Los 4 Fantásticos fueron los primeros, pero después llegó el Hombre Hormiga. La creación del mítico Stan Lee en compañía de Larry Lieber (hermano del primero) y Jack Kirby llegó en 1962, al principio de una década donde la entonces diminuta Marvel, antaño llamada Timely (y después Atlas) cambió sin saberlo el curso de la historia del entretenimiento. Ahora, con el estudio homónimo copando la taquilla y la fatiga de superhéroes planeando sobre un Hollywood consagrado a las franquicias, el panorama es ridículamente distinto. Lo es en cuanto a venta de cómics, probablemente diminutas en comparación con la de entradas de cine, y desde luego nada que ver con la Edad de Plata generada por el propio Lee en los cincuenta y sesenta. Marvel Studios copa ahora el mercado, pero a través de las películas que desde el primer Iron Man (2008) han levantado un imperio millonario desde prácticamente cero.
Desde cero, pero basándose siempre en el material dejado por Lee, descendiente de judíos rumanos afincados en Nueva York. Con su incombustible optimismo y su cháchara de vendedor de motos, el achuchable abuelo Stan Lee (no exento de lado oscuro, como se desprende del imprescindible volumen Marvel: la historia jamás contada, de Sean Howe) se ha convertido en todo un personaje de ficción a la altura de sus creaciones. La absoluta falta de cinismo de Stanley Martin Lieber, compatible con una descacharrante habilidad para el melodrama, el engarce de historias a modo de serial y un gusto especial por los diálogos, materia prima que siempre insistió en proporcionar a sus mil colaboradores, le hace inconfundible al lector de cómics veterano.
Pero Lee, en cierto modo, llegó tarde a todo. El veterano de los Signal Corps en la Segunda Gran Guerra recibió el encargo de convertir Marvel en un justo competidor de DC, a toda marcha desde los años 30 y propietaria de Batman, Superman y la Liga de la Justicia. El neoyorquino salió entonces, mucho más de una década después de que Superman y Batman combatiesen el crimen, con Los 4 Fantásticos, una familia bien avenida embarcada en múltiples aventuras de ciencia ficción “sixties” que, paradójicamente, todavía no ha sido adaptada adecuadamente al cine (las tres películas hasta ahora no han sido producidas por Marvel Studios, sino por la insegura Fox).
Pero ojo, que después de ellos y antes que todos los demás, llegó Hank Pym, alias el Hombre Hormiga, que desembarcó en una de las revistas principales del grupo, Tales to Astonish 27. Basada en la acción acrobática de El increíble hombre menguante, que cinco años antes había firmado Jack Arnold a partir de la novela de Richard Matheson, Ant-Man (ya sea Pym o Scott Lang, su heredero y protagonista de las películas) está por tanto lejos de ser un personaje menor: vio la luz a comienzos de una década trascendental para el cómic y se las arregló para dar forma, desde abajo, a lo que vendría después. Si se preguntan a qué vienen todas estas aguas, enseguida llegamos a los lodos actuales: no pasó mucho tiempo hasta que Lee dejase caer a Hank Pym en Fantastic Four 16, empezando a cultivar esa narrativa cruzada que ahora caracteriza las películas-río de Marvel. Y cuando lo hizo fue con una sorpresa: una compañera femenina, la Avispa, que una nota a pie de página propulsaba a otro cómic distinto, el número 44 de Tales to Astonish. La familia aumentaba.
