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Pequeñas batallas, de Luz Gabás

Pequeñas batallas, de Luz Gabás

Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. Luz Gabás narra en «Pequeñas batallas» las luchas contra las tropas napoleónicas en el Alto Aragón.

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Cerler, Alto Aragón, finales de marzo de 1809.

Zilia no sabe qué hacer para calmar a su amado, que, sudoroso, con el rostro encendido y los dientes apretados, lanza pestes contra el mundo y piedras contra los árboles y los muros, sin dejar de ir y venir por el estrecho camino que discurre ante la ermita. Sentada en un saliente de piedra en la pequeña galería que protege la puerta de entrada y que ha salvado a más de un pastor de un inopinado chaparrón, Zilia cuenta los nudos de los maderos que sostienen la techumbre a dos aguas, a la espera de que escampe el temporal. Tarda un buen rato en atreverse a decir:

—Espero que san Pedro no tenga en cuenta todo lo que sale de tu boca.

Josef se detiene en seco, se rasca la cabeza, da una última patada a un guijarro y se le acerca.

—¡Que dice que soy demasiado joven, Zilia! —repite, ahora con más frustración que rabia—. ¡Si le saco una cabeza al sargento ese!

—Es que lo eres.

Josef extrae un librillo visiblemente manoseado del bolsillo trasero de sus calzones y pasa varias páginas, señalando los pasajes que se sabe de memoria.

—Tú, que tanto lees, sabes qué dice aquí. ¿Acaso no perderíamos la religión católica si mandara el demonio de Napoleón? Sí, porque habría en España judíos, moros, herejes de todas clases y ateístas. ¿Y la libertad? También. Porque todos los hombres desde diez —enfatiza este número— hasta cincuenta años irían desposados a servir en los ejércitos de Prusia, Alemania, Nápoles y Turquía… ¿Para que se me lleven preso sí que tengo edad, pero para luchar por mi patria no? —Suelta un bufido y sacude la cabeza—. Deberías estar tan preocupada como yo —señala otro fragmento—. Está en juego la felicidad de España, la seguridad de nuestra religión, de nuestra monarquía, de nuestras leyes, de nuestros bienes, de nuestros derechos…

Como sus padres le enseñaron a leer, Zilia conoce el contenido de esos catecismos que mezclan religión y política. A su juicio, si inciden en clasificar como alta traición el hecho de excusarse de acudir a la lucha, es porque hay más personas como ella, que no sienten ninguna inclinación por la guerra. Apasionada de la lectura y la observación de la naturaleza, es de carácter tranquilo, comprensivo y compasivo, todo lo contrario que el impetuoso y arrojado Josef.

—Otras guerras han sucedido a lo largo de la historia y aquí no se ha acabado el mundo. Esto está lejos de todo. Aquí todo tarda en llegar, lo bueno y lo malo. —Zilia se refiere sobre todo al pueblo natal de ambos, Cerler, el más alto de los cuatro lugares (Cerler, Benasque, Anciles y Eriste) que gobierna el mismo ayuntamiento de Benasque, en el norte del antiguo condado de la Ribagorza.

Josef la mira fijamente, pensativo, como si tratara de reconocer no ya a su novia, sino a la amiga de su infancia. Su prudencia, beneficiosa para ambos ante la tentación de una travesura infantil, comienza a irritarle.

—Hasta ahora, hemos ido de la mano con los franceses. Ahora es distinto —señala hacia las montañas circundantes, una inmensa sierra de piedra con dientes desiguales que traza la frontera con Francia—. Nuestros vecinos quieren quedarse con lo que es nuestro. Nos mintieron cuando las tropas imperiales de Napoleón entraron en España con la excusa de invadir Portugal y aprovecharon para ocupar las ciudades, quitar a nuestro rey e imponernos al suyo. ¿No te llena de orgullo pensar en cómo los madrileños se levantaron el año pasado en Madrid contra los franceses? ¡Toda España está en armas contra ellos! ¿Acaso no sabes lo que hacen allá por donde pasan? Violan a las mujeres, asesinan, roban comida y animales de tiro a los pobres campesinos… ¿Cómo no te hierve la sangre sabiendo lo que hicieron en Zaragoza?

