Cada vez que termino de escribir una novela hago dos cosas. La primera es vaciar algunos estantes de mi biblioteca, próximos a la mesa de trabajo, donde fui situando los libros nuevos o viejos que sirvieron para documentar y preparar lo que me ocupó el último o los últimos años. Hay una mezcla de alivio y tristeza en eso: alivio porque al fin me libro de un trabajo duro que determinó mis días y mis noches, y tristeza por alejarme para siempre de unos personajes y un ambiente por los que anduve feliz cierto tiempo. Durante un par de días devuelvo cada libro a su lugar en la biblioteca, meto en cajas la documentación escrita o impresa, pongo a salvo el primer borrador de la novela, y todo eso. Cierro, en fin, un mundo que al alejarse de mi cabeza y mi vida me deja indeciso, o tal vez vacío. Con una intensa sensación de pérdida y soledad.
Es entonces, para superar eso, cuando hago lo segundo a que me refería antes: elegir inmediatamente, entre las historias posibles que a un novelista profesional le rondan la cabeza, la que considero apropiada para mi talante, mi edad, mis lectores y el momento en que vivo. Y tengo mucho cuidado con eso. Lo de las historias a elegir o descartar no es ninguna tontería, porque con las novelas ocurre a veces como en el juego de las siete y media: o no llegas, o te pasas. Hay algunas para las que todavía no estás preparado y otras cuyo momento de escritura dejaste atrás. A tu instinto corresponde identificarlas. En ambos casos, cuando te das cuenta, lo prudente es interrumpirlas: tal vez algún día llegue su momento, o tal vez no las escribas nunca. Y decidirlo no es agradable: días, semanas o meses de trabajo pueden perderse para siempre. Al fin y al cabo, nadie obliga a ser novelista. Son reglas duras, pero son las que hay. O al menos son las mías.
Entro entonces, durante días o semanas, en lo que llamo la temporada de caza. Emerjo de la bodega –la de por qué llamo así al lugar donde trabajo es una vieja historia– y deslumbrado por la luz del sol camino mirando alrededor con el zurrón dispuesto, como un cazador ávido, para irlo llenando con aquello que puede serme útil en la nueva novela. Y es asombrosa la mirada selectiva con la que uno acaba trabajando. Como ya hay una trama, o al menos un esquema básico en tu cabeza, y después de treinta y cinco años escribiendo novelas tienes afiladas las herramientas, ves sólo aquello que te interesa ver. Te lo apropias con rapidez y dejas fuera lo inútil, que en realidad ni siquiera adviertes. Y así, viajando a los lugares adecuados, observando a las personas idóneas, pendiente del azar que depara hallazgos insospechados, te mueves de nuevo tenso y lúcido por un paisaje complejo que en realidad es la propia mente. Tu imaginación. La mirada de novelista que se proyecta en el mundo por el que caminas.
Así me sentía hace pocos días, paseando por Madrid con otra historia a punto en mi cabeza. Caminaba despacio y miraba con avidez, dispuesto el zurrón, acechando rasgos, gestos, voces útiles para la trama que ocupará los próximos meses y tal vez años de mi vida, si duro lo suficiente para contarla. Lo mejor de escribir historias, o al menos las mías, es que obligan a fijarse mucho en la gente, lo que no siempre ocurre en otra clase de oficios. Como un Sherlock Holmes bien adiestrado, buscas indicios, pistas que desvelen detalles útiles, que permitan conocer mejor el mundo y la gente que lo habita, y así mantenerte vivo como narrador. Quien deja de mirar fuera de sí mismo se convierte en un novelista muerto. Y de ésos conozco –y ustedes también, supongo– a unos cuantos.
