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El teatro chino de Manolita Chen

El teatro chino de Manolita Chen

La vida te da sorpresas, le cantaba Rubén Blades a Pedro Navaja. Paseo por el barrio de Salamanca de Madrid y me siento en una terraza para tomar un Actrón –homenaje a las cafiaspirinas del espía Lorenzo Falcó, o tal vez el homenaje se lo hace él a su autor–, y al levantar la vista la sorpresa me la llevo yo: Manolita Chen, leo en el rótulo que tengo enfrente, el de un restaurante asiático. La sacudida de nostalgia es tan intensa que me quedo con cara de panoli, y luego me dirijo a la camarera, que es joven y asiática, china total. ¿Tiene algo que ver el restaurante con el Teatro Chino de Manolita Chen?, pregunto. La camarera lo ignora. No sabe de qué le hablo, pero me da una pista. La dueña, dice, se apellida Chen.

Lo bueno de Internet es que en pocas horas resuelves los enigmas, o al menos algunos de ellos. Éste lo desvelé apenas llegué a casa y encendí el ordenador. La joven señora Chen, de treinta y cuatro años de edad –muy guapa en las fotos–, tiene todo el derecho a llamar así a su restaurante porque es sobrina bisnieta del señor Chen Tseping: un chino especialista en lanzamiento de cuchillos que se instaló en España en 1934 y que en segundas nupcias se casó con una bella y despampanante señora llamada Manuela Fernández Pérez, corista del teatro Price, conocida a partir de entonces como Manolita Chen. Emprendedora y atrevida, la pareja montó en 1950 su propio espectáculo: un teatro-revista viajero que durante mucho tiempo animó fiestas, pequeñas ciudades y pueblos de toda España.

El Teatro Chino de Manolita Chen –aquí ya no cuenta Internet, sino mis propios recuerdos de aquellos años 50 y 60– no fue el único. Hubo dos o tres más, siendo el más destacado entre la competencia el llamado Teatro Argentino. Unos y otros viajaban en caravanas de pueblo en pueblo con números cómicos, magos e ilusionistas, payasos, transformistas, cantantes, bailes y espectaculares vedettes de mucha carne, lentejuelas y plumas, que echándole un pulso continuo a la moral de la época y a la censura franquista hacían subir muchos grados la temperatura local arrancando al público piropos, aplausos y carcajadas; llevando unas horas de picardía, diversión y sueños a los más lejanos lugares de aquella España en blanco y negro. A provincias, como se decía entonces.

Qué tiempos, figúrense. Y qué gente. Allí pasearon poderío, entre muchos otros, Emilio el Moro, Rafael Farina, Lita La Maña, Marifé de Triana, Arévalo, Perlita de Huelva; y también vedettes espectaculares como Pola Cunard, Eva Miller o Diana Lis, cuyas fotografías, adecentadas por la censura antes de empapelar las paredes de los pueblos, llenaban el teatro portátil con un público –mayores de 18 años, por supuesto– hambriento de españolismo folklórico, alegría y sexo: lo mismo hombres solos y grupos de amigos con ganas de juerga que respetables matrimonios que, para escándalo del indignado párroco local, ocupaban por la tarde-noche las viajadas sillas plegables y reían cómplices cuando la señora de bandera de turno, vestida con lo imprescindible para que a ella y a los empresarios no los detuviera la policía, cantaba lo de la pulga o lo del minino de pelo muy fino. Y aguardaban esperanzados el final del espectáculo para comprobar si les había tocado en el sorteo el jamón, la muñeca o la botella de anís del Mono.