Se calla súbitamente, con la pretensión de que Zilia reflexione sobre lo sucedido allí. Por todo el valle ha circulado el contenido de las cartas de los jóvenes cadetes y oficiales que participaron en el infierno de enfermedad, hambre y muerte del sitio de Zaragoza del verano anterior y en el de comienzos de ese mismo año y que terminó con la capitulación de la ciudad en febrero, hace poco más de un mes. Al oeste, también Jaca acaba de caer en manos de los franceses. Ya solo es cuestión de tiempo que estos lleguen al valle y tomen el castillo, que está solo a cuatro leguas de la raya con Francia. Cuesta comprender el ritmo de la guerra: Benasque todavía no pertenece a los franceses, y en otros lugares, según dicen, ya ha comenzado la reconquista. Tal vez Josef no se preocuparía tanto si allí no hubiera un castillo y el valle no fuera un lugar de paso de personas, mercancías y ejércitos que comunica Aragón con Francia y Cataluña.

Zilia compara mentalmente las relaciones entre los países con las de los vecinos: son tan frágiles que incluso los mejor avenidos dejan de hablarse de un día para otro y comienzan a odiarse. Por un palmo de tierra, por un derecho de paso, por unas vacas comiendo en otros pastos, por unas manzanas robadas, por un súbito ataque de envidia. Por eso le inquietan las palabras de Josef. Cómo no van a hacerlo. Francia está a apenas unas horas de camino a pie. Gran parte de los objetos que se venden en el mercado provienen de allí. Existe un contacto estrecho con familias de comerciantes del otro lado de esas montañas que parece que casi se pueden acariciar con la mano. En los meses más crudos del invierno, cuando las nieves impiden faenar en el campo, hombres de Benasque y Cerler trabajan en la tierra baja de Francia para ganar dinero. Gracias a esos viajes, su padre habla algo de francés y conoce a familias francesas con nombre y apellidos. Zilia se atrevería a asegurar que allí también hay jóvenes como ella que maldicen este conflicto nacido de la mente de un loco ambicioso que ha trastocado la paz de sus vidas y que ha lanzado a jóvenes de países hermanos a los brazos de la muerte. No quiere darle alas a Josef. No quiere que participe en ninguna guerra. Sueña con casarse y formar una familia con él. Se conocen desde niños. Josef es fuerte y apasionado. Sabrá llevar bien una casa. Y hablan de todo con confianza.

Le arrebata a Josef el catecismo civil y busca la pregunta que tantas veces se ha hecho ella, por cuanto su respuesta choca con lo que le han enseñado sobre el pecado. El quinto mandamiento de la santa madre iglesia dice: «No matarás». Ella no mataría ni moriría por las decisiones de otros. Mira fijamente a Josef. Lee:

—«¿Será pecado matar franceses? ¿Jóvenes como tú y como yo?».

Josef responde sin dudar; ha memorizado cada palabra.

—«No, señor; antes bien se merece mucho si con eso se libra a la patria de sus insultos, robos y engaños» —le sostiene la mirada antes de añadir—. En Zaragoza también lucharon mujeres. Debemos estar todos preparados.

Zilia no dice nada, pero sus labios apretados y su leve encogimiento de hombros revelan que no le interesa el tema. Josef concluye, con un tono de voz duro, decepcionado:

—Solo tengo catorce años, pero disparo mejor que mi padre. Formaré parte de la historia que cambiará el mundo.

Zilia se pone en pie y se le acerca.

—Lo que me preocupa de verdad es que te pase algo.

Él la envuelve con sus brazos, pero ella percibe que su mente está en otro sitio. Un súbito viento azota las hojas de los fresnos, nacidas durante el derretimiento de las nieves.

Josef se inclina y deposita un suave beso en los labios de ella.

—Es tarde. Regresemos.