Eso es, más o menos, lo que bullía en mi cabeza el otro día mientras paseaba por esa ciudad abigarrada y extraordinaria que es Madrid, entre la cuesta Moyano y el Museo del Prado. Y confieso que había un punto agridulce en mi manera de mirar. Tengo setenta años, compréndanlo, y hay cosas muy lejanas, quizá ya inalcanzables o imposibles. Bajo ese pensamiento me cruzaba con jóvenes vigorosos, chicas guapas, hombres y mujeres que pisaban fuerte en la vida, niños a los que nadie arrebató aún la ilusión de los ojos. Los veía alrededor, llenos de vida y futuro, transparentes y enigmáticos al mismo tiempo, y me sentía un poco fatigado, comparándome. Fatigado y melancólico. Nunca volveré a ser como vosotros, pensé resignado. Lo fui, pero ya no lo seré jamás. Sin embargo, gracias a que escribo novelas, todo sigue en cierto modo a mi alcance. Puedo apropiármelo porque tengo algo que la mayor parte de vosotros no tiene: el poder de convertiros a todos en literatura.
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Publicado el 27 de agosto de 2022 en XL Semanal.
Que honor sería ser su víctima señor cazador
Tiene(s) el poder de la alquimia, servida en grial; metafóricamente hablando, digo (yo).
«El poeta es un pequeño dios» (Vicente Huidobro)
A pesar de estar jubilado, sigo levantándome muy pronto todos los días. Las viejas costumbres no se pierden… hasta que nos perdemos. Ese primer desayuno en solitario es especialmente gratificante y, muy especialmente, el de los lunes, al leer el «Patente de corso».
Este lunes no ha sido así. Mi edad está alrededor de la suya, don Arturo y quizás muchos los que estamos en estas, no tenemos el poder de crear literatura y refocilarnos con él, acompañando al otro duro sentimiento de inevitabilidad del paso del tiempo y acompañado también de la observación del transcurso de la vida de las generaciones que nos suceden.
Tristeza y añoranza es lo que me ha acompañado con la lectura de su artículo este lunes. Ser consciente, no de la edad que es una consciencia que me acompaña a lo largo de todas las horas del día, sino de todo aquello que ya no volverá y ser consciente también de que no puedo consolarme creando literatura como usted lo hace, me ha hecho sentirme mal. No es su culpa. El escritor tiene el deber de transcribir sus ideas con el poder que le da su ágil pluma y… hacernos sentir.
El consuelo después de la añoranza es lo que queda… Por ello, me digo que, leyendo, leyendo sus historias y las de otros, también sigue a mi alcance el transformarme en todos los que ya no podré volver a ser. La lectura es un bálsamo en todas las edades y circustancias, además de un placer. Y el consuelo llega también por el placer de acumulación ordenada de experiencias y por la acumulación de sinsabores que les queda por sufrir a los que todavía no son. Quizás son tristes consuelos… pero sirven.
Excelente artículo en el que detalla el proceso final de sus relatos y el del inicio de uno nuevo. Podría este artículo encabezar perfectamente la sección «Aprendiendo a escribir con». Merece serlo ya que es uno de los mejores relatos que he visto de este proceso. Adolecen la mayoría, en ese apartado de la revista, de ser irreales, en su falta de sinceridad. Su relato es más vivo, más real. Me encanta sobre todo cómo la parte fundamental sea la observación de las gentes, de la sociedd, de la vida. Y la reflexión sobre ello. Quizás me gusta tanto esta parte porque yo también me considero un observador ana´lítico al que le encanta mirar, ver y pensar. Pero me falta la otra parte importante e imprescindible: saber trasnformar observación y reflexión en creación literaria.
Saludos cordiales de alguien que fue y no será jamás.
O es exceso de modestia o, tal vez, aún no se ha dado cuenta, amigo -permítame el atrevimiento por, como poco, la similitud de circunstancias personales- de que usted también crea en el mundo de las letras. No mida por el número de páginas escritas, o por la fama conseguida, por el número de lectores o por los contratos editoriales. Lo vengo observando desde estas páginas desde hace algunas semanas. Usted crea: describe, vivisecciona, se aferra a sus impulsos de narrador, transmite pensamientos y emplea recursos narrativos ajenos a un buen número de personas. No lo dude, usted crea, es cazador. Tal vez sólo le falte creérselo y las piezas empezarán a llenar el zurrón. Saludos.
Estoy costernado, de verdad. Muy amable. Gracias y saludos cordiales.