Mi generación –nací en 1951– recuerda todo eso con la misma sonrisa melancólica con que ahora tecleo estas líneas. Aunque para algunos afortunados entre quienes entonces compartimos niñez y primera adolescencia –band of brothers–, los recuerdos van más allá de las instalaciones provisionales vistas desde fuera y los carteles en las paredes. Teniendo yo doce o trece años, mis amigos Julio Mínguez, Miguel Cebrián y yo, en una incursión clandestina propia del más audaz golpe de infantiles comandos –audaces fortuna iuvat–, nos colamos entre las lonas y tablones de la carpa del Teatro Chino de Manolita Chen, situado junto a la Lonja de Cartagena, y asistimos escondidos, antes de que un guardia nos sacara de allí dándonos collejas, a una parte del espectáculo. Que nos pareció decepcionante, pues en vez de una señora de voluptuosas formas incitándonos al pecado –ésas actuaban al final del espectáculo, cuando estaba caldeado el ambiente– sólo vimos a un individuo bajito contando chistes verdes que no comprendíamos, pero con los que el público se tronchaba, y a un mago que hizo levitar a su ayudante con las piernas en el aire y la cabeza apoyada en una silla. Nos perdimos, supe mucho más tarde, a la escultural Finita Ruffett sentada en las rodillas de un espectador y diciéndole a la esposa, que estaba al lado: «No se preocupe, señora, que yo lo caliento y usted me lo remata en casa».

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Publicado el 19 de julio de 2024 en XL Semanal.

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Ricarrob
Ricarrob
2 meses hace

Impagables los recuerdos… Impagable la nostalgia…

La España del esfuerzo, el sudor, las lágrimas, la España sencilla, sin móviles, sin ni siquiera televisión, sólo con unas vetustas radios en las que la gente oía las famosas novelas y la Radio Nacional de Franco que no de España. Esa era la verdadera España del sacrificio y del esfuerzo y no la de Chema Alonso con su heroismo de diseño y sus asépticos relatos vitales y victimistas. Y ese era el esfuerzo y el sacrificio de millones de españoles sin ninguna recompensa. Vivir, continuar viviendo, sólo eso…

Calles sin asfaltar, charcos, humedad, cartillas de racionamiento, estraperlo, aislamiento internacional, los cincuenta, decenio en el que nací, fue una década gris, siempre gris, así es que, quienes nacimos en ella, conservamos unos recuerdos en blanco y negro. Más tarde, ya de mayor, averigué que fue una década de lluvias intensas y permanentes. Gris. Vidas grises, pero felices, sencillas. Las ciudades eran sitios de vida no parques temáticos como ahora, hechos para los turistas y no para el ciudadano. La vida, de niños y adultos, se desarrollaba en las calles, calles sin parques y sin aparatoides de plástico teóricamente para juegos pero que nadie usa. Calles llenas de vida, de tiendas familiares, cada una con caracter propio, no las multirrepetidas franquicias asépticas de las que disfrutamos ahora. Y los niños jugabamos a las canicas, a las chapas, a la comba y al punzón o tijera. Y nos ensuciábamos con nuestras rodillas que eran todo un poema de heridas con postillas.

Era una España pobre, sencilla, humilde, que es de la que provenimos todos. Y esto no se nos debería olvidar a nadie. Los jóvenes debería saber que provenimos de ahí, que esos son nuestros orígenes y que no siempre hemos sido un país desarrollado.

Nostalgia. Profunda. Me ha hecho usted, don Arturo, recordar esa interesante década, no sé si llamarla feliz.

Impagables los recuerdos. Cada vez quedamos menos…

Saludos a todos.

Raoul
Raoul
2 meses hace
Responder a  Ricarrob

Leyendo este comentario que vale tanto como el propio artículo, me ha venido a la cabeza una frase que no recuerdo quién dijo ni a propósito de qué, pero que bien podría referirse a aquella España: «no eran tiempos mejores, pero sí más dignos». Yo nací a principios de los años setenta, pero recuerdo de mi infancia en mis mayores, en las gentes a las que trataba día a día, en las formas de vida y las costumbres, el eco de las décadas anteriores.

Ricarrob
Ricarrob
2 meses hace
Responder a  Raoul

Lleva usted toda la razón. Si se pudiera etiquetar esta época de España, sería así: dignidad en sus gentes.

Saludos cordiales.