Zilia camina por el sendero tras la figura alta y desgarbada de Josef hasta poco antes de las primeras casas del pueblo. Allí se separan para que nadie sospeche que han estado juntos y solos.

 

Josef ha tomado una decisión. En casa, durante la cena, tiene que controlar su excitación. Sus padres, que no quieren que participe en la guerra, parecen aliviados porque no lo hayan aceptado como voluntario en el castillo, pero no comentan nada para no herir más su orgullo. Por la noche, cuando todos duermen, Josef prepara un hatillo con una muda de ropa y algo de comida y se acuesta, aunque no puede pegar ojo. Dos horas antes del amanecer, aprovechando el profundo sueño del resto de la familia y el azote del viento que hace crujir todos los objetos de madera con los que se encuentra a su paso, abandona la casa, baja por uno de los tres callejones que parten de la única calle que atraviesa Cerler y toma el camino que desciende hasta la cercana Benasque.

Conoce bien el terreno y nunca le han dado miedo los inquietantes murmullos, sombras y súbitos movimientos de la noche por los prados, cuando a otros los pasos o resoplidos de un animal en la oscuridad les encoge el corazón y les desboca la imaginación. Rodeada por colinas, a un tiro de fusil de las últimas casas al norte del pueblo, surge la tenebrosa silueta de una edificación amurallada de unas ciento veinte varas de largo por cincuenta de ancho, con un pequeño puente levadizo sobre un foso poco profundo. A la luz de la luna distingue la silueta de la torre, que se yergue en la plaza de armas, y las oscuras moles del torreón redondo, el baluarte de poniente y la muralla, con sus troneras y aspilleras. Tiene la precaución de abandonar el camino; da un rodeo por unos campos todavía sin labrar y entra en Benasque, la población más grande e importante del valle. Allí viven unas mil seiscientas almas repartidas en casi doscientas casas y siete calles. Hay dos iglesias parroquiales —las de san Martín y santa María—, ayuntamiento, cárcel, peso y lavadero de lanas.

Camina a paso ligero por las estrechas callejuelas cercanas a la iglesia de santa María y se dirige a una pequeña casa de piedra mal encalada y con una puerta de entrada cuyo dintel es demasiado bajo para un hombre de estatura media. Espera hasta percibir una tenue luz de candil y una sombra en movimiento a través de la ventana del primer piso para atreverse a golpear una vez con la aldaba. Al poco, la puerta se entreabre y reconoce a Berot, un hombre de veintipocos años con la piel muy curtida para su edad.

—Me sumo a vosotros —dice Josef, con firmeza y el corazón palpitante.

Berot se percata de su hatillo y esboza una sonrisa. No es el primer adolescente impulsivo que huye de casa y llama a su puerta.

—Esto no funciona así, pero entra.

Después de someterse al largo interrogatorio de Berot, Josef sabe que, aunque se ha despedido mentalmente y con cierta tristeza de su familia y de su casa, debe volver a ella y seguir con sus actividades cotidianas hasta que reciba el aviso de acudir al lugar de encuentro de la banda de guerrilleros que opera al margen de los militares.

Frustrado y expectante, Josef cuenta los días y las semanas hasta que una mañana de agosto, mientras da vuelta con una horca a la mies segada para que se seque, aparece el mismo Berot a caballo. Josef se separa de su familia para acercársele y conversan unos segundos.

—¿Qué quiere ese de ti? —le pregunta su padre, que lo ha reconocido.

—Hay movimiento al otro lado de la frontera. Conviene que todos, solteros y casados, estemos preparados.

No añade que a él lo ha citado al amanecer. Su padre sacude la cabeza y se apresura a retomar la faena. Su intuición anuncia tormentas.

—Más le valdría trabajar y dejar la guerra para los soldados.

—Está usted equivocado si piensa que con la guarnición de Benasque basta para defendernos de los franceses.

—Te prohíbo que vayas.

Josef no responde, pero de nuevo prepara sus cosas y abandona su casa en mitad de la noche.