Estimado, leyéndolo, sobra la última línea: ud es y lo seguirá siendo. Un saludo, y otro al disparador de estas reacciones, don Arturo.
Lo mismo le digo a usted. Gracias por su amabilidad. Saludos cordiales.
Gracias a la lectura me he encarnado en más de 40 personajes, he vivido más vidas que la mia propia, viajé por mares y continentes, pero ni aun así puedo ni acercarme a escribir un cuento o una novela. Sin embargo, como decía Borges, «“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Saludos amigo.
Escribe cartas y ahí empiezas, luego cuadernos
Dificil escribir y describir respecto al proceso de creación de una obra. Es algo tan íntimo y personal que puede haber mil diferencias en las formas en que los autores se acercan a ese momento casi místico en que se vislumbra el futuro de una idea y la magia de, entonces, poner todas nuestras capacidades, recursos, trucos, experiencias y herramientas adquiridas al servicio de esa idea que, un segundo antes, se adueñó de nuestra alma.
Existen, eso sí, lugares mágicos donde parece que el ensueño y la creatividad afloran más rapidamente, ya sea por comodidad, por costumbre, por adiestramiento o, simplemente, las más de las veces, por haber encontrado allí ese Aleph descrito por Borges, que nos permite traspasar y conectar con las barreras del espacio y el tiempo que encadenan al resto de los mortales. Arturo nos muestra dos, su biblioteca y las calles de Madrid, en especial rondando el Jardín Botánico y partiendo de esa catedral de los libros olvidados que es la Cuesta Moyano.
Cada cual, a lo largo de su vida, debe pugnar para encontrar esos lugares de poder personal que despiertan nuestra creatividad, y donde ese instinto primario de apresar ideas, sensaciones y sentimientos se hace fuerte y casi irresistible. Aquel lugar donde dejas de mirar y empiezas a ver.
Lo sacro es lo sacro. Ahora los literatos y pintores se llaman ‘creadores’: la vieja y diabólica soberbia es siempre ridícula y, a veces, cursi. Supongo que el vacío que queda tras el ‘non serviam’ tiene que ser rellenado de alguna manera.
Afortunadamente, don Arturo no es un ‘snob’ y estoy seguro de que ese ‘poder’ lo es sólo como licencia literaria, que le concedo por mérito propio. La vida y la literatura van paralelas, pero la primera corre tras la segunda, eso es evidente. Si esos jóvenes vigorosos, chicas guapas y niños a los que nadie arrebató aún la ilusión corrieraran hacia usted, se le echaran al cuello y le llamaran ‘papá’ en una salvaje algarabía, vería usted que hay otra literatura que se vive y que nadie escribirá, porque morirá con nosotros. A mí, con mis cuarenta y pocos, con mis hijos, aún no me han quitado la ilusión. He fracasado en todo lo demás, pero no en esto. Y me vale como anticipo de la eterna felicidad, si Dios me la da. Bueno, eso y leer esta columna cada lunes, que también me da buenos momentos. Gracias.
Me ha animado usted el día sr. Wales después de la depre de haber leído a don Arturo, habiendo asumido mi condición de no literato y en mi situación de cuasi-septuagenario.
Es un error sentirse fracasado por no haber conseguido ni atesorado riquezas ni bienes materiales; ni por no haber sido político ni privilegiado representante sindical intocable; ni por no haber engañado ni robado. O por muchas otras cosas que no son pertinentes. Haber vivido una vida plena, en el sentido ético y estético, es la mayor de las victorias, a pesar de las insatisfacciones, del dolor y de la dureza. Superar todo ello también es un éxito. Si se emociona por la belleza de un amanecer, de un silencio, por la profundidad de unos ojos que se reflejan en los tuyos… no hay fracaso ninguno.
Saludos.