Basurillas
Basurillas
2 meses hace
Responder a  Ricarrob

Que si, querido amigo, que si. No tenga dudas, se era feliz, al menos fue mi caso y tuve suerte. La niñez en descampados con libertad absoluta, con ovejas, maleza, escombros, insectos y lagartijas y pájaros como otros compañeros de juego. Los dìas eternos de las vacaciones de verano (¡tres meses completos oiga!) comiendo pipas y caramelos de 10 céntimos con los amigos, hablando, bromeando, jugando a mil cosas y quedándote mirando embobado a aquella niña con coletas, Marimar, de quien por primera vez te enamoraste y con quien te hacías el encontradizo para oir su preciosa vocecita y su risa. Salías a la calle a las nueve y volvías a las dos de la tarde a comer, sucio, sin miedos, ni traumas y con sólo 11 años en un barrio de Madrid. Y un buen día descubrías a Tintín en la estantería de un amigo, que te dejaba un álbum cada tarde para llenar la «hora de la siesta» durante casi un mes entero. Y así podía seguir horas y horas. ¿Era o no era felicidad a esa edad? Hoy veo a los niños por la calle, ultraprotegidos, casi con un Defensor del menor tras cada uno, ultratecnificados, casi sin valores ni respetos sólidos y casi sin sonrisas. Me dan pena.
Un abrazo.

Victor
Victor
2 meses hace
Responder a  Basurillas

Y con teléfono móvil en la mano.

Julia
Julia
2 meses hace

Sr Pérez Reverte, es usted un cronista de primera.
Se refiere a las cafiaspirinas como analgésico, pero a mí lo que me gustaba, para mis frecuentes dolores de muelas, era el Optalidón.
Aquellas grageas de color naranja que se tragaban fácilmente y resultaban efectivas. Claro que más tarde, dijeron que tenía una sustancia prohibida y desaparecieron del mercado. Una pena.

Ya de mayorcita conocí de nombre el teatro de Manolita Chen, pero si actuaba en ciudades de provincias no era adecuado para niños, y sobre todo niñas para preservar su virtud.

Lo curioso es que en las aldeas gallegas, los niños/as ( odio hacer esto característico de Umbral) y adolescentes eran conocedores de aspectos de la vida que a mí me sorprendía.
Yo era niña de aldea, pero estaba en un colegio de la ciudad y me faltaba, aún me falta, gran parte de la cultura popular del medio rural.
Galicia siempre se distinguió por su tolerancia con respecto al sexto mandamiento. Todavía hoy, me sigue sorprendiendo la facilidad que tienen para disculpar cualquier actuación, aunque implique mentir, si hay un enamoramiento por medio.

Mirando hacia atrás, me alegro de haber nacido en una época en la que todo era novedad, había un mundo por descubrir y conseguimos, en una gran parte, desentrañar sus entresijos.
No puedo englobar a todas las personas de mi generación, pero yo me considero afortunada.

Basurillas
Basurillas
2 meses hace

Vaya, hoy por fin creo haber descubierto el origen de ese puntito puñetero y
antisistema de don Arturo, que de vez en cuando se le manifiesta. No son los cruentos conflictos bélicos vividos como reportero, ni los mil problemas naúticos encontrados dentro o fuera de los puertos mediterráneos en sus viajes como patrón de su velero, ni las inmensas vicisitudes del gremio literario y periodístico, que también. No, es posible que fueran esas collejas disciplinarias memorables, impartidas a sus amigos y a él por la autoridad competente cuando niños, apartándoles de los delirios y frenesíes sexuales imaginados en el despertar a la vida.
La esperanza de contemplar, en aquellos años de censura y pacatería, a una «mujer de bandera» real, de carne y hueso, en especial de esa carne prieta y turgente al mismo tiempo, casi sin vestir, algo ligera de cascos y de lengua montaraz o, como mínimo picarona, y llena de plumas, lentejuelas y artificios sensuales de todo tipo… podría arrastrar carretas en esos barbilampiños de ojos ansiosos y pensamientos cercanos a la desconocida lujuria. Hoy por menos te llevan al psicologo infantil y te diagnostican seis traumas diferentes, que se intentan curar con doce sesiones costosísimas de terapia junguiana y cuatro o cinco reuniones de grupo para ocio alternativo on line. En aquellos años sesenta del siglo pasado te arreglaban con confesión curil, unos vasitos de Quina Santa Catalina para levantar el ánimo tras la bronca familiar preceptiva, y dos tebeos del Guerrero del Antifaz para enardecer la moral a las altas cotas que la caballerosidad y el honor patrio exigían.
Así eran esos tiempos. A ellos les dedico esta divertida canción canción de unas décadas más tarde. Saludos:
https://m.youtube.com/watch?v=xmjH4P8vAik