Cuando al amanecer llega a los bosques del fondo del valle, justo al pie de las montañas tras las que está Francia, reconoce de vista a varios jóvenes de pueblos cercanos, con los que ha coincidido en el mercado o en alguna fiesta popular, armados con sables, fusiles, espadas, pistolas o mosquetes. Solo Berot y sus más allegados van a caballo. A él le entregan un fusil y un cuerno con pólvora. Comienzan a ascender hasta la cima, que alcanzan ya cuando la visibilidad es completa. A partir de allí, el territorio es francés.

—¡Ahí están! —grita Berot.

Serpenteando por una empinada pendiente, una hilera de soldados avanza lentamente, sin percatarse de la presencia de los españoles en las alturas. Cuando los tienen a tiro, Berot da la orden de disparar. A Josef le tiembla el pulso unos instantes antes de apretar el gatillo. Falla el primer disparo, pero recarga el fusil, respira hondo y vuelve a disparar. Ve que cae al suelo un hombre que otros recogen y arrastran. No sabe si lo ha matado, pero no siente ni pena ni remordimiento. Los franceses se retiran.

—¿Habéis visto algún soldado español? —grita Berot exultante—. ¡Yo no! ¿Cómo es que nosotros estamos aquí y ellos no? ¡Porque nosotros protegemos lo que es nuestro y ellos son unos mandados sin cojones, que solo se mueven cuando no queda más remedio, y por obligación! ¡Se han retirado ahora, pero volverán y serán más y más hasta que nos conquisten!

Tras este episodio, Josef ya no regresa a casa. Berot tiene razón. Hay que seguir vigilando la frontera y por el sur. Los franceses no van a cejar en su empeño de tomar el castillo y la población de Benasque para controlar el Pirineo central. Durante las semanas siguientes, Josef pasa hambre y siente frío al dormir sobre el suelo húmedo de los bosques. Los días se suceden en una monotonía de especulaciones a la espera del momento de actuar. Esa es la vida del guerrillero. Siempre en alerta. Come lo que puede cazar a cuchillo para no revelar su ubicación o lo que requisa por los pueblos. Ya ha comprendido que eso no es robar, sino apoyo a la causa. De algo tienen que vivir los que luchan por la libertad de los demás. Se desplaza a pie de norte a sur por la comarca hasta que consigue un caballo. Cabalga junto a un joven llamado Juan, de la población de Anciles, a un tercio de legua de Benasque. Pronto se hacen amigos. Juan tiene más voluntad que habilidad, pero es buen conversador. Gracias a su compañía el tiempo pasa más deprisa y Josef lleva mejor la ausencia de Zilia. La echa mucho de menos, más de lo que pensaba, pero se convence de que también lucha por ella y por su futuro juntos. La ama y será su esposa y la madre de sus hijos. Es lo único que importa. Aunque ella no quiera que luche; aunque sean diferentes.

Su grupo se junta con voluntarios de los valles vecinos catalanes en la parte media de la comarca y durante días tienen en jaque al ejército imperial, aunque finalmente son obligados a dispersarse y huir a los montes. A pesar de la derrota, Josef se siente optimista. Ninguno de los suyos ha muerto y, si han tenido tan cerca la victoria, no es descabellado pensar que la próxima vez pueden vencer.

Por otros guerrilleros está al tanto de lo que ha sucedido en otros lugares. En valles vecinos del oeste, las fuerzas francesas cometen tropelías e incendian casas de paisanos. Berot les repite las mismas palabras de los otros líderes de guerrilleros del Pirineo: «Por cada casa incendiada en España, reduciremos a cenizas un lugar de la Francia, y por la contribución de una libra francesa, exigiremos la de sesenta». El empeño de los montañeses en hostigar a los franceses, sin embargo, no impide que estos vayan ganando territorio en otoño por el sur y el oeste hacia el norte. Una vez han tomado la capital de la comarca, ya nadie habla de alguien lejano y legendario como Napoleón sino de hombres concretos —Octavien Lapayrolerie o Maurice Roquemaurel— que ofrecen mil duros por cada cabecilla de los guerrilleros o exigen por escrito al alcalde de Benasque que se rinda. Pero Benasque no claudica y los franceses irrumpen en el valle la mañana fría y soleada del 23 de noviembre desde el vecino valle de Gistaín.

