Pasa de medianoche en el inicio de la sexta semana. Dos de los chuchos roncan a las puertas del baño y uno resuella enfrente de la cama. Los otros dos orean la pelambre y el cuero en el balcón, entre el celo guardián y el discreto hedonismo. Parece que sentarse a escribir a estas horas interrumpe no sé cuántos procesos metabólicos: al tiempo que le pido a mi cerebro que me ayude con el Cuarentenario, la noche envía señales a la retina para que ordene al cuerpo descansar. Sólo que aquí no manda esa señora, y si al fin el oficio de escribir nace y se desarrolla merced a los obstáculos que encuentra o improvisa en el camino, lo del metabolismo me suena a desafío. A descansar los muertos, mientras tanto.
No sé si por influencia de Ciro Peraloca o Jerry Lewis me gusta ser cobaya de mis experimentos. Aprecio, por supuesto, la claridad mental que otorga el cumplimiento de una rutina más o menos estricta, pero a ratos las nubes negras colaboran. Empujar las palabras de una en una, apretar cada línea, saltar a un nuevo párrafo con la corriente en contra y el cerebro embrollado lo obliga a uno a apretar el botón rojo y crecerse al castigo, con tal de no volver de la pelea con la batea de babas de que no supo cachetear al león.
La escritura nocturna es cosa seria. No se desvela uno, atropella sus planes y contraviene el orden de la naturaleza para tomarse el juego a la ligera, por más que en cierto modo sea de vuelta el niño que hacía cualquier cosa por desvelarse —desde jugar a ciegas debajo de las sábanas hasta hacer de la cama una nave espacial— con tal de darse el gusto de desobedecer. Era de noche que uno fantaseaba haciendo planes cuchos y disparatados, puesto que sólo entonces lo dejaban en paz sus pequeños y grandes semejantes. Fue de noche también, años después, que le dio por hacer cartas de amor. La noche es desde siempre territorio libre, silencio encubridor, penumbras alcahuetas, horas como dinero en efectivo que has de gastarte o hasta dilapidar en todo aquello que te dé la gana, sea o no edificante, productivo o legal. Lo explica la canción de Zeca Baleiro: “Malandro que es malandro va hacia el norte cuando los patos van al sur”.
Si, como dice Dylan, “para vivir fuera de la ley tienes que ser honesto”, no menos verdad es que la desobediencia reclama alguna dosis de sacrificio. No podría darme el lujo de hacer esto a diario sin terminar en una sucursal del purgatorio, pero la pura idea de quebrar la pachorra del confinamiento sin tener que salir de tu recámara se revela, tras ochocientas cuarenta horas de aquiescencia, como un triunfo de la autodeterminación. Está, además, el desagravio de saberse un insomne por decisión propia. ¿O es que preferiría uno perder el sueño barajando ansiedades infecundas, como sería cuándo saldré de aquí, qué va a pasar en el planeta Tierra o si resultará que el cubrebocas acabe convertido en el condón del siglo XXI?
¿Qué ocurre en mi cabeza, finalmente? Llevo treintaiséis días preguntándomelo. No sé si este destierro es una larga noche o un día sin orillas. Nadie en ningún lugar sabe un demonio, cómo quieren que esté uno en sus cabales. En todo caso gracias, mi fiel Cuarentenario. No quería fumarme esta vigilia a solas.
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