentir como un alpinista encordado a otros mil en la pared más escarpada de la Tierra. Pequeño, conectado, frágil, vivo. Y entonces, cuando miras hacia abajo…
Vértigo.
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