La partida de Berot les hace frente en el llamado puerto de Sahún, pero esta vez tampoco pueden frenarlos. En el intercambio de disparos, Juan resulta herido. Josef lo carga en su caballo, lo lleva a su casa de Anciles y pasa la noche en el bosque cercano. Otros compañeros traen noticias de que al gobernador del castillo no le ha quedado otra opción que rendir la fortaleza, dar libertad a la tropa y jurar fidelidad al nuevo rey francés, hermano de Napoleón.

Las cosas no pueden ir peor, piensa Josef, frustrado. Benasque ha caído en manos de los franceses y Juan, su amigo de correrías, fallece el primer día de diciembre a consecuencia de las heridas. Berot les ordena que se dispersen, que se escondan donde puedan hasta que se tomen nuevas decisiones.

Josef regresa a casa y sus padres permiten que viva oculto en el pajar. No se lo dicen a nadie, porque en esos tiempos de represalias, nadie se fía de nadie.

 

Los padres de Zilia discuten por todo, pero en algo están de acuerdo: no quieren que su hija tenga nada que ver con Josef.

Los franceses, al mando ya del valle y de la villa y castillo de Benasque, castigan severamente a los que han ayudado o son sospechosos de ayudar a las tropas españolas; pero también llegan noticias de que, en otras partes de la comarca, los afrancesados o los que han jurado fidelidad al nuevo rey francés, aunque sea a la fuerza, son ejecutados por los guerrilleros y sus bienes confiscados. Lo mejor es no opinar, no moverse mucho fuera de las propiedades de cada casa, continuar con las labores cotidianas del campo y del cuidado de los animales domésticos como si no pasara nada.

Zilia sabe que resulta difícil mantenerse al margen. Algunos en el valle quieren llevarse bien con los franceses, que son los que mandan. Otros los odian, pero se guardan bien de manifestarlo. Ella simplemente ama a Josef, que pertenece ahora al bando de los perseguidos, y quiere verlo con la asiduidad de antes, pero tiene que conformarse con ratos muy breves, siempre a escondidas en el pajar donde Josef se oculta entre viajes, cuando él logra avisarla, agotando ella las excusas, de camino al lavadero o a casa de alguna vecina a pedir un favor, con el invierno ya encima, cuando muy pocas personas transitan por las estrechas calles de Cerler cubiertas de nieve.

En las veladas compartidas con los familiares cercanos, Zilia se entera de que, aunque allí parezca que los días pasan con relativa tranquilidad, el grupo de Berot al que pertenece Josef ha vuelto a las andadas. Los guerrilleros realizan ataques periódicos durante todo el año de 1810, especialmente contra las unidades de intendencia encargadas de aprovisionar el castillo, por lo que los franceses tienen que enviar tropas de refuerzo desde la localidad francesa de Luchon para garantizar los suministros.

En los dos años siguientes, Zilia se acostumbra a esperar el mensaje de Josef para poder verse; se acostumbra a los ardientes reencuentros y a las tristes despedidas. No hace caso a sus padres, que la advierten de que está dejando pasar buenas opciones de matrimonios por su obstinación. No hace caso a sus amigas, que le auguran un negro futuro con un hombre que nunca está y, lo que es peor, que se ha acostumbrado a no pertenecer a un mismo lugar. Más temprano que tarde, la guerra terminará, se repite. Y cuando eso suceda, ya se encargará ella de que Josef olvide los duros días de monte y frío y vuelva al calor del hogar y de un lecho de lana. Calcula que será pronto porque, entre los veranos de 1812 y 1813, los aliados ingleses y españoles, con un tal Wellington al frente, van derrotando a los franceses y forzándolos a retirarse y perder territorio. Lo que sucede en puntos como Zaragoza y Vitoria se repite en lugares tan pequeños y apartados como Benasque. Los franceses ya no campan a sus anchas por el valle porque son ahora las compañías españolas las que empujan desde el sur. Los guerrilleros ya no son unos bandoleros que actúan por su cuenta, sino que se han estructurado de modo militar. Forman parte de los héroes que luchan por echar al invasor. Josef es uno de esos héroes. Su Josef es un héroe.