Pues yo me alegro de haberle alegrado el día. Tiene usted razón, pero dije «he fracasado» y no «me siento fracasado». Me han salido mal algunos proyectos, y ahora me alegro, porque estaba equivocado en mis aspiraciones. Me alegro del dolor que me causaron algunos desengaños, porque de no haberlos tenido, probablemente no hubiera conocido siquiera a mi mujer. Y así podría seguir un buen rato. Pienso como usted, el éxito o el fracaso se ven en el interior, no en las apariencias mundanas. La felicidad es el indicador que no falla. Podemos pasarlas canutas durante décadas, y sin embargo, ser felices en el naufragio. Un buen libro, un buen vino, una buena compañía… Y como dicen los sabios, váyase el mundo a hacer gárgaras.
Don Arturo, la actitud es la clave, no ya tanto la edad o la experiencia (de la que puede aprovecharse claro). Cada mañana es una oportunidad, cada instante se abre un nuevo camino. Como novelista, marino y experto en vidas ajenas, viva mucho, viva fuerte y que podamos disfrutar de su prosa muchísimos más años. Gracias.
He de decir que es un placer leer sus libros y sus artículos. Siempre se aprende algo, siempre aprendo algo, y por eso, en general, me satisface su lectura.
A la espera de la próxima aventura (me gustan las primeras ediciones, aunque no siempre las consigo)
Un saludo.
Como siempre maestro, sorpréndanos de nuevo
Que nos sorprenda terminando las dos últimas entregas del Capitán Alatriste, me moriré sin leerlas.
Ya hace rato, que al prestar atención, en la cola de un supermercado, en la sala de espera de un dentista, caminando en una plaza, o en un parque; miro y observo a los que me rodean y haciendo algunos cálculos simples y objetivos, me doy cuenta que supero en edad a la mayoría de esos jóvenes que ríen y disfrutan, casi todos los jóvenes ríen, señal de buena salud, mental y física.
¿Qué podemos hacer con el paso del tiempo?, o mejor dicho, ¿qué haremos con el menos tiempo que nos queda?.
Lo mejor de todos señores, es algo simple: reír, reír como cuando éramos jóvenes… ¿Pero se puede reír, por reír?. Si estamos enfermos no es fácil.
Pero les contaré una historia de un cómico, llamado Tangalanga, que para entretener a un amigo enfermo grave, inventó un modo de actuación que a mi me causa mucha gracia, puede ser grosero, pero en este caso el fin justificaba los medios.
Este hombre llamaba a cualquiera por teléfono y lo hacía «entrar» como se dice aquí, ofuscando al elegido, al borde de los insultos más descabellados, incluso lo retaba a pelear. Si lo quieren escuchar está en YouTube.
Es inevitable que, desde que nacemos, siempre nos quede menos tiempo, también a esos jóvenes que observamos. Además el tiempo hay que saber vivirlo y pocos son capaces. Pero nos podemos consolar con la frase de Machado de «hoy es siempre todavía».
No he terminado apropiadamente mi idea sobre, quién soy… un hombre mayor; un hombre grande; un hombre viejo; un esposo; un padre.
¿Qué somos?, o ¿A quién debemos representar? para poder ubicarnos en un lugar propicio para vivir, sin sentirnos defraudados.
Reír muchas veces no es suficiente, por supuesto que no; necesitamos sentirnos vivos, con al menos la sensación de vitalidad, esa que extraviamos junto con nuestros lentes, y esa simple contrariedad, nos recuerda que ya no somos jóvenes.
Para mi, escribir, es una especie de recorrido por lugares, y hechos que creo no haber estado o pensado. Pero esto no es así, nuestra mente es la que escribe, y sin duda relata, viejas frustraciones, conflictos, broncas, placeres, vida transcurrida y por transcurrir.
Al escribir, nos guste o no, nos exponemos: a la crítica, a la burla, difícilmente al aplauso o la admiración.
No me gustaría estar en los zapatos de usted, Don Arturo, porque en cada libro, deja usted parte de su vida, ni más, ni menos.
Por esto yo, sin haberlo pensado nunca, de pura casualidad, escribo cuentos; que seguramente poseen un estilo viejo y anticuado, quizás las mías son historias simplonas, pero esto lo digo con total y absoluta franqueza; escribo porque me hace bien a mi, y eso es más que suficiente.
Recomiendo, escribir, a todo aquel que quiera ser libre.
