He de admitir que, aunque parezca una herejía, Billy Wilder no es uno de mis directores favoritos. Para ser más precisos, no figuraría entre los cinco primeros. Aquí estarían, por ejemplo, y sin pensarlo mucho, John Ford —éste siempre en primera posición a distancia del resto—, Jean Renoir, Frank Borzage, Fritz Lang o Louis Feuillade. No me atrevo a afirmar con rotundidad que éstos son los mejores, sin embargo, sí creo que son irrepetibles. No puede haber otro John Ford de la misma manera que tampoco puede surgir otro Jean Renoir. Ahora bien, si me pongo a recordar más nombres, entonces, y sin titubear, sí que aparecería. Acompañaría a Murnau, Alfred Hictchcock, Howard Hawks, Ernst Lubicsth, Mankiewicz, George Stevens o Coppola.
No obstante, y también sin duda alguna, en su cartera figuran algunas de las películas más relevantes de la historia del cine. Sin ir más lejos: Perdición (Double indemnity) de 1944, Con faldas y a lo loco (Some like it hot), El apartamento (The apartment)” en 1960 o Irma la dulce (Irma la douce), estrenada en 1963. Siendo todas éstas excepcionales, y si, de nuevo, me tuviese que quedar solamente con una, elegiría la primera de ellas. Y eso que desechar, sea de donde fuese, a Irma la dulce me resulta inconcebible.
El guion de Perdición se basa en la novela homónima de James M. Cain publicada en 1943, aunque este no fue su lanzamiento original, dado que ya en 1936 había sido serializada en el magazine Liberty, dos años después, por cierto, de la impresión de la que sería la más famosa de sus obras: El cartero siempre llama dos veces (The postman always rings twice), igualmente llevada a la gran pantalla en dos ocasiones. La primera de la mano de Tay Garnett en 1946 protagonizada por John Garfield y Lana Turner. Posteriormente, en 1981, se estrenó la versión dirigida por Bob Rafelson, contando con Jack Nicholson y Jessica Lange como principales intérpretes.
Cuando la novela de James M. Cain cayó en las manos de Billy Wilder, este no tuvo dudas. Esa película era para él. ¿A quién contratar para el guion? Nada más y nada menos que a Raymond Chandler, uno de los grandes de la novela negra. Fue quien dio vida, sin ir más lejos, al detective Philip Marlowe en El sueño eterno (The big sleep), novela publicada en 1939 y que, como no podía ser de otra manera, contó con un par de transposiciones cinematográficas. La más famosa, la primera de ellas, dirigida por Howard Hawks en 1946 y protagonizada, ahí queda eso, por Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Chandler trabajó en el guion bajo contrato, cobrando una cantidad de dinero ni siquiera imaginada por él. Su mujer, contrapeso a su alcoholismo y su carácter taciturno, le convenció para que aceptase el trabajo. El resto ya fue historia. El tándem Wilder–Chandler dio como fruto uno de los mejores guiones de la historia del cine. Curiosamente Perdición, en la gala de los Óscar de 1944, fue aplastada por Siguiendo mi camino (Going my way), de Leo McCarey con Bing Crosby y Barry Fitzgerald como protagonistas, galardón al mejor guion adaptado incluido. Una decisión de los académicos no avalada, por cierto, por el tiempo. Sin desmerecer la cinta de McCarey en absoluto, la relevancia, y vigencia, de ésta no es comparable con lo que Perdición ha supuesto para el séptimo arte. Me da la impresión —tómelo el lector como comentario malicioso u otra herejía a cargo de un servidor— que algo similar pasará con Moonlight y alguna de sus competidoras de los Óscar de 2017.
La novela de Cain es una de esas que se lee de un tirón, un “page-turner” como dicen en el mundo anglosajón. El propio Billy Wilder así lo hizo. Seguramente, además, pensando al mismo tiempo en qué actores encarnarían a los personajes principales. ¿Quién habría de dar vida a la mujer fatal, Phyllis Dietrichsson, despiadada encandiladora de aquellos que en sus garras tuviesen la desdicha de caer? Nadie mejor, por supuesto, que Barbara Stanwyck. En “Perdición”, rompiendo su imagen más clásica, aparece, por cierto, de rubia. ¿Quién es Phyllis Dietrichsson? Es una superviviente nata con pocos escrúpulos, conocedora de su potencial y de sus propias limitaciones, que utiliza sus encantos para encandilar a quienes quedan atrapados en sus redes. Sabe hasta dónde puede llegar y a quién puede manipular. Walter Neff forma parte de este grupo. Cuando éste llega a la mansión de estilo español con el objeto de renovar la póliza de seguros al señor Dietrichsson, ve a Phyllis descender por la escalera envuelta en una toalla. Viene de tomar el sol en la azotea. Los ojos de Walter se la imaginan, sin duda, bronceando su piel desnuda bajo el sol de California. La señora Dietrichsson se ha percatado de esa mirada. Acaba de identificar a su víctima, a su presa. Fred MacMurray, en una de las mejores interpretaciones de su carrera, hizo del vendedor de seguros cuyos pasos, en sus propias palabras, “sonaban a los de un hombre muerto”. El triángulo lo cierra un genial Edward G. Robinson en el papel de Barton Keyes, el compañero y amigo del propio Neff, perro viejo experto del mundo de los seguros, quien paulatina pero implacablemente va incrementando la presión sobre la pareja.
El inicio de la película, dando inicio a un flashback, es inolvidable. Un tambaleante y decaído Walter Neff llega a la oficina, enciende un cigarrillo sin filtro y graba un mensaje en el dictáfono dirigido a su amigo Barton Keyes confesando ser el autor del asesinato del señor Dietrichsson: “Lo maté por dinero y por una mujer. No conseguí ni el dinero, ni la mujer”. ¿A alguien se le ocurre un comienzo mejor?
Sin embargo, en cuanto al desenlace, ahí la versión cinematográfica difiere de la literaria. La corrección política —o la autocensura— de la época impuso un final distinto a la película. Tenía que ser, cómo no, más ejemplarizante, de acuerdo con la moral y pensamiento imperantes. La novela, por el contrario, es fiel hasta el final a sus páginas tan rebosantes de bajas pasiones o almas perdidas como carentes de conciencia. ¿Cuál de los dos finales es mejor? Es difícil de valorar. En todo caso, sí podría decir que uno, el de la película, es, en cierta medida, más desvirtuado que el otro, el de la novela.
Ahora que lo pienso, creo que a lo mejor sí que debería considerar incluir a Billy Wilder entre mis directores favoritos. Al menos, ampliar la lista a seis.
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