A principios del año 1814, cada semana corren nuevos rumores. Las tropas aliadas han vencido en el lado francés de los Pirineos. Napoleón ha pedido la paz. El rey Fernando VII ha sido restaurado a su trono y ha podido regresar a España. La situación del ejército francés en Aragón es desesperada. Las plazas de Jaca y Monzón han sido tomadas. ¿La guerra ha terminado? Eso parece; pero entonces, ¿por qué siguen luchando en Benasque?

Se lo pregunta a Josef una mañana de marzo de 1814. Se encuentran en la ermita, esta vez por casualidad. Zilia ha llevado a apacentar a unas cuantas ovejas, con sus corderillos recién nacidos, a un prado cercano y Josef ha aparecido a lomos de su caballo. Se han abrazado y besado. Han bromeado y se han reído. Se sienten como aquellos adolescentes de catorce años, aunque ahora tienen diecinueve. Cinco años de encuentros intermitentes en un contexto de conflictos y batallas los han curtido y endurecido. Sueñan con que todo acabe ya de una vez y puedan casarse.

—No sé yo si podré casarme con la hija de un traidor —bromea Josef, sin soltarla—. Tu padre ha trabajado de guía para los franceses.

—Un par de veces y por obligación, porque habla francés —replica ella, sin enfadarse. Sabe que él ha comprendido que no tuvo opción—. También te odiaron a ti cuando exigías comida y dinero. Nunca llueve a gusto de todos. Quiero que esto acabe. Si es cierto que Napoleón quiere la paz, ¿por qué tienes que seguir luchando?

—Porque no me detendré hasta que el último francés abandone nuestro castillo.

—¿Y cuándo será eso?

—Ya queda poco. Han volado el puente de Eriste y la iglesia de San Martín a la desesperada. La guarnición mantiene a duras penas el control de la villa. Están desmoralizados, pero el comandante es tan obstinado como lo fue Palafox.

—Que acaben otros la guerra. Quédate en casa.

—Ya me conoces. No me gusta dejar una faena sin terminar.

Se inclina sobre ella y la besa apasionadamente, como si quisiera recuperar los besos perdidos en los últimos años, como si quisiera sellar la promesa de que nunca más se separarán.

Hay noticias que tardan semanas o meses en saberse —y en su mayor parte se reciben con prudencia y recelo hasta que el transcurso del tiempo, la coincidencia de varios informantes y la realidad las torna creíbles—; pero la noticia sobre Josef llega a Cerler al atardecer del mismo día de su muerte. Cuando descargan a medianoche su cuerpo sangriento del mulo para entrarlo en la casa, entre los lamentos de sus familiares, ya no le es posible a Zilia aferrarse a la incertidumbre que, en otras ocasiones, ha mantenido viva su esperanza en esos años de guerra. Al borde del desmayo, llora en silencio agarrada del brazo de su madre, que no ha dudado en acompañarla porque hace tiempo que sabe y acepta que Zilia nunca querrá como marido a otro que no sea Josef.

—Un disparo de fusil desde el castillo —explica el dueño del mulo, un vecino de Benasque—. Al amanecer, los soldados del 8º Regimiento de Navarra han tomado la villa. Han muerto un teniente y varios soldados de los nuestros. La guardia francesa ha tenido que replegarse hasta el fuerte —hizo un gesto con la cabeza en dirección a la casa donde habían entrado el cuerpo de Josef—. Mala suerte ha tenido el pobre chaval. Dicen que, con la euforia del momento, se expuso demasiado.