Continuando con lo dicho por Don Arturo, me animo a presentar este cuento dentro de la misma temática; más allá que el protagonista tenía sus problemas; bueno, quien no los tiene.
EL CAZADOR
Una de las quizás más antiguas, oscuras, y temidas enfermedades del hombre; es y será, la demencia o locura. Esta deformación de la mente posee múltiples grados de gravedad; pero la más siniestra de ellas, es aquella que convive con las personas normales; cabe señalar que definir lo normal no suele ser tan simple. Es posible, que sin advertirlo, alguien que esté leyendo esto, ahora mismo, posea un grado de psicosis, tal vez inofensiva, como por ejemplo: ser puntual al extremo y llegar quince minutos antes a todas las reuniones incluso las familiares, o imaginar que en los cubiertos de restaurantes viven colonias de bacterias, o antes de salir de casa, colocar sobre la mesa: la billetera, el teléfono, las llaves, los anteojos, contarlos tres veces, para corroborar que no se olvidan de nada, y solo después de realizar este ritual cotidiano, salir; pero también, al margen de estas tonterías, puede que se oculte en el inconsciente algo insospechado y muy peligroso.
Don Luis era un jubilado que toda su vida trabajó como carpintero, incluso en el barrio continuaban acudiendo a su taller para reparar alguna cosa, quedó viudo a la edad de cincuenta años con dos hijos adolescentes que se fueron de su lado a trabajar al exterior. Quizás el distanciamiento y la soledad, causó en él, algo muy extraño que se podría denominar un sentimiento reprimido de odio, que canalizaba con esto que les contaré.
Del mismo modo y con la profesionalidad de un cazador; primero encontraba a su presa, después estudiaba en detalle cada uno de sus movimientos, hasta encontrar el lugar apropiado; para terminar su trabajo en forma limpia, certera, y definitiva. Lo demencial de su conducta era que sus presas no eran animales… eran hombres.
Le motivaba colocar en su mira a candidatos, acompañados por mujeres jóvenes; del mismo modo que un cazador convencional, escondido en la maleza de África, observando con su arma telescópica a un león macho con su amplia y salvaje cabellera.
No poseía un territorio específico, se podría afirmar que toda la ciudad formaba su coto de caza privado. Los días oportunos para su actividad eran los fines de semana, desde temprano, proyectaba su recorrido con lo que él consideraba la vestimenta adecuada, ropa sport, ultra colorida; el amarillo y el rojo sangre era su colores preferidos, completada con zapatillas livianas y ligeras y una gorra de béisbol negra, pensaba que las estridencias en su ropa camuflaba su verdadera intención, cazar. Su estatura era baja, y tenía algunos kilos de más, pero su agilidad para caminar rápido y correr si fuera necesario, eran una cualidad ventajosa para su actividad. Sus ojos celestes, detrás de esos grandes anteojos dorados, brindaban a su rostro una sensación de ser una persona afable y tranquila; cuando su presa se encontraba a tiro; su sonrisa, en ese último instante, no anticipa lo que iba a ocurrir, y de ese modo consumar los actos más satisfactorios de su vida.
Una tarde de domingo, caminando por la vereda de aquella amplia avenida; al pretender cruzarla, cuando el semáforo interrumpió el tráfico, el primer automóvil que se detuvo era un Mercedes Benz descapotado, último modelo, conducido por un hombre, de anteojos negros, muy bronceado, con una cabellera entrecana, que más allá de tener un robusto torso trabajado seguramente en el gimnasio, era mayor, comparado con la muchacha que lo acompañaba, bien se podía decir que existía una diferencia de edad de no menos de treinta años. Ambos disfrutaban del sol y reían relajados; en un momento el caballero, sin darse cuenta cruzó su mirada con Don Luis que lo venía observando. El semáforo cambió y el Mercedes salió despedido por la avenida haciendo chirriar sus neumáticos.
Don Luis sintió esa sensación, sublime, que le producía haber encontrado a su presa.