Desembarca en España Ant-Man y la Avispa, secuela del éxito de 2015 dirigida de nuevo por Peyton Reed y protagonizada por Paul Rudd. Un filme que soluciona en parte algunas de las lagunas de la anterior película, un título problemático para el estudio que gracias a la pericia de su verdadero artífice, el productor Kevin Feige, logró sin embargo convertirse en un triunfo menor (o mayor, precisamente por eso) para la compañía. Cierto es que muchos de los avatares de su producción apenas se notaron en pantalla debido a, precisamente, la escasa ambición de la misma. Las aventuras del hombre hormiga hacían todo lo posible por alejarse del modelo de relato de superhéroes para convertirse en una comedia de fantasía estructurada sobre un patrón de «heist movie» o película de robos. Pero la brusca salida del proyecto del director Edgar Wright (Baby Driver fue su proyecto de consolación) y su sustitución por Reed, un artesano vinculado a la comedia, definitivamente menos ambicioso en lo visual, manifestaba en sí misma la filosofía de funcionamiento de Marvel Studios: películas de productor, con un estilo visual parejo en todas ellas, pocas opiniones personales y una obligada sumisión a las necesidades de una maquinaria en la que cada película lanzaba el cebo de la siguiente. En todo caso, en Ant-Man resultaba hasta de una extraña coherencia: el chiste, al fin y al cabo, estaba en presentar el reverso diminuto de los grandes dioses modernos del ciclo de películas Marvel.
Ant-Man y la Avispa se estrena ahora y es, en este sentido, una secuela perfecta que encantaría a Stan Lee (de nuevo haciendo el obligado cameo, filmado hace ya muchos meses debido a su precaria salud). Disney/Marvel ofrece aquí una secuela más grande y ambiciosa, pero sin necesidad de replicar los peajes épicos de Infinity War y que, por tanto, funciona como pausa, un pequeño descanso en la eterna escalada de destrucción épica culminada (de momento) por el taquillazo del pasado mayo. Se trata de una perfecta jugada industrial. Pero hay que reconocerlo: aquí los personajes pululan libremente y sin presentaciones, lo que desembaraza a la película de la necesidad de una esquemática redención como en la primera película, y conduce la acción hasta una larga secuencia de acción en crescendo, una persecución por las calles de San Francisco que recuerda más al clímax de ¿Qué me pasa, doctor? que al blockbuster estándar de la temporada de verano. Una película más grande, por tanto, pero no necesariamente más grave, que logra conservar el primigenio equilibrio original: en Ant-Man y la Avispa el mundo no está en juego, ni siquiera hay un villano claramente definido (hay dos antagonistas cuya acción confluye al final) y el relato fluye solamente en base a un rescate, a la restitución de una disfuncional familia de inventores. ¿Realmente emotivo? En absoluto. ¿Entretenido? Sin duda. La fotografía de Dante Spinotti resarce parte de la vulgaridad de la puesta en escena de Reed, que de todas formas se muestra hábil con el tono: aquí no hay, como en los productos de Joss Whedon, una intrusiva colección de referencias “pop” en los diálogos o gags para desdramatizar el conjunto, sino una bien amalgamada comedia de fantasía con tantos puntos en común con El chip prodigioso como con Los Vengadores.
Ahora, en la gran pantalla, la concepción del “universo cinemático Marvel”, vendida como el gran hallazgo del séptimo arte como negocio, no resulta más que una hábil extensión de un hallazgo anterior. Uno en el que Lee tuvo algo que decir. El frenético ambiente de trabajo de Stanley, incluso en su faceta más física (el de esa pequeña oficina donde trabajaba frenéticamente con su reducido equipo y su secretaria con un ojo en la máquina de escribir y otro en el plazo de entrega) favoreció el cruce en una misma página de personajes de distintas colecciones, pero un mismo universo. Producto de la histeria de una producción constante, los personajes salidos de su mente comenzaron a cruzarse unos con otros, una sinergia sencilla y lógica en el papel que ahora obsesiona a un Hollywood seducido ante este perfecto engranaje de promoción entrecruzada… pero también ante la absoluta mina narrativa que Lee propuso con una estrafalaria fórmula proveniente del papel: la creación de un universo compartido que se catapultaría hacia el infinito con la creación posterior de The Avengers, grupo del que el Hombre Hormiga, al menos sobre el papel, resulta ser miembro fundador. Así que cuidadito con las bromas: el Hombre Hormiga es un tipo importante.
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