Felix Maocho
Felix Maocho
2 meses hace

Ne ha recordado otro espectáculo que no tenía precio, que era el del Molino Rojo del Paralelo barcelonés don los «cómicos» se enfrentaban desde el escenario al público exactamente igual que los domadores a los leones, con el riesgo que un «zarpazo» de un espectador los derribara, pero ellos con el látigo de sus descaradas respuestas eran capaces de dominar a la audiencia,

Franz. J.
Franz. J.
2 meses hace

«No se preocupe, que yo lo caliento y usted ME lo remata en casa». Bueno, bueno… lo mal que lo tuvo que pasar ese hombre con semejante animalito sentada encima.

Carmelo
Carmelo
2 meses hace

Tenía yo 16 años y con mi primo, cuyo padre trabajaba en Radio Zaragoza nos agenciamos unos pases de periodistas para entrar, él con una libreta y boli y yo con una cámara Voigtlander de mi padre. Lo pasamos genial.

Moises Chacín
2 meses hace

Que tiempos aquellos…

Yo también tuve la suerte de conocer aquel espectáculo en sus últimas apariciones en las fiestas de Burgos cuando todavía se celebraban en La Quinta…

Francisco Brun
2 meses hace

La nostalgia sobre ciertas cosas, nos toman por sorpresa, recuerdos dormidos que dejamos en un rincón y ante una palabra, una fotografía, un comentario, surge de repente y regresamos a esos días de aquellos lugares, esos hechos y sus protagonistas; que ya se fueron para siempre.
El circo para mi, siempre me provocó una sensación de fiesta aparente, como el chiste de un payaso, del cual desconocemos al hombre detrás de su cara pintarrajeada que hace reír al público a carcajadas; para después continuar con su vida, en otro lugar, en otro pueblo, con otro público, al que tiene que hacer reír, aunque no tenga ganas, porque para eso pagó su entrada.

EL MAGO

Esta historia que quiero contarles, corresponde a la época en la que los circos se trasladaban en caravanas formadas por pesados carros tirados por caballos, siempre por caminos de tierra, es decir, hace mucho; mucho; tiempo; tanto; que pocos recuerdan lo que esa noche ocurrió.