Cuando llegó a su casa comenzó de inmediato a planificar el ataque, lo primero era encontrar el lugar justo y adecuado, en un plano de calles, fue indicando con marcadores de color: restaurantes, confiterías, estaciones de servicio, estacionamientos; sabía que quizás esta no era la zona, y ese encuentro en la avenida había sido casual, pero su instinto le decía que esa era el lugar, un automóvil así solo se puede pertenecer a ese tipo de barrios.
Pasaron dos largos meses y Don Luis había perdido las esperanzas; cuando al pasar por un edificio de la zona, se abrió el portón de la cochera, y casi por poco lo roza aquel automóvil inconfundible con los mismos pasajeros sonrientes y distendidos.
Ese mismo día comenzó a estudiar el terreno, observó que cruzando la calle había un pequeño bar, en donde desde una mesa junto a la ventana se podía observar el portón del garaje perfectamente. Durante un mes entero se hizo habitué de aquella confitería, incluso llegó a familiarizarse con el mozo que trabajaba los fines de semana, este comprendía que ese cliente amable e inofensivo, era un viejo solo y aburrido, al que le gustaba leer en un bar toda la tarde hasta entrada la noche. La excusa era leer algún libro, y de paso tomar nota minuciosa en aquella libreta de todos los horarios en los que aquel automóvil entraba y salía. El patrón era siempre el mismo: los sábados salían a las tres de la tarde y el regresaban a las tres de la mañana, y los domingos, salían a las doce del mediodía y regresaban a las ocho de la noche.
El plan estaba resuelto, y sería muy simple, cuando salían, esperaban con el auto en marcha unos segundos en la vereda hasta que el portón automático se cerraba; ese sería el momento, el domingo al mediodía.
Don Luis salió temprano, con su arma en el bolsillo, se dirigió al café y después de charlar con el mozo un rato, éste le preguntó:
—¿Hoy no trajo su libro Don Luis?.
—Hoy no tenía deseos de leer, solo quiero apreciar el sol y la vida, —le respondió Don Luis mirándolo con su cara dulce y bondadosa—
—Hace bien, —le respondió el mozo, en tanto le servía su café—
Cuando se hicieron las doce menos diez minutos, Don Luis pagó su consumición y salió del bar, las manos le transpiraban, la tensión que le provocaba la situación, a pesar de haberlo hecho muchas veces, siempre lo alteraba, era esa sensación de ansiedad, y al mismo tiempo de plenitud desaforada que inundaba todos sus sentidos. Cuando estuvo a unos metros del portón, observó que se abría, se quedó parado detrás de un árbol inmóvil, pero no era el Mercedes; cuando el portón no terminaba de cerrarse, se abrió de nuevo, ¡ahora sí, su presa a tiro!. Cuando el automóvil se detuvo, como siempre, esperando a que el portón se cerrara, Don Luis con ágiles pasos se colocó frente al automóvil con su amplia sonrisa; la pareja al verlo se sorprendió, sin entender; pero cuando aquel hombre de remera amarilla y gorra colocada al revés, sacó su mano derecha del bolsillo de su pantalón, la joven pegó un grito. Don Luis colocando su mano a modo de revolver con pulgar hacia arriba y el índice apuntando a la frente de aquel hombre inocente, disparó dos tiros imaginarios, gritando: ¡pum!, ¡pum!, luego salió corriendo con la convicción de haber logrado el objetivo tan ansiado.
La pareja quedó sorprendida por unos instantes, después el conductor apretó el acelerador y el lujoso automóvil se desplazó bajando con suavidad a la avenida.
El hombre para calmar a su novia aún temerosa del extraño hecho dijo:
—No te asustes, es solo un pobre loco; la ciudad está llena de ellos.