«¿Quién le mandaba a estas alturas hacerse el héroe?», se repite Zilia. «Por tan poco tiempo, por tan poco…».

—Entonces, ¿ya no se ve ningún setuyén por las calles? —le pregunta otro hombre al del mulo. El nombre de los grandes capotes de los franceses ha quedado como mote para referirse a ellos.

—Ninguno. Ahora están todos encerrados en el castillo como ratas.

Zilia no puede hablar. Ni en ese momento ni en los días siguientes. Lo cercano le resulta ajeno, borroso. Pasa el tiempo encerrada en su habitación, mirando sin ver por la ventana. El desconsuelo se ha convertido en odio. Su madre le cuenta que los franceses, acantonados en el fuerte, resisten y se defienden bombardeando las posiciones españolas. Los españoles trabajan codo con codo con voluntarios. Ya no hay soldados y guerrilleros, sino una masa de hombres unidos por un fin común. Hacen trincheras en posiciones más altas, en pequeños prados por encima del castillo, lo que les permite dominar las entradas y las salidas de este.

Su madre le dice que pronto terminará la guerra y que el tiempo curará las heridas; pero Zilia sabe que la suya la desangrará. No puede borrar de su mente la imagen del cuerpo de Josef sin vida, como un saco, sobre la mula. Necesita venganza, aunque nada pueda hacer.

 

Dos semanas después de la muerte de Josef llegan a Benasque dos morteros, dos cañones y un obús. Los ubican en un prado sobre el castillo. Algunos de Cerler bajan para observar las maniobras, como si fuera la escena final de una representación. Zilia también va. Quiere ver cómo matan a quienes han terminado con sus ilusiones. Cuenta ciento cincuenta disparos de balas, obuses y granadas. Queda derruida parte del muro, la techumbre del cuartel de artillería y la puerta de entrada. Se oyen lamentos, luego hay heridos. Zilia quiere que mueran todos, que no quede ninguno vivo.

En los días posteriores se suceden los bombardeos. Resultan dañados la cocina, la acequia que abastece de agua la cisterna, la torre del homenaje, algunos cuarteles y el alojamiento del gobernador. Resultan heridos un capitán de la Guardia Nacional y tres soldados, y dicen que uno ha muerto. Una bomba alcanza un ángulo de la torre. Otro cañonazo destruye parte de la bóveda que corta el canal que abastece de agua a la cisterna. Los distintos cuarteles son un montón de escombros inhabitables.

Corre el rumor de que los franceses carecen de cirujanos y de medios para atender a los heridos; corre el rumor de que los oficiales franceses quieren que el comandante Placide Fouque negocie con los españoles la capitulación. Un oficial francés parlamenta con el coronel español, pero Fouque no acepta las duras condiciones que aquel impone. Nuevas bombas destrozan los muros y la enfermería, pero el fuerte no se rinde. Corre el rumor de que la tropa trama abandonar sus posiciones y desertar.

Anochece y Zilia no se mueve del pedregal desde donde contempla la batalla final. Sus padres, incapaces de librarla de la pena que la corroe, le han puesto como condición que acuda a dormir a casa cada noche. No siente ni el frío de las nieves de las cumbres que reparte el viento por prados y pueblos. No siente nada desde la muerte de Josef. Oye los gruñidos de un animal y permanece quieta. No le importaría ser devorada por un lobo y dejar de sufrir.

A pocos pasos distingue la figura de un hombre encorvado que se tambalea y cae de bruces. Un impulso la lleva hasta él. Reconoce la guerrera azul, andrajosa, y los pantalones blancos, rotos y sucios de sangre y tierra, de un soldado francés. Lo observa sin tocarlo.