La enorme carpa del circo iluminada, con sus colores rojo, verde y blanco, hacía crecer el entusiasmo por ver la función a decenas de niñas y niños acompañados por sus padres; todos hablaban en voz alta, gritaban y reían. Un enorme cartel mostraba la principal atracción que se comentaba en periódicos y de boca en boca por todo el país; “El famoso mago Orsini realizará la difícil prueba de teletransportación a su secretaria”.
Cuando la función comenzó, la banda de música irrumpió con su tema tradicional y comenzaron a desfilar acróbatas, trapecistas, equilibristas, payasos y zanqueros, mientras el público reía y festejaba.
En la carreta del mago, él y su secretaria en la ficción, pero su esposa en la vida real, se preparaban para salir a escena.
—Después de esta temporada iremos a París, y después a Roma, y por fin realizaremos unas vacaciones por Suiza, ¿te gusta querida? —le dijo el mago a su esposa colocándose su capa y su galera.
—Me encanta amor, por fin has logrado estar en lo más alto de tu carrera —le respondió ella con su atuendo lleno de lentejuelas multicolor— tu nombre ya se puede leer en todos los periódicos de Europa.
—Todo lo que soy mi amor, te lo debo a ti —después de decir esto el mago le dio un beso a su bellísima esposa en los labios.
El trabajo de los magos consiste en saber realizar un truco que el público no pueda descubrir a pesar de saber que es un engaño; eso les pasa a los mayores, en cambio a los chicos esta destreza los deja perplejos.
Esa noche el famoso mago Orsini salió al escenario junto a su esposa y recibió un larguísimo recibimiento entre gritos y aplauso, después de realizar algunos trucos menores, como transformar un pañuelo en un conejo que sale de su galera, o hacer que quede suspendida en el aire una mesa con candelabros encendidos; todos esperaban la atracción principal, que consistía en trasladar a su secretaria desde una caja vertical en donde la joven entraba parada, a otra igual ubicada a diez pasos de distancia una de otra.
En un intervalo prolongado en donde se apagaban todas las luces, al encenderlas, las dos cajas doradas aparecieron para el asombro y las exclamaciones del público.
Con amplios ademanes el mago abrió la pesada cortina de terciopelo azul, luego, la joven muchacha ingresó con gracia y saludando al público, después, el mago completó la primera parte del truco cerrando la cortina de gruesa tela. A partir de ese momento comenzaron a resonar los redoblantes que brindaban una sensación de intriga inigualable; con su varita mágica en la mano, y haciendo volar con elegancia su capa, después de unos instantes, abrió de golpe nuevamente la cortina en donde había ingresado su secretaria y ella ya no estaba, la exclamación del público se escuchó en todo el lugar; a continuación, el joven mago dando unos pasos largos se acercó a la segunda caja, los tambores continuaban sonando; cuando de golpe se detuvieron para que la culminación de la prueba fuera contundente; en la otra caja como es sabido, debía de aparecer la graciosa joven con una amplia sonrisa y el público estallaría en aplausos.
Pero cuando el mago de cara al público, abrió la cortina de terciopelo azul, se llevó la mayor sorpresa de toda su vida, en lugar de escuchar los aplausos, gritos y vivas, solo sintió un profundo silencio; el mago no comprendió en un primer momento que pasaba, pero al mirar a donde debería estar su esposa riendo, no había nadie. En ese momento no pudo entender cómo se produjo el error, pero frente al público no podía hacer nada. El director del circo que estaba atento al espectáculo, entendió que algo falló, y entonces, dio una orden rápida; se apagaron las luces, se retiró de inmediato los accesorios del mago, y cuando se encendieron nuevamente, el escenario se iluminó y el público pudo ver a los payasos haciendo morisquetas y la orquesta tocando la melodía de siempre, esto hizo olvidar la actuación fallida del mago Orsini.
El que jamás pudo olvidar esa función fue el joven mago.
El truco era un viejo y conocido sistema en donde un piso falso se abría para que la persona que desaparecería pudiera trasladarse a la otra caja por debajo del escenario, sin que el público pudiera ver el ardid. Aquella noche el contrariado Orsini supuso que a su mujer le había ocurrido algo allí debajo, cuando fue a ver, no la pudo encontrar, la siguió buscando por todos los rincones del circo, pero su amada esposa no estaba, parecía que el acto de magia esta vez se cumplió, pero quedó a mitad de camino.
Obviamente Orsini tuvo que reconocer que su mujer se había ido de su lado, lo había abandonado; jamás pensó que esa mujer a la que amaba con toda su alma lo dejaría en medio de su actuación como si se hubiera querido burlar de él.
Los años que siguieron fueron muy difíciles para Orsini, el golpe de haber sido abandonado por su mujer jamás lo pudo superar; esa noche fue la última vez que trabajo de mago, su promisoria carrera ese día se truncó para siempre.
Después de trabajar de cualquier cosa que le permitiera comer, decidió llevar todas sus pertenencias a su casa familiar que era una mansión abandonada, vieja y llena de ratones, cerca de un pueblo en el sur de Italia. Un enorme carro llegó una mañana y dos corpulentos hombres, bajaron y acomodaron en un amplio galpón todos los accesorios de cuando Orsini trabajaba de mago; entre esas cosas acomodaron las dos cajas con las que Orsini realizó la más amarga actuación de su vida.
Los años pasaron y Orsini fue envejeciendo, solo utilizaba de la enorme y sombría casa una habitación próxima a la cocina; durante el día cuidaba su pequeña quinta, y por las noches frente al fuego, aún recordaba esos días de plenitud y felicidad junto a su mujer; habían pasado cincuenta años, y ese viejo solitario, triste y amargado, todavía podía escuchar el sonido del aplauso de su público y el rostro de su hermosa mujer saludando con su sonrisa inolvidable.
Una tarde de invierno que estaba cortando leña, sintió un fuerte dolor en su pecho y sus piernas se aflojaron, con dificultad pudo llegar a su casa; pero este episodio le advirtió que su final se aproximaba. Al otro día un impulso inexplicable le hizo ir al galpón en donde se encontraban todas aquellas viejas cosas de su pasado de mago; sobre una mesa, tapada por el polvo, estaba su galera, su vieja capa y la varita mágica con la que había ilusionado a miles de personas; después de colocarse su antiguos atuendos, miró a las dos cajas que todavía sostenían sus telas de terciopelo azul, ahora rasgadas y desteñidas; recordando nítidamente aquella noche. Cansado y enfermo le dio la espalda a esos viejos trastos que constituían su pasado glorioso. Cuando estaba por irse de allí, sintió una voz que recordaba con pasión.
—Mi amor, ¿qué pasó?
Cuando se dio vuelta sobresaltado por su emoción, pudo ver parada frente a él, a su grácil y joven esposa, como si para ella el tiempo no hubiera transcurrido que lo miraba con preocupación. Cuando quiso acercarse para hablar, poder abrazarla y comprender lo ocurrido, su corazón no pudo soportar la emoción y se detuvo en ese instante, llevando al menos en sus ojos el rostro de su bella y joven esposa.

