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El rinoceronte Murphy

Llevo un tiempo vaciando armarios, quemando papeles, ordenando cosas. Se trata de un antiguo reflejo, supongo. Del instinto del reportero que durante veintiún años fui. Cuando estabas en uno de esos hoteles que entonces eran tu hogar, sin cristales en las ventanas y sin agua en los grifos, y tenías que ir a algún sitio incierto, procurabas dejarlo todo en orden, las camisas dobladas, la ropa sucia en una bolsa, los papeles y documentos a la vista, por si eran otros los que tenían que recoger la habitación. Imagino que se me quedó clavado el asunto, pues a veces me siento de ese modo. Y entonces, pues bueno. Me pongo a ordenar cajones.

Ayer encontré a Murphy, el pequeño rinoceronte: un peluche de un palmo de longitud al que le falta una oreja, pues hace muchos años cayó en manos —o más bien colmillos— de mi perro Mordaunt; y aunque lo rescaté a tiempo no pude impedir la mutilación. El caso es que el peluche, bautizado así en honor a la famosa Ley de Murphy —si una tostada con mantequilla cae al suelo, siempre lo hará por el lado de la mantequilla—, fue la mascota del equipo de TVE durante la primera Guerra del Golfo, entre 1990 y 1991, y estaba sobre el salpicadero del Nissan con el que entramos en Kuwait junto a las tropas norteamericanas.

Casi nadie recuerda aquella historia. El Iraq de Saddam Hussein había invadido Kuwait y se esperaba respuesta norteamericana. Yo acababa de regresar de Mozambique, y Miguel Ángel Sacaluga, subdirector de Informativos, me envió a relevar al reportero que estaba en Arabia Saudí, que llevaba allí demasiado tiempo. Me presenté en Dahran, de donde saldría la ofensiva terrestre, y cubrí el asunto para los telediarios en espera de que todo fuera a mayores, como acabó yendo. El equipo de TVE destacado en ese lugar era numeroso, seis personas, y se alojaba, como de costumbre, en un hotel convertido en cuartel general de la prensa internacional. En aquel momento el cámara era mi amigo José Luis Márquez —después se fue a Bagdad—, y eso hizo más soportable aquel tiempo de espera.

Se acercaba la Navidad y llevábamos tres meses trabajando en condiciones difíciles, así que pedí a la dirección de Torrespaña que, dejándome a mí al margen, pagase un plus —cincuenta mil pesetas a cada uno— a mis sufridos compañeros. Se negaron a ello, los muy ratas, así que metí a todo el equipo en un avión, con pasajes de primera clase, y nos fuimos a pasar la Nochebuena con nuestras familias, lo que le costó a TVE más que la cantidad denegada. Regresamos el primero de enero a tiempo para informar sobre el comienzo de los ataques aéreos, pero hubo un problema: nuestras habitaciones del hotel estaban ocupadas por otros reporteros. Tuvimos que alojarnos en un hotelucho infame, lejos de todo. Pero yo llevaba muchos años en el oficio y conocía el percal. Así que le pedí al productor de mi equipo mil dólares, metidos en un sobre —no recuerdo cómo diablos lo justificamos luego, pero algo inventaríamos— y fui a ver al director del otro hotel.

Mientras fui reportero engañé, trampeé, soborné, vulneré tantos  códigos penales españoles y extranjeros, que lo de aquel día en Dahran fue tarea de parvulitos. El director del hotel me recibió en su despacho, muy amable pero lamentando no poder satisfacer mi demanda. «Lo comprendo —respondí mientras dejaba con naturalidad el sobre en la mesa—, pero estoy seguro de que cuando haya algo libre se pondrá en contacto conmigo». Me miró muy serio y luego metió, sin abrirlo, el sobre en un cajón. «No le quepa duda», dijo. Una hora después, cuando llegué al hotel cutre, el productor dijo que habían telefoneado del otro porque esa mañana, casualmente, habían quedado habitaciones libres: un bungalow junto a la piscina y una habitación estupenda en el cuarto piso. Y en ella encontré una caja de chocolates y un rinoceronte de peluche con una tarjeta del hotel, firmada por el director, sujeta a una pata.

Así fue como Murphy formó parte del equipo de TVE. Durante los siguientes tres meses nos acompañó en las crónicas y los directos para la tele, y al fin participó con nosotros en la liberación de Kuwait, entrando un amanecer por el desierto, a través de los campos de minas, bajo un cielo negro de humo, hacia un horizonte rojo por los pozos de petróleo incendiados. Y ahora, treinta y cuatro años después, mientras tecleo este recuerdo, vuelvo a tenerlo delante, con la oreja chunga y el cuernecito de fieltro en el hocico, mirándome con sus ojos de cristal oscuro. Y le paso los dedos por el lomo como quien saluda a un viejo compañero.

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Publicado el 27 de septiembre de 2024 en XL Semanal.

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