«Es posible, que sin advertirlo, alguien que esté leyendo esto, ahora mismo, posea un grado de psicosis……puede que se oculte en el inconsciente algo insospechado y muy peligroso»
¡No, el cuento no podía acabar así, gritó con rabia el lector! Aquel tipo, parecido al protagonista pero sin vestimenta estridente y sin gorra, localizó al autor de la narración a través de la IP del ordenador desde donde escribía; espió también sus movimientos, sus costumbres y los lugares donde desarrollaba sus ocios secretos, eligió uno de ellos y, al siguiente lunes, le esperó allí, paciente, tranquilo, con esa Taser Z1 que, en su imaginación, había adquirido por Aliexpress y le obligó a cambiar su relato en Zenda: el protagonista de la narración iría armado al bar-confitería con una pistola verdadera, una Astra de la guerra civil herencia de su padre. El resto queda para su imaginación…
Y la mujer del coche, de la pareja sorprendida a la salida del garaje, quedó traumatizada del susto. Todas las noches, a partir de ese día, soñaba estar en el centro de una inmensa piscina. Y no podía hacer pie si no era sumergiendo la cabeza. Su pavor en el sueño, su asco, su estremecimiento, su pesadilla eran causados por que no era agua el contenido de la piscina si no repugnantes excrementos humanos. Despertaba asustada y, cuando abría los ojos, su marido le estaba apuntando a la cabeza con las llaves del coche y con cara de loco. Y en este segundo sueño, despertaba otra vez acompañándola un gusto de boca y un olor nauseabundos que le hacían permanecer media hora en la ducha, sin lograr distinguir si realmente seguía soñando…
El primer día que se decidió por fin a acudir a un psicólogo, con la esperanza de poder eliminar de su vida estos traumáticos sueños, abrió la puerta de la consulta y se encontró, sentado en su mesa, al homre de la gorra de beisbol, apuntándole con su mano levantada… … …
Debido a la serie de amenazas recibidas por personas desconocidas que concurren a estos lugares, he decidido cambiar el final de mi historia «EL CAZADOR»
Don Luis tomó su Colt 45 M1911 A1, la cual conservaba en una caja de madera, limpia, cargada y preparada para actuar.
Se dirigió al lugar a la hora prevista; a las doce en punto comenzó a abrirse el portón; El hombre junto a su compañera detuvo su automóvil como siempre. Don Luis exaltado y con su dedo en el gatillo, salió detrás del árbol y comenzó a caminar por la vereda para concretar su trabajo; nada podía impedir el fatal desenlace; cuando Don Luis se encontraba tan solo a dos pasos de su presa; sintió algo frío y duró en su nuca, y alguien detrás de él dijo:
—¡Quédate quieto y dame toda la plata y el celular!.
El hombre del Mercedes, se sobresaltó al escuchar aquellos dos estampidos a muy pocos metros de él; cuando miró: sobre la vereda había dos hombres tirados, sobre el mismo charco de sangre que brotaba de sus cabezas.
Ese ‘Don’ mayúsculo, que con también y tan bien mayúscula, ¡qué encante!.
Hay un momento en la vida de cada persona en la que echa la vista atrás, cuando el porvenir deja de ser aquel fascinante y ancho horizonte de la juventud, y lo que le queda a uno por vivir comienza a ser como esa película en la que ya conoces el final. Y entonces es cuando uno echa de menos el entusiasmo de la niñez, de la adolescencia, aquella energía nuclear con la potencia de esos cohetes de combustible sólido adosados al transbordador espacial y que lo impulsaban durante la fase inicial hacia la órbita, y que una vez cumplida su misión se apagaban y caían tristemente al mar, que es el morir.
Algunos volvimos a la música que escuchábamos entonces, y paseamos por el barrio que nos vio nacer, conservamos los viejos amigos del colegio en reuniones plenas de batallas antiguas, borrachos de melancolía.
Yo he comenzado de nuevo a correr por el Retiro, como antaño. Pensé que no ya no podría, pero hoy con los relojes inteligentes con pulsómetro es posible no pasar de las revoluciones recomendadas.
Y a veces, moviendo despacio la pesada carrocería entre la umbría de La Chopera, entre resoplido y resoplido, siento que me adelanta aquel que fui, inocente y libre. Ligero y veloz como un antílope.
Excelente, Sr. P´erez Reverte. Me identifico mucho con sus palabras y pensamientos, en esta columna, en las entrevistas que le han hecho en la TV. Estoy muy agradecido por haberlo «conocido» a través de sus escritos y algunos de sus libros.