OCHO AÑOS DESPUÉS

El ayudante del notario del pueblo llegó al lugar para poder encontrar al dueño de la finca, el señor Orsini; el joven recorrió la vieja casa abandonada y no vio nada extraño, más allá de telarañas y muebles podridos, por último decidió ir hasta el galpón, cuando entró allí, lo que vio en un primer momento lo espantó. Allí en el piso se veían tendidos dos esqueletos juntos, uno en su mano esquelética sostenía una galera y estaba envuelto en una capa, el otro, más pequeño, lo cubría un vestido de lentejuelas. Lo asombroso e inexplicable, era que estaban tomados de la mano; como si se hubieran quedado dormidos.
Lo que el notario no supo es que la prueba de magia se completó por fin, pero por algún motivo del destino; demasiado tarde.

Basurillas
Basurillas
2 meses hace
Responder a  Francisco Brun

Triste, muy triste. Al mago le quitó la vida un exceso de amor mal correspondido en el tiempo o en el espacio y, en especial, un exceso de amor propio que le impidió asumir y sobreponerse a que su esposa le hubiera abandonado, lo que realidad había hecho voluntariamente o por accidente. Otros hubieran empezado de nuevo, con nueva profesión, compañia y proyecto de vida, o con el mismo pero tal vez haciendo desaparecer a testigos protegidos del FBI, que en la mayoría de las veces hubieran sido masacrados por la mafia.

PepeMa
PepeMa
2 meses hace

Manolita Chen, como olvidar la parte picante de las Fiestas grandes del pueblo.
Los carteles espectaculares, donde reales hembras mostraban lo que en aquellos años algunos aún no veíamos.
Si recuerdo la única vez, muchos años despues ,que un grupo de amigos estuvimos en primera fila y como una de las vedettes sentada en la piernas del pardillo del grupo le frotaba y hacia aflorar los colores y la risa entre la peña.
Gracias Arturo por traer esos recuerdos ya olvidados de un España gris y pobre pero donde también vivíamos y soñábamos.

Juan Manuel
Juan Manuel
2 meses hace

Recuerdo un documental en TV sobre El Teatro Chino de Manolita Chen. No todo era puritanismo con Franco.