Cuando él alza el rostro con dificultad, Zilia ve a un joven de su edad que le suplica ayuda en francés y en español. Podría ser el mismo que disparara a Josef dos semanas atrás, piensa con odio. Mira a su alrededor y elige una piedra del tamaño de una col. La toma con ambas manos y la levanta sobre la cabeza del soldado mientras murmura las palabras que le repetía Josef: «Hay que proteger lo nuestro: la familia, la casa, nuestro pueblo, nuestra forma de vida, nuestras tradiciones… Seremos inspiración para otros pueblos. Aquí no tenemos un gran ejército, ni lo necesitamos. Ya estamos nosotros para proteger lo nuestro». ¿Qué ha hecho ella en todos estos años mientras Josef luchaba por su tierra? Nada. Ahora puede colaborar librando al mundo de un asqueroso francés. El joven emite un suspiro desgarrado de derrota y apoya la cabeza sobre la tierra, esperando su final. Con un rugido, Zilia deja caer la piedra a su lado. Un rayo de luz se ha abierto camino en las tinieblas de su entendimiento. «No matarás».

El joven tiene su misma edad. Unos padres, una familia. Tal vez una novia esperándole en algún pueblo de Francia tan pequeño como el suyo. Va a por su bota de agua, que ha quedado en el pedregal. En silencio, ayuda al muchacho a girarse e incorporarse. Le da de beber. Le quita la guerrera y la camisa. Le limpia la herida del costado y se la venda con la tela de su sayalejo. Le da de comer un poco de pan con queso y vigila su sueño durante la noche.

Poco antes del amanecer lo acompaña hasta una zona que solo conocen los lugareños y le indica el camino a Francia. Tendrá que andar unas tres horas y atravesar luego esas montañas en las que todavía persiste la nieve de abril. No sabe si resistirá, pero debe intentarlo. Los españoles están centrados en el castillo; tal vez se encuentre con otros franceses que huyen como él.

Pocas horas después, el comandante francés acepta la capitulación. Se ha dado cuenta de que no tiene sentido este lento goteo diario de muertos, heridos y deserciones. La guarnición francesa sale del fuerte con honores de guerra la mañana siguiente, 24 de abril, y parte para Francia con sus armas y bagajes. Zilia se pregunta si en el camino recogerán al soldado herido o si lo detendrán por desertor.

Cuando llega la calma, Zilia, como todos, se entera de que Napoleón ya había abdicado cuando se produjo la última batalla de la toma del fuerte de Benasque; una batalla que no tendría que haber sucedido. Josef podría estar vivo.

Poco después, Zilia, como todos, se entera de que el rey Fernando VII ha restaurado el absolutismo. Las aguas vuelven a su cauce. España tiene a su rey español. Los nuevos catecismos políticos insisten en la unidad. Repiten que, como todos, ella es española por la gracia de Dios y por la Constitución de la monarquía. Con el paso del tiempo, Zilia aprende que también hay defensores y detractores del absolutismo y sospecha que ese pueblo unido que ha luchado por la independencia frente al invasor puede tomar de nuevo las armas para luchar por la libertad frente a la tiranía.

Estas conversaciones ya no le interesan a Zilia porque no las puede comentar con Josef. Se ancla al pasado. Prefiere leer que la guerrilla de la que formó parte Josef se ha convertido en inspiración para otros lugares del mundo, ha animado a quienes resistían a los franceses en otros territorios extranjeros e incluso ha inspirado a escritores ingleses.

Sus padres, preocupados por ella, le repiten que la vida sigue.

Crecen cada año las cosechas de heno, centeno y algo de trigo. Paren las vacas y las ovejas terneros y corderillos. Crecen las ramas que arderán en los hogares y las hojas de fresno que alimentarán a los conejos. Se casan sus amigas y fundan nuevas familias. Se celebran bautizos. Se cavan tumbas. Los franceses y los españoles retoman sus negocios en tierras fronterizas.

Zilia reconoce que todo continúa como siempre, pero su mirada ha cambiado. La gran guerra contra los franceses ha terminado hace tiempo, pero ella no ha sentido la paz.

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Autor: VV.AA. TítuloLas luces de la memoria. Relatos de España en la historia de EuropaEditorial: Zenda. Disponible enKobo y Fnac

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